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- ¡Hola, Mauricio! -dijo ella retirándose un poco de él-. No te esperaba tan pronto.

- No -dijo él-. Me las he arreglado para escaparme un poco antes. Y de nuevo volvió a toser con torpeza.

Permanecieron de pie, bastante alejados el uno del otro y en silencio.

- Allí está el niño -dijo ella señalando hacia la sombra donde un golfillo desnudo recogía los limones caídos.

El padre lanzó una pequeña sonrisa.

- ¡Ah, sí, allí está! Está hecho un hombrecito -dijo. Estaba como atemorizado con su espíritu reprimido y nervioso-. ¡Hola, Johnny! -le dijo con debilidad-. ¡Hola, Johnny!

El niño levantó la cabeza, soltando los limones de sus regordetes brazos, pero no respondió.

- Supongo que deberemos ir por él -dijo Julieta según comenzaba a caminar hacia el sendero. Su marido la seguía, mirando el movimiento rápido y rosado de sus caderas, que ella iba contorsionando en el hueco de su cintura. Estaba aturdido de admiración pero también de completa pérdida. ¿Qué iba a hacer con él mismo? Estaba completamente fuera de lugar, con aquel traje gris oscuro y su sombrero gris claro y el rostro también gris y monástico de un hombre de negocios tímido.

- Tiene buen aspecto ¿verdad? -dijo Julieta, mientras atravesaban un profundo mar de flores amarillas bajo los limoneros.

- ¡Sí, claro. Está espléndido espléndido! ¡Hola, Johnny! ¿No conoces a papá? ¿No conoces a papá, Johnny?

Se agachó y le extendió los brazos.

- ¡Limones! -dijo el niño, gorjeando como un pajarillo-. ¡Dos limones!

- ¡Dos limones! --dijo el padre- ¡Montones de limones!

El niño se acercó y le puso un limón en cada mano. Después el niño le dio la espalda.

- ¡Dos limones! -repitió el padre-. ¡Ven aquí, Johnny! ¡Ven y dile «hola» a papá!

- ¡Papá se va! -dijo el niño.

- ¿Irme? Bueno, sí, pero hoy no.

Y cogió al niño en brazos.

- ¡Quita la chaqueta! ¡Papá quita la chaqueta! -dijo el niño, apartándose de la ropa.

- ¡De acuerdo, hijo! ¡Papá se quita la chaqueta!

Se quitó la chaqueta y la colocó a un lado, después volvió a coger al niño en brazos. La mujer desnuda contemplaba al niño desnudo en los brazos del hombre en mangas de camisa. El niño le había retirado el sombrero, y Julieta miraba el lacio pelo gris y negro de su marido, y no estaba fuera de lugar. Era completamente familiar. Permaneció en silencio durante un rato, mientras que el padre hablaba con el niño que admiraba a su padre.

- ¿Qué piensas hacer, Mauricio? -dijo ella de pronto.

La miró con rapidez.

- ¿Hacer acerca de qué?

- Acerca de todo. De esto. Yo no puedo regresar.

- Bueno -dudó-. Supongo que no, al menos todavía no.

- Nunca -dijo ella y se hizo un silencio.

- Bueno, pues no sé -dijo él.

- ¿Crees que te puedes venir aquí? -dijo ella.

- Sí. Puedo quedarme un mes. Creo que me las puedo arreglar durante un mes -dijo dudando. Después la miró con timidez y escondió la cara de nuevo.

Ella le buscó la cara con la mirada, sus pechos se agitaban con suspiros, como si una brisa de impaciencia los sacudiera.

- No puedo volver -dijo con lentitud-. No puedo abandonar este sol. Si tú no puedes venirte aquí...

Ella terminó la frase con una entonación abierta. Él la volvió a mirar, furtivamente, pero con admiración y confusión.

- ¡No! -dijo él-. ¡Esto te va bien! ¡Estás espléndida! No, no creo que debas volver.

Pensaba en ella en el piso de Nueva York, pálida, silenciosa, presionándole. Él era el espíritu de la timidez discreta en las relaciones humanas y la hostilidad terrible y silenciosa de ella desde que naciera el niño le atemorizaba profundamente. Porque se había dado cuenta de que ella no podía evitarlo. Las mujeres eran así. Sus sentimientos habían tomado diferentes direcciones, incluso contra sus propias voluntades, y era horrible, horrible vivir en la casa con una mujer así, cuyos sentimientos eran contrarios incluso a ella misma. Él se había sentido demolido bajo la cruz de su inevitable enemistad. Ella se había demolido incluso a sí misma y también al niño. No, cualquier cosa menos eso.

- Pero ¿y tú? -preguntó ella.

- ¿Yo? Ah, bueno. Yo puedo continuar con los negocios y venir aquí a pasar las vacaciones, puedes quedarte el tiempo que quieras -Miró entonces hacia el suelo y después levantó la cabeza para mirarla a ella con un tono de súplica en sus preocupados ojos.

- ¿Incluso para siempre?

- Bueno, sí, si eso es lo que deseas. Aunque para siempre es mucho tiempo. Ahora no vamos a poner una fecha.

- ¿Y puedo hacer lo que quiera? -y le miró fijamente a los ojos como desafiándole. Y él no tenía ningún poder frente a su desnudez rosácea y curtida por el viento.

- Bueno, sí. Supongo. Mientras que no seáis infelices ni tú ni el niño.