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- Todos -dijo- se parecían entre ellos.

Mi mente dio un tremendo salto.

- ¿Todos vestidos de lana?

- Sí, me parece. Un color gris amarillento.

- ¿Una especie de uniforme? -Asintió.- ¿Con un número, tal vez? ¿Un número en un disco de metal, cosido en la manga izquierda? ¿DKF 78910, algo por el estilo? -Así era.- ¿Y todos, hombres y mujeres, con un aire muy cuidado? ¿muy utópico? ¿y con olor a ácido fénico? ¿y todos depilados? -Siempre acerté, salvo que Soames no estaba seguro de si estaban depilados o rapados.- No tuve tiempo de mirarlos detenidamente -explicó.

- No, desde luego. Pero...

- Me clavaban los ojos, le aseguro. Atraje mucho la atención -¡Por fin había logrado eso!- Creo que los asusté un poco. Se retiraban, cuando yo me acercaba. Me seguían, a distancia, por todas partes. Los empleados del pupitre del medio tenían una especie de pánico cuando les pedía informes.

- ¿Qué hizo usted cuando llegó?

Naturalmente, fue derecho a mirar el catálogo, a los tomos de la S, y se detuvo mucho tiempo ante S N - S O F, incapaz de sacarlo del estante porque eran tan fuertes los latidos del corazón... Me dijo que al principio no se sintió decepcionado; pensó que podían haberse hecho nuevas clasificaciones. Fue al pupitre del medio y preguntó por el catálogo de libros del siglo XX. Le dijeron que había sólo un catálogo. Volvió otra vez a buscar su nombre. Se fijó en los tres títulos que conocía tan bien.

Luego se quedó sentado un rato largo.

- Y entonces -murmuró- consulté el Diccionario Biográfico y algunas enciclopedias... Regresé al pupitre del medio y pregunté cuál era el mejor libro moderno sobre la literatura de fines del siglo XIX. Me dijeron que el libro de Mr. T. K. Nupton era considerado el mejor. Lo busqué en el catálogo y lo pedí. Me lo trajeron. Mi nombre no figuraba en el índice, pero... sí -dijo con un repentino cambio de tono-. Eso es lo que había olvidado. ¿Dónde está el papel? Démelo.

Yo también había olvidado esa hoja críptica. La encontré en el suelo y se la di.

La alisó, sonriendo de una manera desagradable.

- Me puse a hojear el libro de Nupton -prosiguió-. Leerlo, no resultaba fácil. Una especie de escritura fonética... Todos los libros modernos que vi eran fonéticos.

- Entonces, Soames, no quiero saber más.

- Los nombres propios se escribían como ahora. Si no fuera por eso, quizá no hubiera visto el mío.

- ¿Su nombre? ¿Realmente? Soames, me alegro mucho.

- Y el suyo.

- ¡No puedo creerlo!

- Pensé que nos veríamos esta noche. Por eso me tomé el trabajo de copiar el párrafo. Léalo.

Le arrebaté el papel. La letra de Soames era típicamente vaga. Esa letra, y la obscena ortografía, y mi excitación, me estorbaban para comprender lo que T. K. Nupton quería decir.

Tengo el documento a la vista. Es muy extraño que las palabras que transcribo fueron ya transcritas por Soames de aquí setenta y ocho años.


De la p. 274 de Literatura Britaniqa 1890-1900 x T. K. Nupton, publicado x el Estado, 1992: x ehemplo 1 sqritor de la epoqa, Max Beerbohm, qe bibió ast´öl siglo 20, sqribió 1 quento do ai 1 typo fiqtisio llamado Enoch Soames.- 1 pueta de tersera qategoría qe se qreía 1 henio e iso 1 paqto con el Diablo para saber qe pensaría dél la posteridá. Es una satyra un poqo forsada pero no sin balor x qe muestra qen serio se tomaban los ombres hóbenes desa déqada. Aora qe la profesión literaria a sido organisada como 1 seqtor del serbisio públiqo, los sqritores an enqontrado su nibel y an aprendido a aser su obligasión sin pensar en el maniana. El hornalero stá a I'altura del hornal; i eso es todo. Felismente no qedan Enoch Soames en esta époqa.


Descubrí que dando a la "h" el valor de la "j" y a la "q" el de la "c" fuerte (artificios que demuestran la progresiva incompetencia de los filólogos), podía descifrarse el texto. Aumentaron, entonces, mi perplejidad, mi horror, mi congoja. Era una pesadilla. A lo lejos, el espantoso porvenir de las letras; aquí, en la mesa, mirándome hasta ruborizarme, el pobre a quien, a quien, evidentemente... Pero no: Por más que me depravaran los años, no incurriría en la crueldad de...

Volví a mirar el manuscrito. "Fiqtisio"... pero Soames ¡ay! era tan poco ficticio como yo.

- Todo esto es muy desconcertante -alcancé a balbucear.

Soames no dijo nada, pero cruelmente no dejó de mirarme.

- ¿Está usted seguro -transé- de haber copiado esto, sin equivocarse?

- Plenamente.

- Bueno, entonces es el maldito Nupton, el que ha hecho (el que hará) un error estúpido... Vea. Soames, usted me conoce demasiado bien para imaginar que yo... Al fin y al cabo el nombre Max Beerbohm no tiene nada de excepcional y debe, de haber unos cuantos Enoch Soames en circulación (o, más bien, a cualquier cuentista se le puede ocurrir el nombre Enoch Soames). Y yo no escribo cuentos: Soy un, ensayista, un observador, un espectador... Reconozco que es una coincidencia extraordinaria. Pero usted debe comprender...

- Comprendo perfectamente -dijo Soames con serenidad. Y agregó, con algo de su antigua manera, pero con una dignidad que en él era nueva-: Parlons d'autre chose.