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Cada vez que tenía noticia de que Don Yen-Zhang se halla fuera de casa, corría junto a su hija y yacía con ella. Aunque la muchacha jamás le rechazaba, había perdido la alegría de los primeros momentos y reprendía a su amante, diciendo:
- ¿Por qué no pides, de una vez, mi mano? Eres un caballero y mi padre se sentirá orgulloso de entregarme a una persona de tu posición. ¿Por qué lo demoras tanto? ¿Es que ya no me amas?
Nan Shan-Fu juraba y perjuraba que todo se debía a los negocios que entonces se traía entre manos, pero, en cuanto regresaba a su mansión, se decía:
- ¿Para qué atarme para siempre a una pueblerina? A pesar de su belleza, sus modales son toscos en extremo y desdicen claramente de la finura de mi educación. Si accedo a casarme con ella, todo el mundo se burlará de mí.
No pasó mucho tiempo antes de que se presentara en su casa una casamentera. La enviaba la familia más rica de toda la comarca y Nan Shan-Fu no se atrevió a rechazarla. Había oído, además, comentar que se trataba de una doncella bellísima y dotada de todas las cualidades que un hombre puede anhelar en una mujer. Eso le hizo olvidarse de la promesa dada a la hija de los Dou y terminó aceptando la proposición de la anciana.
El compromiso matrimonial se celebró con el fasto que era de esperar de familias tan renombradas. Toda la comarca se unió, alborozada, a los festejos, menos la señorita Dou, que para entonces estaba ya encinta. Cuando Nan Shan-Fu tuvo noticia de su estado, se negó a seguir viéndola, renunciando incluso a pasar por delante de su casa.
Una vez cumplido el tiempo, la muchacha dio a luz a un varón, pero sus padres no se alegraron de su alumbramiento. Al contrario, la hicieron azotar, tildándola de mala mujer. Acto seguido, el padre le exigió el nombre de la persona que la había deshonrado. De esa forma, se enteró que había sido el mismísimo caballero Nan Shan-Fu. Loco de ira, envió unos criados a su mansión, pero él negó de plano que tuviera algo que ver con el recién nacido. Comprendiendo que no había nada que hacer, Dou Yen-Zhang tomó al niño y lo abandonó en un campo, repudiando a continuación a su hija.
La muchacha suplicó a una vecina que fuera a contar a Nan Shan-Fu cuanto había ocurrido, pero él se negó, una vez más, a abrirle las puertas de su casa. Lejos de desanimarse, la señorita Dou buscó al niño por todos los páramos. Lo encontró, aterido de frío, poco antes de que se hubiera puesto el sol. Con indescriptible solicitud lo tomó en sus brazos y lo llevó a la mansión de Nan Shan-Fu. El hombre que custodiaba la puerta le echó el alto de un modo grosero y ella respondió:
- Si quieres salvarme la vida, vete a anunciar mi llegada a tu señor; de lo contrario, mi muerte pesará para siempre sobre tu conciencia. No pienses que soy una cobarde. Si me he arrastrado ante ti, no ha sido por mí, sino por el niño.
Impresionado, el portero corrió a dar cuenta de sus palabras a su amo, pero Nan Shan-Fu se negó a escucharlas, ordenándole, indignado:
- Cierra inmediatamente la puerta y no dejes entrar a nadie.
La hija de los Dou se acurrucó junto a las jambas y empezó a llorar, desconsolada. Su llanto se prolongó durante toda la noche. Al amanecer, el portero se extrañó de que hubiera remitido totalmente y descorrió los cerrojos, picado por la curiosidad. La muchacha estaba tan rígida como una rama seca de bambú. Aunque todavía seguía sosteniendo al niño en sus brazos, su cuerpo se hallaba tan frío como la superficie de un lago en invierno.
Al enterarse de lo ocurrido, Dou Yen-Zhang montó en cólera y corrió al palacio del gobernador a presentar una demanda. Todos los jueces se asombraron de la crueldad con la que había actuado Nan Shan-Fu, pero desestimaron el caso, porque hacía dos horas que les había hecho llegar unos regalos realmente espléndidos.
Toda la ciudad celebró, alborozada, su declaración de inocencia, particularmente la familia de la mujer con la que había de casarse dentro de muy poco tiempo. Su futuro suegro tuvo, incluso, la delicadeza de invitarle a cenar. Pero en cuanto se hubieron acallado los tañidos del «kujeng», el anciano se quedó dormido y soñó con la hija de los Dou. Traía en brazos a un niño recién nacido y le advirtió en tono amenazador:
- Si consientes en que tu hija se despose con Nan Shan-Fu, vendré a pedirte cuentas y me llevaré su espíritu a los infiernos.
El anciano se despertó, sobresaltado, pero decidió seguir adelante con lo acordado, porque Nan Shan-Fu era un partido excelente y necesitaba su apoyo. ¿Para qué prestar, además, oídos a los sueños?
La ceremonia nupcial se celebró, pues, en el día y hora convenidos. Los regalos fueron espléndidos y el ajuar maravilló por igual a propios y extraños. Lo que más llamó la atención, sin embargo, fue la belleza de la novia. Su rostro recordaba al de una inmortal y sus vestidos y sus joyas superaban en lujo a los de las damas de la corte. Pese a todo, los invitados creyeron adivinar en su rostro una nota de profunda tristeza. Al preguntarle por el motivo, se echó a llorar, negándose obstinadamente a revelar la causa de tan extraña conducta.