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Acepté en el acto la sugestión. Encaré inmediatamente el futuro inmediato. Pasé aquellas horas interminables instándolo a esconderse en alguna parte. Recuerdo haber dicho que si, realmente, yo estaba destinado a escribir el supuesto "quento", un desenlace feliz era preferible. Soames repitió las últimas palabras con intenso desprecio.
- En la Vida y en el Arte -dijo- lo que importa es un final inevitable.
- Pero -insistí con una confianza que no sentía- un final que puede evitarse no es inevitable.
- Usted no es un artista -replicó-. Tan poco artista es, que lejos de poder imaginar una cosa y darle semblanza de verdad, usted va a conseguir que una cosa verdadera parezca imaginaria. Usted es un miserable chambón.
Protesté; el miserable chambón no era yo... no iba a ser yo, sino T. K. Nupton; tuvimos una discusión agitada, en medio de la cual me pareció que Soames, bruscamente, comprendió que no tenía razón: Se encogió todo. Me pregunté por qué miraba fijamente detrás de mí. Lo adiviné con un escalofrío. El portador del "inevitable" final llenaba el pórtico.
Logré darme vuelta en la silla y decir, fingiendo despreocupación:
- ¡Ah! pase adelante. -Tenía un absurdo aspecto de villano de melodrama que atenuó mi temor. El brillo de su ladeado sombrero de copa y de su pechera, la continua retorsión del bigote y, sobre todo, la magnificencia de su desdén, prometían que sólo estaba ahí para fracasar.
Un paso y estaba en nuestra mesa.
- Deploro -dijo implacablemente- disolver esta amena reunión, pero...
- Usted no la disuelve, usted la completa -le aseguré-. Mr. Soames y yo teníamos que hablarle. ¿No quiere tomar asiento? Mr. Soames no sacó ningún provecho (francamente, ninguno) del viaje de esta tarde. No sugerimos que todo el asunto es una estafa, una estafa vulgar. Al contrario, creemos que usted ha procedido lealmente. Pero el convenio, si es posible darle ese nombre, queda por supuesto anulado.
El Diablo no me contestó. Miró a Soames y con el índice rígido señaló la puerta. Soames deplorablemente se levantaba cuando, con un desesperado gesto rápido, tomé dos cuchillos de postre y los puse en cruz. El Diablo reculó dando vuelta la cara y estremeciéndose.
- ¡Es usted un supersticioso! -protestó.
- De ninguna manera -respondí con una sonrisa.
- ¡Soames! -dijo como dirigiéndose a un subalterno, pero sin volver la cabeza-, ponga esos cuchillos en su lugar.
Con un gesto a mi amigo, dije enfáticamente al Diablo:
- Mr. Soames es un satanista católico -pero mi pobre amigo acató la orden del Diablo, no la mía; y ahora, con los ojos de su amo fijos en él, se escurrió hacia la puerta. Quise hablar; fue él quien habló.
- Trate -me suplicó mientras el Diablo iba empujándolo-, trate que sepan que existí.
Yo salí también. Me quedé mirando la calle: A derecha, a izquierda, al frente. Había luz de luna y luz de los faroles; pero no Soames ni el otro. Me quedé aturdido. Aturdido, entré en el restaurante; y supongo que pagué a Berthe o a Rose. Así lo espero, porque no volví nunca al Vingtième. Tampoco volví a pasar por Greek Street. Y durante años no pisé Soho Square, porque ahí di vueltas y vueltas esa noche, con la esperanza oscura del hombre que no se aleja del lugar en el que ha perdido algo... "Alrededor y alrededor de la plaza desierta", ese verso retumbaba en mi soledad y con ese verso, toda la estrofa, recalcando la trágica diferencia de la escena feliz imaginada por el poeta y su verdadero encuentro con aquel príncipe que, de todos lo príncipes del mundo, es el menos digno de nuestra fe.
Pero -¡cómo divaga y erra la mente de un ensayista, por atormentada que esté!- recuerdo haberme detenido ante un extenso umbral, preguntándome si no sería ahí mismo donde e! joven de Quincey yació, mareado y enfermo, mientras la pobre Ann corría a Oxford Street, esa "madrastra de corazón de piedra", y volvía con la ropa de oporto que le salvó la vida. ¿No sería ese el mismo umbral que solía visitar en homenaje el viejo De Quincey? Pensé en el destino de Ann, en los motivos de su brusca desaparición; y me recriminé por dejar que el pasado se superpusiera al presente. ¡Pobre Soames, desaparecido!
También empecé a preocuparme por mí. ¿Qué debía hacer? ¿Habría un escándalo? -Misteriosa Desaparición de un Autor, y todo lo demás.- La última vez que lo vieron a Soames, estaba conmigo. ¿No convendría tomar un coche e ir directamente a Scotland Yard? Me creerían loco. Después de todo, me dije, Londres es muy grande; una figura tan vaga podía fácilmente desaparecer inadvertida, especialmente ahora, en la deslumbrante luz del Jubileo. Resolví no decir nada.
Y tuve razón. La desaparición de Soames no produjo la menor inquietud. Fue totalmente olvidado antes de que alguien notara que ya no andaba por ahí. Tal vez algún poeta o algún prosista habrá preguntado: ¿Y ese individuo Soames?, pero nunca oí esa pregunta. Tal vez el ahogado que le pagaba su renta anual hizo investigaciones, pero no trascendió ningún eco.
En ese párrafo del repugnante libro de Nupton, hay un problema. ¿Cómo explicarse que el autor, aunque he mencionado su nombre y he citado las palabras precisas que va a escribir, no advierte que no he inventado nada? Sólo hay una respuesta: Nupton no habrá leído las últimas páginas de este informe. Esta omisión es muy grave en un erudito. Espero que mi trabajo sea leído por algún rival contemporáneo de Nupton y sea la ruina de Nupton.
Me agrada pensar que entre 1992 y 1997 alguien habrá leído este informe y habrá impuesto al mundo sus conclusiones asombrosas e inevitables. Tengo mis razones para pensar que así ocurrirá. Comprenderán ustedes que la sala de lectura donde Soames fue proyectado por el Diablo, era, en todos sus detalles, igual a la que lo recibirá el 3 de junio de 1997. Comprenderán ustedes que en ese atardecer el mismo público llenará la sala y ahí también estará Soames, todos haciendo exactamente lo que ya hicieron. Ahora recuerden lo que dijo Soames sobre la sensación que produjo. Me replicarán que la mera diferencia de traje bastaba para hacerlo notable en esa turba uniformada. No dirían eso si alguna vez lo hubieran visto. Les juro que en ningún período Soames podría ser notable. El hecho de que la gente no le quite la vista y que lo siga y que parezca temerlo, sólo puede aceptarse mediante la hipótesis de que están esperando, de algún modo, su visita espectral. Estarán esperando con horror si realmente viene. Y cuando venga, el efecto será horrible.
Un fantasma auténtico, garantido, probado, pero ¡sólo un fantasma! Nada más. En su primera visita, Soames era una criatura de carne y hueso, pero los seres que lo recibieron eran fantasmas, fantasmas sólidos, palpables, vocales, pero inconscientes y automáticos, en un edificio que también era una ilusión. La próxima vez, el edificio y la gente serán verdaderos. De Soames no habrá sino el simulacro. Me gustaría pensar que está predestinado a visitar el mundo realmente, físicamente, conscientemente. Me gustaría pensar que le ha sido otorgada esta breve fuga, este modesto recreo, para entretener su esperanza. No paso mucho tiempo sin recordarlo. Está donde está, y para siempre. Los moralistas rígidos pensarán que él tiene la culpa. Por mi parte, creo que el destino se ha ensañado con él. Es justo que la vanidad sea castigada; y la vanidad de Enoch Soames era, lo admito, extraordinaria y exigía un tratamiento especial. Pero la crueldad es siempre superflua. Ustedes dirán que se comprometió a pagar el precio que ahora paga; sí, pero sostengo que hubo fraude. El Diablo, siempre bien informado, tiene que haber sabido que mi amigo no ganaría nada con su visita al porvenir. Todo fue un miserable engaño. Cuanto más lo pienso, más odioso me parece el Diablo.
Desde aquel día en el Vingtème, lo he visto varias veces. Sólo una, sin embargo, lo he visto de cerca. Fue en París. Yo caminaba una tarde por la Rue d'Antin cuando lo vi venir, demasiado vistoso, como siempre y revoleando un bastón de ébano, como si fuera el dueño de la calle. Al pensar en Enoch Soames y en los millares de víctimas que gimen bajo el poder de esa bestia, un gran enojo frío me acometió; me erguí cuanto pude. Pero, bueno; uno está tan acostumbrado a sonreír y a saludar en la calle a cualquier conocido, que el acto es casi autónomo. Al cruzarme con el Diablo, sé, miserablemente, que lo saludé y sonreí. Mi vergüenza fue dolorosa cuando él me miró fijamente y siguió de largo.
Ser desairado, deliberadamente desairado por él. Estuve, estoy aún, indignado de que eso me pasara.
[Max Beerbohm. Seven Men (1919). Relato extraido de la Antología de la literatura fantástica, de Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares, Editorial Sudamericana-Edhasa]
[Las ilustraciones de que acompañan el relato son del propio Max Beerbohm, y están en su mayoría extraídas de la página de la Tate Gallery... Debido al aspecto desvaido que presentaban, han sido todas ecualizadas automáticamente, por lo cual no podemos afirmar que los colores sean exactamente los mismos que uso Beerbohm]