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HOMBRE: ¿No la ha visto? Se ha escondido.

PARROQUIANO: ¿Una mujer?

HOMBRE: Mi mujer, sí.

PARROQUIANO: ¡Ah! ¿Su señora?

HOMBRE: (Después de una pausa) Me vigila desde lejos. Iría a echarla de allí a patadas; pero sería inútil. Es como uno de esos perros perdidos, obstinados, que, cuanto más patadas se les da, más se nos pegan a los talones. (Pausa) Lo que esa mujer está sufriendo por mí..., usted no puede imaginárselo. Ya ni come, ni duerme. Viene siempre detrás de mí, día y noche, así, a distancia. Y..., si al menos se preocupara de cepillarse ese andrajo que lleva en la cabeza, ese vestido... Ya no parece una mujer; parece el trapo de limpiar. Se le han empolvado para siempre los cabellos, aquí, en las sienes; y apenas si tiene treinta y cuatro años. (Pausa) Me da una rabia, que no puede usted figurárselo. A veces la cojo por los hombros y le grito en la cara: «¡Estúpida!», zarandeándola. Se aguanta con todo. Se queda allí, mirándome, con unos ojos... Con unos ojos que, se lo juro, me hacen venir a los dedos un deseo salvaje de ahogarla. Nada. Espera a que me aleje para ponerse otra vez a seguirme a distancia. (La mujer se asoma de nuevo) ¡Mire! ¡Otra vez asoma la cabeza en la esquina!

PARROQUIANO: ¡Pobre señora!

HOMBRE: ¡Qué pobre señora! Ella querría, ¿comprende?, que yo me estuviera quieto en casa, tranquilo, acurrucado en medio de todos sus amorosos y apasionados cuidados; gozando del orden perfecto que reina en todas las habitaciones, de la lindeza de todos los muebles; de aquel silencio de espejo que había antes en mi casa, medido por el tictac del reloj de péndulo del comedor. ¡Eso querría ella! Ahora, yo le pregunto a usted, para hacerle comprender lo absurdo..., ¡qué digo, absurdo...! la macabra ferocidad de esa pretensión; le pregunto si cree posible que las casas de Avezzano, las casas de Messina, sabiendo que un terremoto iba a destrozarlas dentro de poco, habrían podido estarse allí tranquilamente, a la luz de la luna, ordenadas fila a lo largo de calles y plazas, obedientes al plano regulador de la comisión edilicia municipal. ¡Hasta las casas de piedras y vigas se habrían escapado! ¿Se imagina usted a los ciudadanos de Avezzano, a los de Messina, desnudándose tranquilamente para acostarse, doblando sus ropas, colocando los zapatos a la puerta de la habitación, tapándose bajo las mantas y gozando la suavidad de las sábanas bordadas, sabiendo que dentro de unas horas estarían todos muertos? ¿Le parece posible?

PARROQUIANO: Pero..., ¿acaso su señora...?

HOMBRE: ¡Déjeme hablar! Si la muerte, señor fuera como uno de esos insectos extraños, repugnantes, que a veces descubre uno encima de sí... Va usted por la calle; un transeúnte lo para de improviso, y, con cautela, con los dedos extendidos, le dice: «¿Me permite, caballero? Lleva usted la muerte encima.» Y, con aquellos dos dedos extendidos, la pilla y la arroja... ¡Sería magnífico! Pero la muerte no es como esos insectos repugnantes. ¡Cuántos que están paseándose, tan alegres y confiados, quizá la llevan encima! Nadie la ve; y ellos están tranquilamente haciendo proyectos para mañana o pasado mañana. Ahora, yo ... (Se levanta) ¡Mire, caballero!, venga usted aquí ... (Lo hace levantarse y lo lleva junto a la farola encendida), aquí, junto a esta luz..., venga... Voy a enseñarle una cosa... Mire aquí, debajo de mi bigote... ¿Ve usted esta acerola violácea? ¿Sabe cómo se llama esto? ¡Ah! Tiene un nombre dulcísimo..., más dulce que un caramelo: epitelioma, se llama. Pronuncie la palabra, y sentirá su dulzura: epitelioma...; la muerte, ¿comprende?, ha pasado. Me ha puesto esta flor en la boca, y me ha dicho: «Tenla, querido: volveré a pasar dentro de ocho o diez meses.» (Pausa) Ahora, dígame usted si con esta flor en la boca, puedo estarme en casa tranquilo y quieto, como quisiera aquella desgraciada. (Pausa) Le grito: «¿Ah, sí? ¿Quieres que te dé un beso?» «¡Sí, bésame!» Pero, ¿no sabe usted lo que hizo la semana pasada? Con un alfiler se arañó aquí, en el labio; luego me agarró la cabeza y quería besarme... besarme en la boca.... porque dice que quiere morirse conmigo. (Pausa) Está loca. (Luego, con ira) ¡Yo no me estoy en casa! ¡Quiero estar detrás de los escaparates de las tiendas, yo, para admirar la habilidad de los dependientes! Porque..., usted comprenderá..., si en un momento siento el vacío dentro de mí... Puedo también matar, como el que no hace nada, toda la vida de uno que no conozco...; sacar el revólver y matar a uno que, como usted, haya tenido la desgracia perder el tren... (Se ríe) No, no; no tenga miedo caballero: ¡es una broma! (Pausa) Me voy. (Pausa) Me mataré yo, si acaso... (Pausa) Pero..., ¡en esta época hay unos albaricoques tan ricos...! ¿Cómo los come usted? Con toda la boca, ¿verdad? Se abren por la mitad; se oprimen con los dedos..., como labios jugosos..., ¡ah, qué delicia! (Se ríe. Pausa) Mis respetos a su distinguida esposa y a sus hijas, que están de veraneo. (Pausa) Me las imagino vestidas de blanco o de azul celeste, en un hermoso prado, a la sombra... (Pausa) Y mañana, al llegar, me hará usted un pequeño favor: me figuro que el pueblo estará cerquita de la estación; al amanecer, puede usted hacer el caminito a pie. La primera mata de hierba que vea usted en el borde... Cuente usted por mí los tallos que tiene. Tantos tallos tenga.... tantos días me quedan de vida. (Pausa) Pero elija usted una mata muy espesa, por favor. (Se ríe; luego:) Buenas noches caballero. (Y se va canturreando, con la boca cerrada, el motivo de la «Mandolina lejana», hacia la esquina de la derecha; pero luego se acuerda de que la mujer está allí esperándolo; se vuelve y va hacia la otra esquina, mientras el PARROQUIANO PACÍFICO, casi desmayado, lo sigue con la mirada)

TELÓN


[Traducción de Idelfonso Grande, Miguel Bosch Barret para Plaza & Janés]