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Es curioso ver cuánto tarda uno en darse cuenta de los beneficios que la naturaleza ha prodigado sobre nosotros. Sólo recientemente me di cuenta de la suerte que he tenido de no sufrir nunca de dolores de cabeza, estómago o muelas. Leí el otro día que Cardan, en su biografía, escrita cuando se aproximaba a los ochenta años, se vanagloriaba de tener todavía quince dientes. He contado los míos y veo que tengo veintiséis. He tenido varias enfermedades graves, tuberculosis, disentería, malaria y qué sé yo cuántas más, pero no he bebido nunca con exceso ni he comido demasiado y estoy sano de cuerpo y espíritu. Es evidente que no se pueden esperar grandes placeres de la edad avanzada si no se goza de buena salud y se dispone de unos ingresos adecuados. No tienen necesidad de ser muy grandes, porque las necesidades son muy pocas. El vicio es caro y, siendo viejo, es fácil ser virtuoso. Pero ser viejo y pobre es mala cosa; depender de los demás para las necesidades de la vida es peor; estoy agradecido al favor del público que me permite no solamente vivir de una manera confortable, sino satisfacer mis caprichos y ayudar a aquellos que tienen derechos adquiridos sobre mi. Los viejos se inclinana a la avaricia. Tienden a usar su dinero para mantener su dominio sobre los que dependen de ellos. No siento en mí impulso alguno de sucumbir ante estas calamidades. Tengo una buena memoria, salvo para los nombres y las fisonomías., y recuerdo muy bien todo lo que he leído. La desventaja de esto es que habiendo leído todas las grandes novelas del mundo dos o tres veces, no puedo volverlas a leer ya con deleite. Hay pocas novelas modernas que exciten mi interés y no sé qué sería de mis ratos de ocio si no fuese por las innumerables novelas policíacas que son tan absorventes para pasar el tiempo y que uno olvida en cuanto ha terminado de leerlas. Jamás me ha interesado leer libros sobre materias que no eran de mi incumbencia y no puedo todavía decidirme a leer libros sobre entretenimientos o instrucción de gentes y lugares que no significan nada para mí. No me interesa la historia de Siam, ni las costumbres y usos de los esquimales. No quiero leer la vida de Manzoni y mi curiosidad respecto a Hernán Cortés está satisfecha con saber que él se detuvo sobre una colina de Darien. Puedo leer todavía con placer los poetas que leí en mi juventud y con interés los de hoy. Me alegro de haber vivido lo suficiente para poder leer los últimos poemas de Yeats y Eliot. Soy capaz de leer todo lo que pertenece al doctor Johnson y casi todo lo que pertenece a Coleridge, Byron y Shelley. Los años le roban a uno la emoción que ha encontrado cuando por primera vez se leyeron las grandes obras maestras del mundo; esto no se puede recuperar nunca. Se dice, al contrario, que releer algo que un día nos ha hecho sentir, como el Watcher of the Skies de Keats, fuerza a la conclusión que, en el fondo, no había para tanto. Pero hay un tema en el que consigo hallar todavía el mismo apasionamiento, y es la filosofía, no la filosofía que es mera discusión y áridos tecnicismos. "Vana es la palabra del filósofo que no cura ningún sufrimiento del hombre", sino la filosofía que trata de los problemas ante los cuales nos enfrentamos. Platón, Aristóteles (a quien se trata de frío, pero en quien, si se tiene un poco de sentido del humor, puede hallarse gran placer), Plotino y Spinoza, con otros varios modernos, entre ellos Bradley y Whitehead, no dejan nunca de entretenerme y excitar mi interés. Después de todo, ellos y los trágicos griegos tratan de la únicas cosas que son importantes para el hombre. Exaltan y tranquilizan. Leerlos es navegar bajo una suave brisa en un mar interior sembrado de innumerables islas.

Hace diez años expuse esporádicamente en The Summing Up las impresiones y pensamientos que la experiencia, la lectura y mis meditaciones me habían inspirado respecto a Dios, la inmortalidad y el concepto de la vida, y no creo desde entonces haber encontrado motivo para cambiar de opinión sobre estas materias. Si tuviese que escribirlo nuevamente procuraría tratar un poco menos superficialmente el acuciante tema de los valores y quizá encontraría algo menos azarosos de decir sobre la intuición, tema sobre el cual ciertos filósofos han edificado un imponente edificio de conjeturas, pero que me parece ofrecer muy inseguras bases para levantar sobre ellas otra cosa que un Castillo de Quimeras, como la pelota de ping-pong bailando sobre el chorro de agua en una barraca de tiro.