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Hace diez años hice mi postrera inclinación en la escena (metafóricamente hablando, porque después de mis primeras comedias me opuse a someterme a la indignidad de tal costumbre); la Prensa y mis amigos creyeron que no lo decía en serio y que al cabo de un año o cosa así saldría de mi retiro; pero ni lo hice ni tengo deseos de hacerlo. Hace algunos años decidí escribir cuatro novelas más y dar por terminado este capitulo también. Una la he escrito ya. (No cuento una novela de guerra que escribí como parte de la obra de guerra que me pidieron en América que hiciese y que encontré pesada de hacer), pero ahora veo poco probable que escriba las otras tres. Una de ellas es la historia de un milagro ocurrido durante el siglo dieciséis en España; la segunda sobre la estancia de Maquiavelo en casa de César Borgia en la Romagna, quien le dio la mayor parte de material para su obra El Príncipe, y me proponía intercalar en su conversación el material en que fundó su obra La Mandrágora. Sabiendo con cuánta frecuencia el autor construye su ficción sobre materiales de su propia experiencia, insignificantes a menudo y hechos interesantes o dramáticos sólo por su facultad de creación, creí que podía ser divertido invertir los términos y, por la comedia, adivinar los acontecimientos que pudieron ocasionarla. Pensaba terminar con una novela sobre una familia de la clase trabajadora de los suburbios de Bermondsey. Me parecía un digno fin terminar mi carrera con el mismo tema sobre la pobreza londinense con que la había empezado cincuenta años antes. Pero ahora me alegra conservar estas tres novelas como un entretenimiento de mis solitarias réveries. Asi es cómo el autor halla mayor placer en sus libros; una vez los ha escrito no le pertenecen ya, y no puede entretenerse con las conversaciones y las acciones de las personas hijas de su fantasía. Tampoco creo, a los setenta años o más, estar en condiciones de escribir algo de positivo valor. Falla el incentivo, la energía, la inventiva. La historias de la literatura, unas veces con piadosa conmiseración, pero más a menudo con cortante indiferencia, repudia las obras de la vejez de los más famosos autores, y he sido triste testigo de lamentables fracasos de autores de talento amigos mios cuando sus facultades no eran más que vagas sombras de lo que habían sido. Lo mejor que un autor puede describir es su propia generación y es cordura dejar que la generación que sigue elija sus propios exponentes. Lo harán, se lo permita él o no. Su lenguaje será griego para ellos. No creo poder escribir nada más que pueda añadir al modelo que he tratado de formar de mi vida y mis actividades. Me he completado a mi mismo y estoy dispuesto a haber llegado al fin.

Un síntoma de que es cordura en mi hacer lo que digo es que así como he vivido siempre pensando más en el futuro que en el presente, me doy cuenta ahora de que llevo ya tiempo ocupándome principalmente del pasado. Acaso sea muy natural, siendo el futuro tan corto y tan largo mi pasado. Siempre he hecho planes por adelantado y los que he llevado a cabo; ¿qué planes puedo hacer ya? ¡Quién sabe lo que puede traernos el año próximo o el que le seguirá, en qué circunstancias viviremos y si será posible vivir como hemos vivido hasta ahora! El velero en que me gustaba surcar las aguas azules del Mediterráneo ha sido confiscado por los alemanes, los italianos me han quitado mi coche, mi casa fue ocupada por los italianos y ahora lo está por los alemanes, y mis muebles, mis libros y mis cuadros, si no han sido robados, están diseminados por una y otra parte. Pero nadie puede mostrarse más indiferente a todo esto que yo. He gozado de todos los placeres que un hombre puede desear, y un par de habitaciones, tres comidas al dia y el acceso a una buena biblioteca bastarán para colmar mis necesidades.

Mis réveries tienden a menudo a estar relacionadas con mi lejana juventud. He hecho varias cosas que lamento, pero no dejo que me torturen; me digo que no fui yo quien las hizo, sino el otro "yo" diferente que era entonces. He perjudicado a algunos, pero no pudiendo reparar los perjuicios que causé, he procurado beneficiar a otros. Algunas veces pienso con cierta tristeza en las oportunidades de relación sexual que me he perdido cuando estaba en edad de gozar de ellas; pero sé que no podía menos que perderlas, porque siempre fuí muy remilgado y cuando llegaba el momento una repulsión física me impedía a veces lanzarme a una aventura que anteriormente inflamó mi imaginación con el deseo. He sido más casto de lo que quise ser. Mucha gente habla demasiado y la vejez es locuaz. Aun cuando he tenido siempre más inclinación a escuchar que a hablar, temo que estos últimos tiempos he caído en el vicio de charlatanería, y apenas me di cuenta de ello me preocupé de corregirlo. Porque el hombre de edad está en estado transitorio y debe andarse con cautela. Debe preocuparse de no ser molesto. Es una indiscreción imponer su compañía a los jóvenes, porque los pone en situación violenta; no pueden ser ellos mismos en su presencia y tiene uno que ser muy obtuso si no se da cuenta de que su marcha es un alivio para ellos. Si ha causado alguna sensación en el mundo, buscarán en alguna ocasión su compañía, pero será muy tonto si no se da cuenta de que no es por interés hacia él, sino para poder más tarde vanagloriarse de ello con la gente de su misma edad. Para ellos es como haber escalado una montaña, no para gozar de la vista que se disfrutó desde la cumbre, sino para referir la hazaña después del descenso. El hombre de edad hará bien en frecuentar la compañía de sus contemporáneos y si tiene suerte, puede hallar con ellos su placer. Los imbéciles no lo son menos cuando se hacen viejos y un imbécil viejo es cien veces más pesado que uno joven. No sé quién es más intolerable, si la gente de edad que se niega a rendirse a los ataques del tiempo y se conduce con una nauseabunda frivolidad, o los que han arraigado hondamente en los tiempos pasados y no soportan un mundo que se ha negado a envejecer con ellos. Siendo así las cosas, poco porvenir parece haber para el hombre de edad, cuando los jóvenes no quieren su compañía y encuentra aburrida la de sus contemporáneos. Nada le queda fuera de sí mismo, y considero una extraordinario fortuna que no haya encontrado jamás ninguna compañía tan agradable como la mía. Jamás me han gustado las grandes reuniones con mis semejantes y considero un afortunado privilegio de mis años poder rechazar una inviación a una fiesta o largarme silenciosamente de ella cuando he acabado de divertirme. Ahora que la soledad me es impuesta más y más, más y más contento estoy con ella. El año pasado pasé algunas semanas solo en una casita de las riberas del Combahee, sin ver a nadie, y ni sentí la soledad ni me aburrí. Regresé con disgusto a Nueva York cuando el calor y los anofeles me obligaron a abandonar mi retiro.