Mi amiga la ética y yo
 

 

e como ética

 

-Ah. ¿De qué hablábamos? Ah, sí, del profesor de filosofía ética. Pero cómo habré hecho para llegar a hablar de él. Ese hombre no tiene el menor sentido de la responsabilidad. Estoy convencido de que es bígamo -Nigel suspiró.

-Gervase -dijo-, ha vuelto usted a perder el hilo. Le había preguntado qué pensaba hacer ahora.

(EDMUNDO CRISPIN, El caso de la mosca dorada)


La primera aseveración nítidamente filosófica que me recuerdo la hice en el bachillerato, a los quince años, cuando el religioso marianista -hoy ya secularizado, por supuesto- que nos daba clase de iniciación a la filosofía preguntó al distraído y hastiado congreso de adolescentes del que yo formaba parte "¿qué es lo todos los hombres quieren?". A lo que respondí con fulminante celeridad: "ser felices". El profesor admitió que así era y yo me sentí bastante orgulloso y un poco confuso por mi acierto. De hecho, no recordaba haber pretendido nunca personalmente ser algo tan pretencioso y fantástico como "feliz"; tampoco conocía a nadie que se propusiera explícitamente semejante objetivo. Para colmo, carecía de noticias fiables sobre el estado de felicidad, salvo vagas imágenes de ruiseñores celestiales cantando deliciosamente durante eones que al embelesado oyente se le antojan minutos o referencias poéticas a la dicha erótica. Ninguna de aquellas indicaciones podía bastarme, pues apenas creía ya en los dislates paradisíacos que prometían los curas y lo ignoraba todo sobre las posibilidades beatíficas del amor, al menos por el testimonio de mi propia experiencia. De modo que yo nunca me había propuesto ser feliz, no conocía a nadie que pretendiera serlo ni tenía la más remota idea de en qué consiste la felicidad, pero sabía ya con una certeza capaz de derrotar cualquier duda que todos los hombres quieren ser felices. Me quedé bastante perplejo de mi propia perspicacia filosófica, sobre todo porque ignoraba de dónde podía venirme. Por aquel dichoso entonces, apenas entreveía a través del anda lúcido tomismo de mi educador en qué podía consistir la gracia de una asignatura tan rebarbativa como la filosofía y desde luego no prodigaba en ella las muestras de mi agudeza. Por cierto que sobre el fondo de la cuestión no puedo considerarme ahora tampoco mucho más ilustrado.

Aquel primer acierto filosófico, inesperado e inexplicable, marcó mi trayectoria posterior. Algo se había confesado en mí aquel día, algo que se disponía a seguir ganando terreno. Porque la cuestión siguiente se me presentó casi de inmediato, al meditar sobre mí espontánea respuesta dada al profesor de una asignatura inviable. ¿Qué es lo que todos los hombres quieren?: ser felices. De acuerdo. Quizá debiera haberme preguntado a continuación por la nada evidente condición de la felicidad, de la que ya he advertido que sabía bien poco. Pero no fue así. Característicamente -nada puede revelarme mejor que esto, nada podría señalar mejor por dónde había de ir luego mi pensamiento- lo que me inquietó fue: ¿y qué hacen los hombres para ser felices?. Mi interés especulativo fue desde un primer momento práctico. Lo siento, no he nacido para la contemplación, no me intereso por nada en lo que yo no pueda inmediatamente intervenir. De aquí mi escasa afición por la ciencia pura o por la naturaleza y sus irremediables leyes; me interesa en cambio el arte, la historia, la política, todo lo que exige participación de mi imaginación y de mi libertad. Soy un guerrero con inquietudes religiosas, es decir (y por fortuna) aproximadamente lo contrario de un sacerdote.

Volvamos a las dos preguntas fundacionales de lo que más tarde supe que se ha llamado "ética" desde Aristóteles: ¿qué quieren los hombres? y ¿cómo pueden actuar de acuerdo con su querer? Aquí está todo lo que ha de interesarnos como invitación a la reflexión ética. Respecto a la felicidad, es una palabra demasiado vaga, no nos vale así tal como está, cruda: pero no la perdamos sin embargo totalmente de vista. No hay comienzo más erróneo en ética que partir de la distinción entre "bien" y "mal" o, más modesta y empíricamente, entre "bueno" y "malo". De ahí no puede sacarse nada, absolutamente nada en límpio, fuera de algunas anécdotas antropológicas y confusas pautas semánticas. Pero ni un solo verdadero pensamiento. A qué llamamos "bueno", por qué consideramos "malo" cierto proceder, si debemos hacer el bien porque está "bien" o está "bien" porque debemos hacerlo, si es bueno o malo el placer, si es lo bueno equivalente a lo útil, etc.,etc... Callejones sin salida. Por ahí no hay camino, créanme; o si no me creen, lean a quienes parten en sus reflexiones de esa perspectiva estéril. La mayoría de los libros de ética son empeñosos crucigramas, palabras revueltas o tratados de urbanidad. Algunos se instalan de golpe y porrazo en la teología y nos informan más o menos veladamente de las disposiciones legales que Dios ha establecido para nosotros, sea según las tablas de la Ley o según la Ley misma escrita en nuestro corazón (o en nuestro inconsciente, versión lacano-kantiana de la vieja orden bíblica). Pero es bueno permanecer ateo en estas cuestiones -y en todas- tanto como se pueda. Lo cual es enormemente difícil, literalmente heroíco, dicho sea de paso.

Dejemos a un lado el bien y el mal, lo bueno y lo malo, porque no son un punto de partida, sino un resultado. La otra cuestión que tienta a los estudiosos actuales de la ética gira en torno al indebido paso del "es" al "debe", la falacia naturalista. Tampoco se va lejos por ahí. ¡El deber! ¿A quién puede interesarle de veras semejante cosa? Ni siquiera a Kant, estoy seguro, aunque lo fingiera para dar gusto a su criado. Si me pregunto "¿por qué debo hacer tal o cual cosa?" no me muevo de la infraética, de la heteronomía, del estadio infantil de la moral. Según parece leyendo a ciertos autores contemporáneos, el "deber" es algo tan raro y precioso, tan elevado, que no puede surgir del "ser" sin menoscabo. Pero lo contrario es mucho más cierto: ¡cuánto más interesante, más rico, más complejo, más moral resulta el "es" frente al "debe"! ¡Que nos dejen el ser y se lleven al infierno todos los deberes! El sentido de la obligación moral se parece mucho más a un "es" que a un "debe", éste es el secreto a voces de la controvertida cuestión...

De lo que se trata, pues, es de averiguar qué quieren los hombres. La ética no proviene de otra parte más que de la voluntad humana. Soy moral no cuando hago lo que debo -¡puaf!- sino cuando me atrevo a hacer lo que quiero. Lo que realmente quiero. Pero no es fácil lograr tal cosa, pues mi propio querer permanece en buena medida oscuro para mí. La tarea de la ética no es fundar el deber ni proporcionar decálogos, sino ilustrar el querer. Desde muy antiguo nos lo dijeron: el camino a la virtud es el conocimiento, nadie es malo a sabiendas. La trivialidad se escandaliza ante estas nobles verdades, que aún suenan un poco audaces: "pero ¿acaso no quieren los individuos cosas muy diferentes? ¿y si alguno quiere el crimen o el vicio?" Ya lo dijo Spinoza: si alguno ve claramente que le conviene más ahorcarse que degustar una buena comida, que se ahorque y nos deje en paz. Pero cuidado: la gracia está en que lo vea claramente... Y es que el querer de que aquí se habla es previo a la constitución de cada individuo como tal y por ello es común a todos, porque no pertenece a nadie. El "quiere" precede y configura el "es" y se afirma en el "debe". Pero ocurre que el querer lo que se desea ante todo es permanecer abierto, libre, y por tanto puede engañarse a sí mismo, es decir, puede permitirse debilidades o vicios. El "bien" que el querer quiere (ese "bien" que no es más que lo fundamentalmente querido) incluye la posibilidad del "mal" como su ingrediente esencial (ese "mal" que, de prevalecer, supondría la imposibilidad, el debilitamiento definitivo, del querer mismo). Si realmente esta cuestión les interesa, les remito a mis dos libros de ética, La tarea del héroe e Invitación a la ética, donde se desmenuza y profundiza lo aquí apuntado.

Ganarse la vida como profesor de ética: ¡qué fuente inevitable de malentendidos! Hay quien pide consejos y otros no se contentan si no se predica con el ejemplo... con el ejemplo de lo que ellos quisieran ver ejemplificado. Ahora tenemos ética en el bachillerato, como alternativa a la asignatura de religión (?), y frecuentemente es impartida por el mismo cura que se encarga de la otra disciplina. Suelen presentarse a los pobres chicos diversos "casos prácticos" y se les habla de cosas tan apasionantes y controvertidas como el aborto, la droga o la guerra. El profesor, si es un cura como es debido, zanja estas cuestiones; si no es tan cura, las "problematiza". Supongo que en alguna de esas lóbregas aulas -todas lo son, aunque la luz del sol entre a raudales- a alguien se le escapará un día la preguntita de marras: "¿qué quieren los hombres?" Y un niño contestará sin vacilar, como si en sueños se lo hubieran soplado esa misma noche: "ser felices". Y después se quedará pensativo, preguntándose qué hacer para conseguirlo, dichosamente olvidado de su gesticulante y problemático profesor.