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A título de postscriptum. Ayer cumplí setenta años. Al entrar en cada una de las décadas triunfantes, aunque quizá no sea racional, es lógico considerarlas como un acontecimiento trascendental. Cuando cumplí treinta años, mi hermano me dijo: "Ya no eres un muchacho, eres un hombre y tienes que ser hombre." Cuando cumplí cuarenta me dije: "Es el final de mi juventud." A mi quincuagésimo cumpleaños me dije: "Es inútil hacerse ilusiones; es la media edad y hay que resignarse." A los sesenta me dije: "Es tiempo ya de poner mis asuntos en orden; estamos en el umbral de la vejez y debo hacer mis cuentas." Decidí retirarme del teatro y escribí The Summing Up, en el cual traté de resumir en provecho mío todo lo que había aprendido de la vida y la literatura, lo que había hecho y la satisfacción que me había procurado. Pero de todos los cumpleaños creo que el septuagésimo es el más trascendental. Uno ha alcanzado las tres décadas que el hombre está acostumbrado a aceptar como la concedida expansión del hombre y sólo pueden considerarse aquellos años como un remanente hurtado a unas inciertas contingencias mientras el viejo Tiempo, con su guadaña, tiene la cabeza vuelta hacia el otro lado. A los setenta años no se encuentra ya uno en el umbral de la vejez; está de lleno en ella.
En la Europa continental existe una amable costumbre que se practica cuando un hombre que ha alcanzado cierta distinción llega a esta edad. Sus amigos, sus colegas, sus discípulos (si es que tiene alguno) se reúnen para escribir un volumen de ensayos en su honor. En Inglaterra no damos a nuestros hombres eminentes tal halagüeña marca de estima. A lo más le damos una cena, y sólo la damos si es verdaderamente eminente. Asistí a una de estas cenas cuando H.G Wells alcanzó los setenta años. Bernard Shaw, magnífica figura con sus ochenta años, su barba y su cabello blancos, su piel clara y sus ojos brillantes, hizo un discurso. Se mantuvo muy erguido, con los brazos cruzados, y con su agudo humorismo dijo una serie de cosas sumamente embarazosas para el héroe de la velada y cada uno de los asistentes. Fue un discurso de lo más divertido, pronunciado con una voz resonante y con admirable elocuencia, y su fuerte acento irlandés subrayaba y al mismo tiempo mitigaba su malicia. Wells, con la nariz pegada al manuscrito, leyó su discurso con voz aguda. Habló con coquetería de su avanzada edad y no sin su natural agresividad protestó contra la idea que cualquiera de los presentes pudiese tener de que el aniversario, con el subsiguiente banquete, indicase el menor deseo de poner fin a sus actividades. Afirmó que estaba tan dispuesto como siempre a poner el mundo boca abajo.
Mi cumpleaños pasó sin ceremonias. Trabajé como de costumbre por la mañana y por la tarde fui a dar un paseo por los bosques que hay detrás de mi casa. Jamás he podido averiguar qué es lo que da a esos bosques su misterioso atractivo. Son bosques como no he vito nunca. Su silencio parece más profundo que cualquier otro silencio. Los cedros macizos, con su robusto follaje, están festoneados por el gris de los musgos como una mortaja hecha jirones, las heveas en esta época carecen de hojas y los racimos de bayas de los arbustos están secos y amarillos; aquí y allá algún otro pino, con su rico verde rutilante, se eleva por encima de los demás árboles. En estos bosques abandonados e incultos hay una curiosa extrañeza, y aunque vaya uno solo, no se siente solo porque se tiene la extraña sensación de que seres invisibles, ni humanos ni inhumanos, flotan alrededor de nosotros. Algunas veces, por detrás de un árbol, parece asomarse un sombra que nos contempla pasar. Hay una atmósfera de suspensión, como si todo lo que hay alrededor nuestro estuviese esperando que algo ocurriese.