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HOMBRE: Agarrarme así, con la imaginación... A la vida. Como una enredadera a los barrotes de una reja (Pausa) ¡Ah! No dar un momento de reposo a la imaginación: adherirse... adherirse con ella a la vida de los demás... pero no de la gente que conozco. No, no. ¡A esa no podría! Siento un fastidio, ¡si usted supiera! Verdadera náusea. ¡A la vida de los extraños,
en torno a los cuales mi imaginación puede trabajar libremente; pero no a capricho, sino más bien teniendo en cuenta las menores apariencias descubiertas; en éste o en aquél! ¡Y si supiera usted cómo trabajo, y hasta dónde consigo penetrar! Veo la casa de éste o del otro; vivo en ella; me siento allí como en la mía, hasta percibir... ese aliento particular que tiene cada casa: la de usted, la mía. Pero en la nuestra... nosotros ya no lo notamos, porque es el mismo aliento de nuestra vida. ¿Me explico? ¡Ah! Veo que usted dice que sí...

PARROQUIANO: Sí, porque... Digo que debe ser un gran placer el que usted siente imaginando tantas cosas...

HOMBRE: (Con fastidio, después de haber pensado un poco) ¿Placer? ¿Yo?

PARROQUIANO: Claro... Me figuro...

HOMBRE: Dígame: ¿ha estado alguna vez en la consulta de algún buen médico?

PARROQUIANO: No. ¿Por qué? ¡Gozo de perfecta salud!

HOMBRE: ¡No se alarme! Se lo pregunto, por saber si ha visto usted alguna vez en casa de esos médicos famosos, la sala donde los clientes esperan su turno para ser examinados.

PARROQUIANO: ¡Ah, sí! Una vez tuve que acompañar a una hija mía que padecía de los nervios.

HOMBRE: Bien. No quiero enterarme. Digo, aquellas salas... (Pausa) ¿Se ha fijado en ellas? Divanes oscuros, anticuados... Aquellas sillas con tela acolchada, que a veces no hacen juego... aquellos silloncitos... Es mercancía comprada de ocasión, de segunda mano puesta allí para los clientes; no pertenecen a la casa. El señor doctor tiene para él, para las amigas de su mujer, un salón muy diferente: rico, hermoso. ¡Quién sabe cómo gritaría cualquier silla, cualquier butaquilla de aquel salón, si la trajeran a la sala de espera de clientes, donde bastan esos otros muebles... decentes, sobrios! Me gustaría saber si usted, cuando fue con su hija, observó atentamente los sillones y sillas donde estuvieron sentados, esperando.

PARROQUIANO: Pues... yo... la verdad, no...

HOMBRE: Claro. Porque no estaba enfermo. (Pausa) Pero, muchas veces, ni siquiera los enfermos se fijan, preocupados como están con su enfermedad. (Pausa) Y sin embargo... ¡cuántas veces están allí algunos mirándose el dedo que hace signos sin sentido sobre el brazo lustroso del sillón en donde están sentados! Están pensando y no ven. (Pausa) Pero, al atravesar la sala, cuando se sale de la consulta, ¡qué efecto hace volver a ver la silla, en la cual estuvimos sentados poco antes, en espera de la sentencia sobre nuestra enfermedad, que todavía desconocíamos! ¡Encontrarla ocupada por otro cliente, que también está enfermo y no sabe de qué; o allí, vacía, impasible, esperando a que otro cliente venga a ocuparla...! (Pausa) Pero ¿qué decíamos? ¡Ah, ya! El placer de la imaginación... ¡Quién sabe por qué me habré acordado de pronto de una de esas sillas de la sala de casa del médico, donde los enfermos esperan la hora de la consulta!

PARROQUIANO: Ya... Verdaderamente...

HOMBRE: ¿No ve usted la relación? Ni yo tampoco. (Pausa) Pero es que ciertas asociaciones de imágenes lejanas entre sí, son tan particulares en cada uno de nosotros, y determinadas por razones y experiencias tan singulares... que no podríamos entendernos unos a otros, si, al hablar, no las suprimiéramos. Nada más ilógico, a veces, que esa analogía. (Pausa) Pero, mire usted: la relación, quizá pueda ser ésta: Sienten placer aquellas sillas, imaginándose quién será el cliente que viene a sentarse en ellas, en espera de consulta, qué enfermedad llevará dentro, adónde irá, qué hará después de la consulta? Ningún placer. Pues eso me pasa a mí: ¡ninguno! Las sillas están allí sólo para servir de asiento a tantos clientes como lleguen. Pues algo así es mi ocupación. Tan pronto me ocupo de una cosa como de otra. En este momento me ocupo de usted, y, créame, no experimento ningún placer por el tren que ha perdido, por la familia que le espera donde veranea, por todo el fastidio que puedo suponer en usted.

PARROQUIANO: ¡Y tanto! ¿Sabe?

HOMBRE: Dé usted gracias a Dios, si sólo es fastidio. (Pausa) Hay cosas peores, caballero. (Pausa) Yo le digo que necesito agarrarme con la imaginación a la vida de los demás; pero así, sin placer, sin interesarme siquiera... Más bien... para sentir un fastidio para juzgarla tonta y vana, la vida, de manera que a ninguno pueda importarle acabar. (Taciturno, con rabia) Y esto es fácil de demostrar, ¿sabe?, con pruebas y ejemplos continuos, en nosotros mismos, implacablemente. Porque, caballero, el deseo de vivir no sabemos de qué está hecho; pero..., ahí está, ahí está; lo sentimos todos aquí, como una angustia en la garganta; y no se satisface nunca; no puede satisfacer nunca, porque la vida, en el mismo acto en que la vivimos, es siempre tan voraz de sí misma, que no se deja saborear. El sabor está en el pasado que nos queda vivo dentro. El deseo de vivir nos viene de eso: de los recuerdos, que nos tienen atados. Pero, ¿atados a qué?: a esta tontería..., a este disgusto..., a tantas ilusiones estúpidas..., ocupaciones insulsas... Sí, sí. Esto que ahora, aquí, es una tontería; esto que ahora, aquí, es un aburrimiento; y llego hasta a decir: esto que ahora parece una desventura, una verdadera desventura... sí, señor..., a la distancia de cuatro, cinco, diez años, ¡quién sabe qué sabor adquirirá..., qué gusto tendrán las lágrimas de ahora! Y la vida, ¡Dios mío!, al solo pensamiento de perderla..., especialmente cuando se sabe que es cuestión de días... (En este momento por la esquina de la izquierda, asoma la cabeza, para espiar, la mujer vestida de negro) ¡Mire...! ¿Ve usted allí? Allí, en aquella esquina.... ¿ve usted aquella sombra de mujer? ¡Mire! ¡Ya se escondió!

PARROQUIANO: ¿Cómo? ¿Quién..., quién era?