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"Señora. Como me consta que Su Majestad está llena de la sabiduría atesorada en sesenta años de reinado, me atrevo a pedirle consejo para un asunto confidencial. Mr. Enoch Soames, cuyos poemas usted puede o no conocer..."

¿No había manera de ayudarlo, de salvarlo? Un compromiso es un compromiso y jamás incitaré a nadie a eludir una obligación. No hubiera levantado un dedo para salvar a Fausto. Pero el pobre Soames, condenado a pagar con una eternidad de tormento una busca infructuosa y una amarga desilusión.

Me parecía raro y monstruoso que Soames, de carne y hueso, con su capa impermeable, estuviera en ese momento en la última década del otro siglo, hojeando libros aún no escritos y mirado por hombres aún no nacidos. Todavía más raro y más monstruoso, pensar que esta noche y para siempre estaría en el infierno. Bien dicen que la verdad es más extraña que la ficción.

Esa tarde fue interminable. Casi anhelé haber ido con Soames: no para quedarme en la sala de lectura, sino para dar una buena caminata de inspección por el futuro Londres. Intranquilo, tuve que andar y andar. Inútilmente procuré imaginar que yo era un deslumbrado turista del siglo XVIII. Los minutos, lentísimos y vacíos, eran intolerables. Mucho antes de las siete regresé al Vingtième.

Me senté en el mismo lugar. El aire entraba indiferente por la puerta a mi espalda. De vez en cuando, aparecían Rose o Berthe. Les dije que no pediría la comida hasta la llegada de Mr. Soames. Un organito empezó a tocar, ahogando el ruido de un altercado callejero. Entre vals y vals, oía las voces del altercado. Había comprado otro diario de la tarde. Lo abrí, pero mis ojos buscaban el reloj sobre la puerta de la cocina.

¡Sólo faltaban cinco minutos para las siete! Recordé que en los restaurantes los relojes se adelantan cinco minutos. Fijé mis ojos en el diario. Juré que no volvería a apartar la vista. Lo levanté, para no poder ver otra cosa... La hoja temblaba. Es la corriente de aire, me dije.

Mis brazos gradualmente se endurecían; me dolían; pero no podía bajarlos. Tenía una sospecha, una certidumbre. Los pasos rápidos de Berthe me permitieron, me obligaron a soltar el diario y a preguntar:

- ¿Qué vamos a comer, Soames?

- Il est souffrant, ce pauvre Monsieur Soames? -preguntó Berthe.

- Sólo está... cansado. -Le pedí que trajera vino Borgoña y algún plato ya listo. Soames estaba encorvado sobre la mesa, precisamente como antes, como si no se hubiera movido, él ¡que había ido tan lejos! Una o dos veces se me había ocurrido que su viaje tal vez no había sido estéril; que tal vez todos nos habíamos equivocado al juzgar la obra de Soames. Su rostro demostraba horriblemente que habíamos horriblemente acertado.- Pero, no pierda el ánimo -murmuré-. Quizá no ha esperado lo suficiente. De aquí dos o tres siglos, tal vez...

Volví a oír su voz.

- Sí. He pensado en eso.

- Y ahora... volviendo a un porvenir inmediato. ¿Dónde va a esconderse? ¿Qué le parece tomar el expreso a París, en Charing Cross? Tiene casi una hora. No vaya a París. Deténgase en Calais. Viva en Calais. Nunca se le ocurrirá buscarlo en Calais.

- Mi destino -dijo-. Pasar mis últimas horas con un asno. -No me ofendí.- Un asno pérfido - añadió extrañamente, entregándome un papel arrugado que tenía en la mano. Me pareció entrever un galimatías. Lo aparté, con impaciencia.

- ¡Vamos, Soames! ¡Ánimo! Esto no es una simple cuestión de vida o muerte. Es una cuestión de tormentos eternos. ¡Fíjese! ¿Usted va a someterse y esperar que vengan a buscarlo?

- ¿Qué voy a hacer? No me queda otra alternativa.

- Vamos, esto ya pasa de estímulo y confianza. Es el colmo del satanismo. -Le llené el vaso.- Sin duda, ahora que usted ha visto a ese bruto...

- ¿A qué insultarlo?

- Admita que tiene muy poco de miltoniano, Soames.

- No niego que me lo imaginaba algo distinto.

- Es un ordinario, es un ladrón internacional. Es el tipo de hombre que ronda por los corredores de los trenes y que roba las alhajas de las señoras. ¡Imagínese los tormentos eternos presididos por él!

- ¿Usted cree que me alegra esa perspectiva?

- Entonces, ¿por qué no desaparece, tranquilamente?

Una y otra vez llené su vaso; siempre, como un autómata, lo vaciaba; pero el vino no lo animaba. No comió y yo apenas probé bocado. Yo no creía que ninguna tentativa de fuga pudiera salvarlo. La persecución sería rápida; la captura, fatal. Pero cualquier cosa era preferible a esa espera pasiva, mansa, miserable. Le dije a Soames que por el honor del género humano debía ofrecer alguna resistencia. Me dijo que no le debía nada al género humano.

- Además -agregó-, ¿no entiende usted que estoy en su poder? Usted lo vio tocarme ¿no? Ya no hay nada que hacer. No tengo voluntad. Estoy condenado.

Hice un gesto de desesperación. Soames repetía la palabra "condenado". Empecé a comprender que el vino había nublado su cerebro. No era extraño: Sin comer había ido al porvenir; sin comer había regresado. Lo insté a que tomara un poco de pan. Pensar que él, que tenía tanto que contar, tal vez no contara nada...

- ¿Cómo era aquello? -le pregunté-. Vamos. Cuénteme sus aventuras.

- Permitirían escribir un cuento muy bueno. ¿No es verdad?

- Comprendo su estado, Soames, y no le hago el menor reproche. Pero ¿qué derecho tiene usted a insinuar que yo voy a escribir un cuento con su desgracia?

El pobre hombre se apretó la cabeza con las manos.

- No sé -dijo-. Tenía alguna razón, me parece... Trataré de acordarme.

- Está bien. Trate de acordarse de todo. Coma otro pedazo de pan. ¿Qué aspecto tenía la sala de lectura?

- El de siempre -murmuró al fin.

- ¿Había mucha gente?

- Como de costumbre.

- ¿Cómo eran?

Soames trató de recordarlos.