EL HOMBRE DE LA FLOR EN LA BOCA
EL PARROQUIANO PACÍFICO

Nota. Hacia el final, cuando se indique, asomará dos veces la cabeza, desde la esquina, una sombra de mujer vestida de negro, con un viejo sombrero de plumas lloronas.

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Se ven al fondo los árboles de una avenida. Lámparas eléctricas se divisan entre las hojas. A los lados, las últimas casas de una calle que empalma con la avenida. A la izquierda, un mísero café nocturno con veladores en la acera. Delante de la casa de la derecha, una bombilla encendida. En el ángulo de la última casa de la izquierda, que hace esquina con la avenida una farola también encendida.

Es un poco después de medianoche. A intervalos, se oirá lejano el sonido tintineante de una mandolina.

Al levantarse el telón, EL HOMBRE DE LA FLOR EN LA BOCA sentado a uno de los veladores, observa largo rato en silencio al PARROQUIANO PACÍFICO, que, en el velador de al lado, está chupando con la paja un jarabe de menta.

EL HOMBRE DE LA FLOR EN LA BOCA: iAh! Estaba por decirlo; usted es un hombre pacífico... ¿Ha perdido usted el tren?

EL PARROQUIANO PACÍFICO: Por un minuto, ¿sabe? Llego a la estación y me lo veo escapar delante.

HOMBRE: Podía usted haber corrido detrás.

PARROQUIANO: Claro. Es para reírse. Ya lo sé. Si no hubiera sido por el engorro de tantos paquetes, paquetitos y envoltorios... ¡Más cargado que un asno! Pero las mujeres... Empiezan a darle encargos y no acaban nunca. Créame usted: al apearme del coche, tardé tres minutos en colgarme de los dedos los lacitos de todos aquellos paquetes. Dos para cada dedo.

HOMBRE: ¡Debió de ser bonito! ¿Sabe lo que hubiera hecho yo? Dejármelos en el coche.

PARROQUIANO: ¡Ya, ya! ¿Y mi mujer? ¿Y mis hijas? ¿Y todas sus amigas?

HOMBRE: ¡Habrían puesto el grito en el cielo! Y yo me hubiera divertido la mar.

PARROQUIANO: ¡Usted no sabe lo que son las mujeres cuando están de veraneo!

HOMBRE: ¡Claro que lo sé! ¡Precisamente porque lo sé! (Pausa) Todas dicen que no van a necesitar nada.

PARROQUIANO: ¿Sólo eso? Son capaces de decir que van para hacer ahorros. Pero luego, apenas llegan al pueblecito de los alrededores, cuanto más feo, más sucio y más pobre sea, más prisa se dan a embellecerlo poniéndose sus más vistosos adornos. ¡Ah, las mujeres, caballero! Pero, después de todo, esa es su profesión... «¿Por qué no haces una escapadita a ciudad, querido? Es que yo necesitaría esto... o lo otro... Y, ya que vas, si no te molesta -vale un mundo ese «si no te molesta... » -Y ya, de paso, nada te cuesta...» - «Pero, hija mía, ¿cómo quieres que en tres horas haga todos esos encargos?» - «iVamos, calla! Cogiendo un coche...» Y lo peor es que, como vine sólo para tres horas, no me traje la llave de casa.

HOMBRE: ¡Esa es buena! ¿Y por eso...?

PARROQUIANO: Dejé aquella montaña de paquetes en la consigna de la estación; me fui a cenar a una fonda, y luego, para quitarme el mal humor, al teatro. Se asaba uno de calor. A la salida, me digo: «¿Qué hago?: es la una; a las cuatro cojo el primer tren. No vale la pena acostarse.» Y me vine aquí. Este café no cierra, ¿verdad?

HOMBRE: No cierra, no, señor. (Pausa) ¿Así que dejó usted todos aquellos paquetes en la estación?

PARROQUIANO: ¿No estarán seguros allí? Estaban todos bien atados...

HOMBRE: No, no. No lo digo por eso. (Pausa) Ya me imagino que estarán bien atados: con ese arte especial que ponen los jóvenes dependientes para envolver la mercancía vendida... (Pausa) ¡Qué manos! Un buen pliego, grande, de papel doblado, liso... que da gusto verlo; tan fino, que dan ganas de poner en él la cara para sentir su caricia... Lo extienden sobre el mostrador; luego, con garbo y desenvoltura, colocan encima, en medio, la tela, bien dobladita. Levantan primero, con el dorso de la mano, un borde; luego, encima, doblan el otro, y hacen todavía otra pequeña doblez, con gracia; una doblez más, por amor al arte; luego doblan a los lados, en forma de triángulo, y vuelven para abajo las dos puntas; alargan la mano a la cajita del bramante; de un tirón, desenrollan el trozo necesario, para atar el paquete; y lo atan tan de prisa, que ni siquiera ha tenido uno tiempo de admirar aquella habilidad, cuando le presentan el paquetito con la lazada dispuesta para colgarla de un dedo.

PARROQUIANO: Se ve que ha prestado usted mucha atención a los jóvenes dependientes.

HOMBRE: ¿Yo? Caballero: me he pasado jornadas enteras observándolos. Soy capaz de estarme una hora mirando una tienda a través del escaparate. Allí se me vida todo. Me parece ser... quisiera realmente ser aquella tela de seda... aquel bordado, aquella cinta roja azul celeste que los jóvenes de la mercería han medido con el metro, y luego... ¿ha visto cómo hacen?: la recogen formando un ocho alrededor del pulgar y el meñique de la mano izquierda, antes de envolverla. (Pausa) Miro al cliente o a la cliente que salen de la tienda con el paquete colgado de un dedo, o en la mano, bajo el brazo ... Los sigo con la mirada hasta que se pierden de vista... imaginándome... ¡ah! ¡cuántas cosas imagino! No puede usted hacerse una idea. (Pausa. Luego, taciturno, como hablando consigo mismo) Pero me sirve. Me sirve esto.

PARROQUIANO: ¿Le sirve? ¿El qué... ? Y perdone...