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En el centro de Praga, donde ahora forman anchas calles las altas y aireadas casas de alquiler, existía aún hace diez años el barrio judío. Un retorcido y lóbrego laberinto del que ninguna tormenta lograba barrer el olor a moho y paredes húmedas, y donde en verano las abiertas puertas despedían un aliento venenoso. La suciedad y la pobreza apestaban a cual más, y en los ojos de los niños que allí crecían titilaba una indolente y cruel perversidad. A veces, el camino conducía a través de la panza de una casa, en forma de bajo y abovedado pasadizo, o daba una brusca vuelta para terminar de repente ante un muro. Los vendedores, que apilaban sus baratijas en el desigual adoquinado, delante de las tiendas, llamaban a los transeúntes con cara de astucia. En las entradas de las casas permanecían apoyadas las rameras de pintados labios, que reían con ordinariez, susurraban cosas a los oídos de los hombres y se levantaban la falda para enseñar las medias amarillas o verdosas. Viejas alcahuetas de blancas greñas y temblequeante mandíbula saludaban desde las ventanas, golpeaban el alféizar, llamaban con las manos y producían guturales sonidos de afán y satisfacción cuando algún individuo caía en la red y se aproximaba.
Reinaba allí la lascivia y, una vez anochecido, invitaba a una visita con sus farolillos rojos. En algunos callejones había en cada casa un prostíbulo, cuchitriles donde el vicio se acostaba en un mismo lecho que el hambre, donde mujeres tuberculosas de marchitos encantos tenían establecido su mísero negocio; secretos tugurios en los que, entre murmullos y guiños, más de una chica en edad escolar era desflorada y su indefensa virtud terriblemente malvendida.
También había mancebías de postín, amuebladas con lujo, donde el pie sólo pisaba alfombras y las rollizas meretrices aparecían luciendo sedeños vestidos de cola.
El salón Aaron se hallaba en un edificio de dos pisos, no lejos de la sinagoga y tocando a las destartaladas chozas del callejón de los gitanos. Dado el pobre aspecto de los alrededores, aquella casa casi producía un aspecto pulcro, pese a que el revoque de las paredes se había desprendido en parte y el polvo y la lluvia embadurnaban los vidrios de las encortinadas ventanas. De día dominaba el silencio. Sólo raras veces subía un cliente los gastados peldaños que conducían a la oscura entrada y, al cabo de una hora, volvía a salir rápidamente, vergonzoso y con el cuello subido. Pero de noche brotaba allí, como de pozos escondidos, una vida vibrante, ruidosa y llena de luz. Encendíanse las ventanas, y las risas aleteaban dentro como un pájaro encerrado en una jaula.
Entre ellas sonaba la de Johanna; una especie de cálido arrullo, insinuante y sensual, que se distinguía claramente de las voces de las demás, y que en ocasiones ya se oía en medio del silencio matutino, como el canto de una alegre alondra enamorada. A Johanna le complacía que los hombres acudiesen a ella. Estaba más solicitada que sus compañeras, porque a cada cliente le daba algo de esa dulzura apocada, torturadora e inquieta que llenaba su ser, y que los perezosos cuerpos de las otras mujeres no poseían. La propia Johanna se asombraba de ello. La profesión que para tantas rameras resultaba una aburrida y desagradable carga, despertaba en su persona un extático anhelo de amor, un acicate que sentía en su carne y que confería a sus ojos un brillo juvenil. Con unos labios agrietados y heridos de tanto besar, bebía de la boca de los hombres, siempre invadida por la virginal voluptuosidad que acompañara su primer abrazo. En los descansos que le dejaba su pecaminoso trabajo, que le parecían insoportablemente largos y desiertos, escuchaba los pasos de los transeúntes, y si sonaba la campanilla, se le iluminaba el rostro y suspiraba.
Había muchos días en que saboreaba el amor hasta la saciedad, pero cuando por fin yacía en su cama con la cabeza atontada y los miembros doloridos, su memoria recorría aún todos los hombres conocidos, abandonándose al goce del recuerdo, y Johanna sonreía en la oscuridad. A veces, sobre todo en verano, cuando se acostaba próxima ya la madrugada, su excitación aumentaba ya hasta el tormento. Entonces se asomaba en camisón a la ventana para observar el gueto. Extendía los desnudos brazos y sentía en su piel cual gotas de sangre la templada lluvia. Lo que tenía a sus pies, era su mundo. La ciudad donde parpadeaban las soñolientas luces de las casas de citas, donde en las callejuelas de mala reputación se acurrucaban pesadas sombras y, a lo lejos, un gimoteante violín o el duro tecleteo de un artefacto musical invitaba todavía a la diversión... Entonces una soñadora melancolía bañaba de lágrimas su cara. La brisa nocturna acariciaba suavemente sus senos, Johanna echaba la cabeza hacia atrás, y sus labios besaban el aire.