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Al atardecer, cuando el salón estaba ricamente iluminado y las copas de vino tintineaban sobre las mesas de mármol, la joven bailaba al son de la música. La sensualidad que le tiranizaba el cuerpo, ponía laxos y blandos sus miembros y hacía volar con tan exigente impetuosidad sus faldas, que embellecía de modo maravilloso el inmóvil rostro y confería a su persona un atractivo y hechizo superior al de las artes de todas las demás. Johanna danzaba sola o con los visitantes. Su esbelto cuerpo se cimbreaba bajo las manos de la pareja,se estrechaba contra ésta, temblaba y sentía frío, y quien hubiese bailado con la rubia Johanna, seguro que también desaparecería luego con ella en su alcoba. La boca de esta mujer era febril y ansiosa. Cuantos más hombres encontraban el camino hasta ella, más indomable se hacía su capacidad de entrega. El apasionamiento de Johanna estremecía y atontaba. Su ardor era complaciente y se convertía en felicidad.

Pero llegó el día en que la enfermedad impuso penitencia a su cuerpo. Subió de los ruinosos muros del barrio judío, de los libertinos callejones, y envenenó sus besos. Quemó su sangre y le secó y agrietó las venas; ahogó sus risas y los enamorados arrullos de su garganta; cubrió el cuerpo de Johanna de manchas rojas y lo arrastró entre los insultos de las descaradas pelanduscas hasta el horrible lazareto, donde Johanna quedó medio muerta de miedo. Yacía allí en la caliente cama, y del techo caían sobre su frente, cual gruesas gotas, los tristes pensamientos. Se imaginaba ella a las mujeres del salón Aaron, que ahora beberían el dorado vino de las finas copas... Recordaba la música y la camisa escarlata que había llevado para bailar. Johanna echó hacia atrás la cabeza y abrió los brazos, mas no hubo nadie que la besara. Una lánguida pesadumbre hizo brotar un sollozo de su garganta y la sumió en la desesperación.

Las semanas transcurrían traidoras y vacilantes, cobardes y malévolas. La enfermedad de Johanna se había declarado con inesperada violencia. Ni el contraveneno con el que la martirizaban los médicos podía con ella. Había anidado en sus tejidos, vibraba debajo de su piel, abría purulentas heridas en los pliegues y huecos de su carne y se negaba a ceder. La enfermedad entorpecía sus pensamientos y mancillaba sus horas de descanso con lascivos sueños que la hacían incorporarse entre jadeos para darse cuenta de la realidad entre angustias y sentimientos de odio. Johanna echaba de menos a los hombres. Su nervioso cuerpo se rebelaba contra el suplicio de la abstinencia. Cada día, cada hora transcurrida entre ardores aumentaba su padecer. Hasta que no resistió más. Johanna huyó una noche del hospital, saltó al jardín por una ventana y, descalza como iba, con el abrigo encima del camisón, escaló la pared que la separaba del pasaje.

La mujer corrió por la ciudad, impulsada por una poderosa e intemperante esperanza. Sus desordenados cabellos revoloteaban alrededor de su cara, y los ojos le centelleaban ansiosos. Una maravillosa y radiante idea la empujaba hacia delante, llenándola de ilusión. ¡Encontrar hombres! Volaban sus pies sobre los adoquines, y los músculos de todo su cuerpo estaban tensos. Las sombras de retrasados noctámbulos cruzaban vacilantes el camino, y la deslumbrante claridad de unas farolas aparecidas de repente la asustó. Una pesante y seductora dulzura la embriagaba... Surgieron ante ella las torres de la iglesia de Tein, álidas entre las estrellas. ¡Había llegado a su barrio! Allí se abría la callejuela donde la música sonaba ruidosa detrás de las disimuladas puertas, y donde las alas de las risas femeninas golpeaban los rojos vidrios de las ventanas...

Johanna se detuvo y contempló medio cegada la luna, que bizqueaba desde el cielo, iluminando vigas reventadas y escombros. El salón Aaron había desaparecido. El pico y la pala se habían encargado de derribar, trozo a trozo, la vieja casa, cuyas piedras se hallaban amontonadas junto a la sinagoga. Entre los restos se alzaba una sola pared de dentellada cresta, y Johanna reconoció el tabique de su cuarto. Sus ojos penetraron más en el callejón, horrorizados y temerosos. Apagadas estaban las luces de colores de los lupanares, y de los destruidos tejados ascendía el polvo como si fuera humo. Por todas partes asomaban ruinas entre la negrura. Mientras ella luchaba en la húmeda cama de hospital contra la enfermedad, habían arrasado su rincón, su hogar...

Un grito se desprendió de su garganta y resonó de manera escalofriante en el abandonado barrio. La melena de Johanna se desparramó sobre su abrigo, que el viento de la noche abrió para palpar voluptuoso lo que cubría el camisón. Pasó junto a ella un grupo de soldados borrachos, y ella cayó de rodillas ante ellos jadeando inconscientes y confusas palabras de amor. Y allí mismo, entre los escombros del demolido burdel, se entregó a los hombres que la casualidad había puesto en su camino. Yació con todos ellos, uno tras otro, sin que su pobre cuerpo devastado por la enfermedad se cansara, y en su convulsivo arrebato amoroso se hundía cada vez más entre los cascotes.

De un verano al otro, el gueto fue destruido por completo. Nuevos edificios ahogaron las oscuras e insanas guaridas donde la miseria y el vicio habían campado por sus respetos durante siglos. La prostitución huyó sobre altos y ruidosos zapatos de tacón hasta el extremo de los suburbios. En la antigua zona creció una ciudad para gente rica y distinguida. Pero nunca como ese año había hecho en Praga tan catastróficos estragos la sífilis, que penetró en las familias e hizo conocer el horror a las jóvenes madres. Se enganchaba a la sonrisa del amor y la transformaba en plúmbea mueca. Los muchachos se exponían a la muerte, y los ancianos maldecían la vida.


[Praga mágica, traducción Herminia Dauer para Editorial Juventud]

[Ilustraciones de Egon Schieler]


Praha Magika en Tijeretazos [Postriziny]