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Sin embargo, pronto, iba a comenzar a sentir el sol dentro de ellos, más cálido que lo que el amor había sido, más cálido que la leche o las manos de su niñito. Por fin, por fin sus pechos eran como grandes uvas blancas bajo el ardiente sol. Se quitaba toda la ropa y se tumbaba desnuda al sol y mientras estaba tumbada contemplaba a través de sus dedos al imponente sol, su redondez azul y palpitante con los bordes externos manando brillos. ¡Latiendo con un maravilloso azul, y vivo, y fluyendo fuego blanco por sus contornos, el sol! Él la contemplaba allá abajo con una mirada de fuego azul, y envolvía sus pechos y el rostro, la garganta, su cansado vientre, las rodillas, los muslos y los pies.

Yacía con los ojos cerrados, el color de una llama rosa a través de sus párpados. Era demasiado. Recogía hojas y se las ponía sobre los ojos. Después se tumbaba de nuevo al sol, como una calabaza blanca que ha de madurar hasta ponerse dorada.

Podía sentir el sol penetrándole incluso hasta en los huesos; no, incluso más allá, incluso en las emociones y en los pensamientos. Las oscuras tensiones de su emoción comenzaban a alejarse, los oscuros y fríos coágulos de sus pensamientos conienzaban a disolverse. Estaba comenzando a sentir calor por toda ella. Volviéndose de espaldas, dejaba los hombros disolverse al sol, el lomo, la parte trasera de los muslos, incluso los talones. Y allí permanecía tumbada, medio aturdida con perplejidad por lo que le estaba sucediendo. Su corazón cansado y frío se iba fundiendo, y al fundirse se evaporaba. Una vez vestida, se volvía a tumbar y miraba al ciprés cuya copa, un filamento flexible, se dejaba mecer por la brisa. Mientras tanto, era consciente del imponente sol deambulando por, el cielo.

Así, aturdida, volvía a casa, viendo a medias, cegada y aturdida por el sol. Y su ceguera era como una riqueza, y su conciencia pesada, cálida y débil, era como una abundancia.

- ¡Mami! ¡Mami! -el niño corría hacia ella, llamándola con esa pequeña angustia de deseo, siempre requiriéndola. Ella estaba sorprendida de que su adormecido corazón, por una vez no sintiese esa ansiosa angustia recíproca. Cogía al niño en brazos pero pensaba: «No debería de ser tan pelmazo. Si tomara el sol renacería».

La molestaban sus manitas agarrándose a ella, aferrándosele al cuello. Le retiraba las manos de la garganta. No quería que la tocasen. Cuidadosamente ponía al niño en el suelo.

- ¡Varnos, corre! ¡Corre al sol!

Una y otra vez le quitaba la ropa y le ponía en la terraza desnudo al sol.

- ¡Juega al sol! -le decía.

El niño estaba asustado y quería llorar. Pero ella, en la cálida indolencia de su cuerpo, y con la completa indiferencia de su corazón le lanzaba una naranja rodando por las losas rojas y el niño con su suave e informe cuerpecito daba pasos hacia ella. Después, inmediatamente se le agarraba, pero la soltaba porque la sentía rara contra su carne. Y el niño se volvía hacía ella, quejoso, haciendo mohínes para llorar, asustado porque estaba desnudo.

- ¡Tráeme la naranja! -le decía ella, asombrada de su profunda indiferencia respecto a la inquietud del niño-. ¡Tráele a mami la naranja!

- No crecerá, como su padre -se decía-. «Como un gusano que no ha visto nunca el sol».

II

Tenía en su mente continuamente al niño como un tormento de responsabilidad, como si al haberlo tenido tuviese que responder por su completa existencia. Incluso, cuando moqueaba, le resultaba repulsivo y con un aguijonazo en las entrañas se decía a sí misma: «Mira lo que has parido».

Ahora sin embargo se había producido un cambio. Ya no estaba vitalmente interesada en el niño, se había despojado de la tensión de su ansiedad. Y el niño se iba esforzando.

Reflexionaba sobre el sol en su esplendor y en su unión con él. Su vida era ahora un completo ritual. Yacía, siempre despierta, antes del alba, contemplando las primeras luces tornándose doradas, para saber si la niebla se posaría en la orilla del mar. Su alegría era cuando el sol se levantaba todo fundido en su desnudez y lanzaba un fuego blanco y azulado contra la ternura del cielo. Pero algunas veces aparecía rojizo como una criatura grande y tímida. Y otras veces ascendía, lento y de rojo carmín con una mirada de cólera empujando lentamente y abriéndose camino a codazos. Otras veces no podía verlo, entonces solamente las nubes despedían un tono dorado y escarlata desde arriba según se movía tras el muro.

Era afortunada. Las semanas pasaban y aunque la aurora algunas veces estaba nublada y la tarde a veces estaba gris, no había ningún día sin sol y la mayoría de los días, aunque fuese invierno, transcurrían radiantes. Entonces aparecían, malvas y rayadas, las florecillas silvestres del azafrán, los narcisos también silvestres con sus estrellas invernales colgando.

Cada día bajaba hasta el ciprés que estaba en el bosquecillo de cactus en la loma de rocas amarillentas. Ahora era más sabia y sutil, y vestía sólo una camisa gris perla y sus sandalias. De este modo en un instante, en cualquier nicho escondido, se ponía desnuda a tomar el sol. Y en el momento en el que se cubría se volvía gris e invisible.

Cada día, por la mañana, se tumbaba a los pies del plateado y poderoso ciprés mientras el sol cabalgaba jovial por el cielo. Para entonces ya reconocía al sol en cada una de las fibras de su cuerpo, ya no le quedaba ni una sombra de frío. Y su corazón, ese corazón tenso y ansioso, había desaparecido como una flor que se marchita al sol y sólo deja un cofre de semillas maduras.

Reconocía al sol en el cielo, de un azul fundido con sus filos blancos e igneos, lanzando fuego. Y aunque brillaba sobre el mundo, cuando yacía desnuda, se concentraba sobre ella. Ésa era una de las maravillas del sol, podía brillar sobre un millón de personas y aún podía seguir siendo radiante, espléndido y único enfocándola a ella sola.

Con el reconocimiento del sol, y la convicción de que el sol la conocía a ella en el sentido carnal y cósmico de la palabra, le sobrevino un sentimiento de aislamiento de la gente y un cierto desprecio por los seres humanos. ¡Eran tan poco elementales, tan alejados del sol! Eran tan parecidos a los gusanos.

Incluso los campesinos que subían con sus burros por aquel camino antiguo y rocoso, curtidos por el sol como estaban, incluso ellos no estaban bien soleados. Había un pequeño foco, blanco y blando, como de temor, como un caracol en su cascarón, donde el espíritu de los hombres se retraía por miedo a la muerte, por miedo al resplandor natural de la vida. El hombre no se atrevía a emerger: siempre internamente acobardado. Todos los hombres eran así. ¿Por qué admitirlos?

Por su indiferencia respecto a la gente, respecto a los hombres, ahora ya no era tan precavida para que no la viesen. Le había dicho a Marinina, que le hacía las compras en el pueblo, que el médico le había mandado tomar baños de sol. Con eso era suficiente. Marinina era una mujer de unos sesenta años, alta, delgada, recta, con el pelo rizado y gris, y ojos también de un gris oscuro que tenían la sagacidad de miles de años, con una sonrisa en la que subyace toda una larga experiencia. La tragedia es la falta de experiencia.

«Debe de ser hermoso ponerse desnuda al sol», decía Marinina con una risa audaz en la mirada mientras contemplaba a la otra mujer. El pelo de Julieta, claro y cortado en forma de melena, se le rizaba en las sienes como una pequeña nube. Marinina era una mujer de la Magna Grecia y tenía recuerdos lejanos. Miró de nuevo a Julieta: «Pero hay que ser hermosa para no ofender al sol ¿no? -añadía con esa sonrisita extraña y entrecortada propia de las mujeres del pasado. «¿Quién sabe si soy hermosa?», dijo Julieta. Pero bella o no, ella se sentía apreciada por el sol, lo cual era lo mismo.

Al sol de mediodía, algunas veces se escabullía por entre las rocas y los acantilados en el barranco donde colgaban los limones con una sombra eterna y fresca y en el silencio se quitaba la blusa para lavarse en uno de los pilones verdes y claros: entonces se daba cuenta a la luz verde y pelada bajo las hojas del limonero de que todo su cuerpo estaba rosáceo y que se estaba poniendo dorado. Era otra persona. Entonces recordaba que los griegos habían dicho que un cuerpo blanco y poco soleado era un cuerpo de pescado y malsano.