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Entonces fue y se sentó con su cuerpecito desnudo y regordete sobre el regazo desnudo de la madre y ella le atusó el pelo brillante. No le dijo nada sabiendo que todo había pasado ya. El poder tranquilizador del sol la colmaba, colmaba todo aquel lugar como un hechizo; y la serpiente formaba parte de aquel lugar, junto con ella y el niño.

Otro día, en el seco muro de una de las terrazas de los olivos, vio una serpiente negra reptando horizontalmente.

- ¡Marinina! -dijo-, he visto una serpiente negra. ¿Son peligrosas?

- ¡Oh! Las serpientes negras, no; pero las amarillas sí. Si te pica una serpiente amarilla te mueres. Pero me asustan, me asustan incluso las negras cuando las veo.

Julieta continuó yendo al ciprés con el niño. Pero siempre miraba alrededor antes de sentarse y examinaba detenidamente los lugares a los que el niño pudiera acercarse. Después se tumbaba y tomaba el sol de nuevo con sus pechos bronceados y erectos, en forma de pera. No pensaba en el futuro. Rechazaba pensar fuera de su jardín y no podía escribir cartas. Le pedía a la niñera que se las escribiera.

IV

Transcurría marzo y el sol era cada vez más fuerte. En las horas de calor se resguardaba bajo la sombra de los árboles o bajaba hasta la fresca arboleda de los limoneros. El niño corría a distancia como un joven animalillo absorto por la vida.

Un día estaba sentada al sol en la cuesta del barranco después de haberse bañado en uno de los grandes aljibes. Más allá, bajo la sombra de los limoneros el niño corría entre las flores amarillas, recogiendo los limones caídos y saltando con su cuerpecito bronceado por entre salpicaduras de luz, moviéndose por entre la luz veteada.

De pronto, en el borde alto de la tierra contra el cielo azul pálido apareció Marinina con un pañuelo negro en la cabeza y llamándola cadenciosamente: «¡Señora, señora Julieta!».

Julieta se volvió, poniéndose de pie. Marinina se quedó quieta durante un momento mirando a la mujer que estaba desnuda, el pelo claro teñido de sol como una nubecilla. Después, la anciana, ágil, bajó la cuesta del empinado camino. Permaneció de pie y erecta a unos pasos de la mujer bronceada por el sol, y la miró con picardía

- ¡Qué hermosa está usted! -dijo fríamente, casi con ironía-. Allí está su marido.

- ¡Mi marido! -exclamó Julieta.

La anciana soltó un gruñido de risa, la mueca de una mujer del pasado.

- ¿No tiene usted un marido? -dijo burlonamente.

- ¿Pero dónde está?

La vieja miró por encima del hombro.

- Iba siguiéndome -dijo-, pero no habrá encontrado el sendero. -Y volvió a soltar otra risa.

Las veredas estaban cubiertas de hierbas altas y de flores, de modo que eran como surcos de pájaros en un lugar eternamente silvestre. Extraña la naturaleza agreste y vívida de los lugares antiguos de la civilización, un estado agreste donde no hay desolación.

Julieta miró a su sirvienta con ojos reflexivos.

- ¡Ah, bien! -dijo finalmente-. Déjale que venga.

- ¿Aquí? ¿Ahora? -preguntó Marinina mirando con ojos grises y burlones a Julieta. Después se encogió de hombros.

- De acuerdo, como quiera. Pero es un sitio raro para él.

Y comenzó a reírse por lo bajo. Después señaló al niño que estaba recogiendo montones de limones. «Mire qué precioso está el niño. Le encantará verlo. Voy a traerlo».

- Sí, tráigalo -dijo Julieta.

La anciana volvió a subir la cuesta rápidamente. Mauricio estaba allí entre los viñedos como perdido, con el rostro grisáceo, con un sombrero de fieltro gris y un traje gris oscuro. Parecía estar patéticamente fuera de lugar bajo aquel sol tan espléndido y la gracia del mundo griego antiguo; como un borrón de tinta sobre la cuesta incandescente.

- ¡Venga! -le dijo Marinina-. ¡Están allí abajo!

Y le llevó hasta la vereda dando zancadas a través de las hierbas. De pronto se paró en la )arte más alta de la cuesta. Las copas de los limoneros lucían oscuras n la parte baja.

- Tiene usted que bajar hasta allí -le dijo, y él le dio las gracias mirándola rápidamente.

Era un hombre de unos cuarenta años, afeitado, de rostro pálido, calmoso y muy tímido. Mantenía sus negocios sin éxitos asombrosos pero con eficacia. No se fiaba de nadie. La anciana de la Magna Grecia le miró: «Es bueno -se dijo- pero no es un hombre de veras, pobrecito».

- ¡Allí abajo está la señora! -dijo Marinina señalando hacia abajo como una de las parcas.
Él dijo de nuevo: «¡Gracias, gracias!», sin expresión alguna, y se adentró despacio en el sendero. Marinina levantó la cabeza con una alegre perversidad. Después se encaminó hacia la casa.

Mauricio iba contemplando el camino por entre la maraña de hierbas mediterráneas Y por eso no vio a su esposa hasta que llegó a una curva ya bastante próxima a donde estaba ella. Ella estaba de pie y desnuda al lado de una roca que sobresalía, brillando al sol y con una cálida vida. Sus pechos parecían elevarse alertas para escuchar, sus muslos parecían oscuros y raudos. Le lanzó una mirada rápida y nerviosa según se iba acercando como si fuese un borrón de tinta en el papel secante.

El pobre Mauricio dudó y miró para otra parte. Volvió la cara.

- Hola, Julia -dijo con una tosecita nerviosa-. ¡Espléndido! ¡Espléndido!

Avanzó con la cara hacia otro lado, lanzándole breves miradas mientras que ella seguía de pie con el satinado brillo del sol en su piel bronceada. De algún modo no parecía estar tan terriblernente desnuda. Era como si el rosáceo bronceado del sol la vistiese.