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De nuevo la miró con un gesto de ruego preocupado, pensando en el niño pero rogando por él.

- No lo seremos -dijo ella con diligencia.

- No -dijo él-. No, no creo que seáis infelices.

Hubo entonces una pausa. Las campanas del pueblo daban con precipitación las campanadas de mediodía. Y eso significaba la hora de comer.

Ella se deslizó por su quimono gris de crepé, y se ató a la cintura un ancho cinturón verde. Después le introdujo al niño una camiseta azul por la cabeza, y se fueron hacia la casa.

Sentados a la mesa observaba a su marido, su rostro gris y urbano, su canoso pelo, sus modales tan correctos y su completa moderación al beber y comer. De vez en cuando él la miraba a ella, furtivamente, bajo sus negras pestañas. Tenía los ojos de un dorado grisáceo, como de animal que ha sido capturado demasiado joven y ha sido criado en completa cautividad.

Salieron a tomar el café a la terraza. Abajo, más allá, por la cuesta del acantilado, se veía a un campesino y su esposa, sentados bajo un almendro, cerca del trigo verde, tomando el almuerzo extendido sobre un mantel en el suelo. Había una gran hogaza de pan y vasos con el vino tinto.

Julieta colocó a su esposo de espaldas a este paisaje; ella se sentó de frente. Entre otras cosa porque en el momento en que ella y Mauricio habían salido a la terraza, el campesino la había mirado a ella con fijeza.

V

Ella le conocía perfectamente. Él era bastante corpulento, un individuo fuerte de unos treinta y cinco años y daba continuos bocados al pan. Su esposa era delgada, de tez oscura, elegante, triste. No tenían hijos. Esto era todo lo que Julieta sabía.

El campesino trabajaba solo en la finca de enfrente. Siempre llevaba la ropa muy limpia y cuidada, pantalones blancos y cainisetas de colores, y un sombrero de paja. Tanto su esposa como él tenían ese aire de tranquila superioridad que pertenece a los individuo, no a su clase.

Su atractivo radicaba en su vitalidad, una veloz energía que le daba un gran encanto a sus mvimientos, aunque era robusto y fuerte. Durante los primeros días antes de que ella tomase el sol, Julieta se lo había encontrado entre las rocas cuando había trepado hasta allí. Él había sabido de ella antes de que ella le viese, por eso, cuando le miró, él se quitó el sombrero mirándola con timidez y orgullo con sus grandes ojos azules. Su rostro era ancho, quemado por el sol, tenía un bigote recortado y castaño, cejas anchas, casi tan espesas como el propio bigote, juntas bajo la frente ancha.

- ¡Oh! -dijo ella-. ¿Puedo pasar por aquí?

- Por supuesto -respondió él con esa prisa cálida que caracterizaba su movimiento-. A mi patrón no le importa que usted pase por sus tierras cuando quiera.

Y echó la cabeza hacia atrás con la rápida, vívida y tímida generosidad de su naturaleza. Se fue inmediatamente. Pero instantáneamente ella había reconocido la violenta generosidad de su sangre y su violenta timidez.

Desde entonces ella le veía en la lejanía cada día, y se dio cuenta de que era una persona autosuficiente, como un animal rápido, y se dio cuenta de que su esposa lo amaba intensamente con unos celos que casi eran odio; porque, probablemente, él deseaba pararse un rato...

Un día, cuando un grupo de campesinos estaban sentados bajo un árbol, le vio bailar ágil y alegre con un niño: su esposa le miraba taciturna.

Gradualmente Julieta, y él habían llegado a intimar en la distancia. Ambos eran conscientes el uno del otro. Ella sabía, por la mañana, el momento en que llegaba con su burro. Y en el momento en el que ella aparecía en la terraza él se volvía a mirarla. Pero nunca se saludaban. Ella incluso le echaba de menos cuando no iba a trabajar a la finca.

Un día por la mañana que había estado paseando desnuda, por entre el acantilado, se había tropezado con él cuando él se estaba agachando, y con sus poderosos hombros iba cargando la leña que recogía y llevaba hasta el burro. Él la vio cuando levantó el acalorado rostro, y ella iba de retirada. Una llama atravesó sus ojos, y una llama se le encendió a ella en el cuerpo, fundiéndole los huesos. Pero la mujer retrocedió silenciosa por entre los arbustos y se fue por donde había venido. Y ella se preguntaba con un cierto resentimiento por ese extraño silencio en el que él trabajaba, escondido por entre los matorrales. Tenía esa facultad de los animales salvajes.

Desde entonces existía un dolor firme de consciencia en el cuerpo de ambos, aunque ninguno de los dos lo admitiría, y ninguno de los dos mostrase ningún signo de reconocimiento. Sin embargo la esposa de él era instintivamente consciente.

Y Julieta había pensado: ¿Por qué no puedo ver a ese hombre y criar a su hijo? ¿Por qué tendría que identificar mi vida con la vida de él? ¿Por qué no estar con él durante una hora, o tanto como dure el deseo? Ya hay entre nosotros una chispa.

Pero no mostró nunca ni un solo indicio. Y ahora le veía mirar hacia arriba desde donde estaba sentado con su ropa blanca, frente a su esposa vestida de negro, mirando a Mauricio. La esposa se volvió y miró también, taciturna.

Julieta sintió el rencor apoderarse de ella. Tendría que soportar de nuevo al hijo de Mauricio. Lo había visto en los ojos de su marido. Y lo supo desde su respuesta, cuando había hablado con él.

- ¿Vendrás a tomar el sol también desnudo? -le preguntó.

- Bueno, sí. Si que me gustaría mientras estoy aquí. Supongo que no nos ven.

Había un cierto brillo en sus ojos, un desesperado tipo de coraje nacido del deseo, y miró la prominencia elevada de sus pechos bajo la bata. Porque él era un hombre que también se enfrentaba a mundo y su deseo masculino no había sido satisfecho. Se atrevería a ir a tomar el sol, incluso aunque hiciese el ridículo.

Pero él olía el mundo, y todas sus cadenas y sus cobardes perrunas. Él estaba marcado con la marca que no era la marca de contraste.

Madura ahora, y toda bronceada por el sol, y con un corazón como una rosa caída, ella había deseado ir hacia el ardiente y tímido campesino y parir a su hijo. Sus sentimientos se le había ido cayendo como pétalos. Había visto la sangre roja en su quemado rostro, el ardor en sus ojos azules y sureños, y su respuesta había sido un borbotón de fuego. Él habría sido un fecundo baño de sol para ella, y lo deseaba.

Sin embargo su próximo hijo sería de Mauricio. La fatal cadena de la continuidad haría que así fuerse.


[Heroínas modernas, traducción de Pilar Mañas Lahoz para Celeste]

[Ilustraciones de Paul Gauguin]