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Nan Shan-Fu era uno de los hombres más ricos y respetables de Jin-Yang, un pequeño lugar de la provincia de Xiangxi. Aunque se trataba de una aldea tranquila, Nan Shan-Fu poseía una casa de campo a unos doce kilómetros, en la que pasaba la mayor parte del tiempo, meditando y componiendo poemas.
Un día, cuando regresaba a casa montado en un espléndido caballo, se vio sorprendido por una lluvia torrencial. Afortunadamente, muy cerca del lugar en el que le alcanzó la tormenta se levantaba un caserío y decidió buscar refugio en él. Sin saber por qué, escogió para guarecerse la casa con las puertas más grandes. Dentro vivía una familia de campesinos, que se pusieron a temblar de miedo, al verle, aunque tuvieron la delicadeza de invitarle a tomar asiento.
Nan Shan-Fu se sorprendió de que le trataran con tanta cortesía, sobre todo teniendo en cuenta que la habitación a la que le condujeron no podía estar más desordenada: El polvo se amontonaba sobre los escasos muebles y el suelo aparecía cubierto de una tupida capa de desperdicios y restos de comida. El dueño de la casa los limpió lo mejor que pudo y ordenó a su mujer que sacara algo de comer.
No pasó mucho tiempo antes de que Nan Shan-Fu saboreara una espléndida sopa de miel. Era tan deliciosa que, agradecido, pidió a su anfitrión que se sentara a su lado. Cuando lo hubo hecho, le preguntó por su nombre y el campesino respondió:
- Me llamo Dou Yen-Zhang, señor -y se retiró al interior de la casa a preparar un pollo y un poco de vino. Se notaba que, a pesar de su humilde condición, conocía los principios de la hospitalidad.
Cuando todo estuvo dispuesto, se encargó de servir la comida una muchacha de unos quince o dieciséis años. Era bellísima, aunque vestía unas prendas tan extrañas que sólo le dejaban visible la mitad de la cara. Eso bastó para que Nan Shan-Fu quedara al instante prendado de ella.
Su porte le impresionó de tal manera que no pudo quitársela de la cabeza en todo el día. La comodidad de su mansión fue insuficiente para hacerle olvidar semejante belleza. Se había convertido para él en una obsesión. Tanto que al día siguiente, en cuanto hubo amanecido, ordenó a sus criados que prepararan una buena cantidad de arroz y partió al galope hacia la humilde cabaña de los Dou. Aunque aquello no era más que una simple expresión de agradecimiento, lo que en realidad pretendía era ver de nuevo a la muchacha.
Su visión fue en esta ocasión tan fugaz que decidió repetir la visita al día siguiente, hasta que, finalmente, se terminó convirtiendo en una costumbre. De esa forma, la muchacha se familiarizó con su presencia, aunque nunca se atrevía a mirarle de frente. Se limitaba a sonreír y a bajar, tímida, la cabeza. Era claro que no existía para ella ningún afán de reclamo. Eso animó de tal manera a Nan Shan-Fu que, por muy ocupado que estuviera, raro era el día que no pasaba a visitarla.
Una tarde el caballero comprobó, esperanzado, que no había nadie en la casa y alargó su visita hasta la hora del crepúsculo. La señorita Dou le sirvió con el recato que la caracterizaba, pero él, presa de la pasión, la agarró de la mano y trató de aprovecharse de su buena fe. La muchacha se defendió con inesperada firmeza y dijo, en cuanto se sintió libre de sus brazos:
- No penséis que, porque seáis un hombre rico, podéis poseerme como a una cualquiera. Deberíais saber que no existe ninguna relación entre las monedas de oro y la virtud.
Nan Shan-Fu acababa de enviudar y se disculpó, diciendo:
- Lamento que hayáis malinterpretado mi gesto. Si he tratado de tomaros en mis brazos, ha sido, porque estoy decidido a casarme con vos. No existe para mí mujer más exquisita y estoy dispuesto a compartir con vuestra persona cuanto poseo.
- Si es eso cierto -replicó la muchacha-, ¿por qué no lo juráis?
Tomando por testigo al Cielo y a la Tierra, Nan Shan-Fu juró desposarse con ella y no volver a amar a ninguna otra mujer. Eso bastó para que la señorita Dou se le entregara allí mismo. Nan Shan-Fu creía estar soñando, pero su carne pronto le convenció de que no se trataba de ninguna ilusión.