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Por eso se untaría un poco de aceite de oliva en la piel, y vagaría un momento por el oscuro submundo de los limoneros, y se colocaría una flor del limonero en el ombligo y se reiría de sí misma. Podría darse la casualidad de que algún campesino la viese. Pero si esto ocurriese él tendría más miedo de ella que ella de él. Ella conocía el pálido foco del miedo en los cuerpos vestidos de los hombres. Lo conocía incluso en su propio hijo. ¡Cómo desconfiaba de ella, ahora que se reía de él dándole el sol en la cara! Ella insistía en que caminase desnudo al sol. Y ahora su cuerpecillo estaba también de color rosa, el pelo rubio le caía espeso por la frente y las mejillas tenían un color escarlata en el dorado delicado de su piel soleada.

Era hermoso y sano y las sirvientas que adoraban su color rojo, dorado y azul, le llamaban ángel del cielo. Pero el niño desconfiaba de su madre: se reía de él. Y ella veía en sus grandes ojos azules, bajo el entrecejo, ese foco de miedo, el recelo, que ella creía ver ahora en el centro de todos los ojos masculinos. Ella lo llamaba miedo al sol.

- Teme al sol -se decía mirando en los ojos del niño.

Y cuando le miraba caminando torpemente, tambaleándose, dando volteretas al sol, haciendo esos ruiditos como graznidos de pájaro, veía que se mantenía tenso y escondiéndose del sol, dentro de sí mismo. Su espíritu era como un caracol en su concha, en una grieta fría y húmeda dentro de sí mismo. Le hacía pensar en el padre del niño. Le gustaría poder hacer que saliese de sí mismo, que se escapara en un gesto de temeridad y salutación. Decidió llevarle con ella bajo el ciprés entre los cactus. Tendría que vigilarle, por las espinas. Pero seguramente en ese lugar saldría de su pequeña concha. Esa tensión civilizada desaparecería de su frente.

Extendió una alfombrilla para el niño y le sentó allí. Después se quitó la blusa y se tumbó mirando un halcón allá en lo azul y la copa suspendida del ciprés. El niño jugaba con algunas piedras en la alfombra. Cuando el niño se levantaba para caminar ella también se incorporaba. Él se volvía para mirarla. En sus ojos azules estaba lo cálido y desafiante de lo masculino. Y era guapo, con ese tono escarlata en el rubio dorado de la piel. No estaba blanco. Su piel estaba ya oscuramente dorada.

- Ten cuidado con los pinchos, cariño -decía.

- Pinchos -repetía el niño con un gorjeo de pájaro mirándola por encima de su hombro, dubitativo como el querubí desnudo de un cuadro.

- Estúpidos pinchos.

- Pinchos.

Se tambaleaba con sus sandalitas por entre las piedras, agarrándose a la hierbabuena seca y silvestre. Ella era rápida como una serpiente en cogerle cuando se iba a caer en las chumberas. Incluso estaba sorprendida de sí misma: «¡Qué gato salvaje estoy hecha!», se decía.

Todos los días le llevaba al ciprés cuando lucía el sol.

- Ven -le decía-. ¡Vamos al ciprés!

Y si el día estaba nublado y soplaba la tramontana entonces no bajaban y el niño le pedía continuamente: «Al ciprés, al ciprés».

Lo echaba de menos tanto como ella. No era sólo tomar el sol. Era mucho más que eso. Algo profundo dentro de ella se desplegaba y se relajaba y ella se entregaba. Por algún misterioso poder en su interior, más profundo que su conciencia y su voluntad, se ponía en conexión con el sol y una corriente fluía de su ser, de su vientre. Ella misma, su ser consciente, era secundario, una persona secundaria casi una espectadora. La verdadera Julieta era ese flujo oscuro que emanaba desde su profundo cuerpo hacia e1 sol. Siempre había sido dueña de sí misma, consciente de lo que estaba haciendo y mantenía en tensión su propio poder. Ahora sentía dentro de sí misma otro tipo de poder, algo más grande que ella misma, fluyendo por sí mismo. Ahora era como imprecisa pero tenía un extraño poder más allá de ella misma.

III

A finales de febrero, de repente, hizo mucho calor. La flor del almendro caía como nieve rosa por el leve roce de la brisa. Las pequeñas y sedosas anémonas violetas florecían, los asfódelos creían en capullos y el mar estaba azul anciano. Julieta había dejado de preocuparse por cualquier cosa. Ahora la mayor parte del tiempo permanecían desnudos al sol y eso era lo que ella quería. A veces bajaba a bañarse hasta el mar. A menudo vagabundeaba por entre las rocas donde brillaba el sol y estaba lejos de las miradas. Algunas veces veía a un campesino con su burro y él la veía a ella. Pero ella estaba allí con su hijo tan tranquila y la fama de los efectos curativos del sol, tanto para el espíritu como para el cuerpo, se había difundido entre la gente, por lo tanto no era tarsorprendente. El niño y ella estaban ya bronceados con un tostado rosáceo. «Soy otra persona», se decía a sí rnisma cuando se miraba los pechos y los muslos rosa y oro. El niño también era otra criatura, con una concentración peculiar, tranquila y soleada. Ahora jugaba solo en silencio ya no le notaba apenas. Ya parecía no darse cuenta de que estaba solo.

La brisa soplaba y el mar era ultramarino. Se entaba al lado de la gran huella plateada del ciprés, se adormecía al sol pero sus pechos estaban alertas, Henos de savia. Comenzaba a ser consciente de que alguna actividad estaba produciéndose en ella, una actividad que la llevaría a un nuevo modo de vida. Aún así no quería ser consciente. Conocía demasiado bien el frío y gran montaje de la civilización del que era tan dificil evadirse. El niño se había apartado unos pasos más allá en la vereda rocosa tras el gran seto de cactus. Ella le veía, un auténtico infante dorado de los vientos, con el pelo rubio y las mejillas rojas recogiendo las sarracenias moteadas y colocándolas en ristras. Ya sabía mantenerse de pie y era rápido ante los imprevistos, como un joven animal que jugase absorto y silencioso.

De pronto le oyó decir: «Mira, mami, mami, mira». Una nota en su vocecita de pájaro la hizo levantarse bruscamente hacia él. El corazón se le quedó paralizado. La estaba mirando por encima de su hombrito desnudo y le señalaba con su descuidada manita una serpiente que se había erguido a unos pasos de él y abría sus fauces de modo que la lengua bífida y blanda temblaba como una sombra negra emitiendo un breve silbido.

- ¡Mira, mami!

- ¡Sí, cariño. Es una serpiente! -dijo con una voz profunda y lenta.

El niño la miró con sus grandes ojos azules dudosos de si sentir miedo o no. Una cierta quietud de sol en ella lo tranquilizó.

- ¡Serpiente! -gorjeó el niño.

- ¡Sí, cariño. No la toques, puede morderte!

La serpiente se iba, desenroscándose de la espiral en la que había estado plácidamente dormida y despacio iba deslizando su cuerpo largo y marrón dorado con lentas ondulaciones. El niño se volvió y la miró en silencio. Entonces dijo:

- ¡La serpiente va!

- ¡Sí, déjala que se vaya. Le gusta estar sola!

El niño todavía contemplaba aquella largura lenta y dilatada que se iba escondiendo con indolencia.

- ¡La serpiente va... va...! -dijo.

- ¡Sí. Se ha ido! ¡Ven con mami!