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- Es lo que usted me dijo hace tres años, cuando Fungoides apareció. -Me sonrojé aun más. No debía hacerlo, pues continuó-: Es lo único importante que le he oído decir en la vida y nunca lo he olvidado. Es la verdad. Es una espantosa verdad. Pero, ¿usted recuerda lo que yo contesté? "El reconocimiento no me importa un sou." Y usted me creyó. Usted ha seguido creyendo que estoy más allá de esas cosas. Usted es superficial. ¿Qué puede usted saber de los sentimientos de un hombre como yo? Usted se figura que la fe que un gran artista tiene en sí mismo y en el fallo de la posteridad basta para hacerlo feliz... Usted jamás ha adivinado la amargura y la soledad, la... -Su voz se quebró; luego prosiguió con un vigor que jamás le había conocido.- La posteridad. ¡Qué me importa! Un hombre muerto ignora que las personas están visitando su tumba, visitando el lugar de su nacimiento, inaugurando estatuas suyas. Un muerto no puede leer los libros que se escriben sobre él. ¡De aquí cien años! ¡Imagínelo! ¡Si entonces pudiera volver a la vida por unas pocas horas e ir a la sala de lectura, y leer! O mejor aun: Si pudiera proyectarme, en este momento, a ese porvenir, a esa sala de lectura, esta misma tarde. Por eso me vendería al diablo, cuerpo y alma. Piense en las páginas y páginas del catálogo: SOAMES, ENOCH, infinitamente, infinitas ediciones, comentarios, prolegómenos, biografías... -pero aquí lo interrumpió el crujido de una silla. Nuestro vecino se había levantado de su asiento. Se inclinó hacia nosotros, intrusivo y apologético.
- Permítame -dijo suavemente-. Me ha sido imposible no oír. ¿Puedo tomarme la libertad? En este restaurante sans façon -extendió las manos- ¿puedo, como quien dice, meter cuchara?
Tuve que asentir. Berthe apareció en la puerta de la cocina, creyendo que el forastero pedía la cuenta. Con el cigarro le hizo señas de que se alejara y un momento después estaba a mi lado, con los ojos puestos en Soames.
- Aunque no soy inglés -explicó- conozco bien a Londres. Su nombre y fama (los de Mr. Beerbohm también) me son muy conocidos. Ustedes se preguntarán ¿quién soy yo? -Miró rápidamente hacia atrás y dijo en voz baja-: Soy el Diablo.
No pude contenerme; solté la risa. Traté de ahogarla; comprendí que era injustificada. Mi grosería me avergonzó; pero reí aun más. La dignidad serena del diablo, el asombro y la contrariedad que manifestaron sus arqueadas cejas, aumentaron mi hilaridad. Me porté deplorablemente.
- Soy un caballero, y -agregó con énfasis- creí estar entre caballeros.
- No siga -dije jadeante-, no siga.
- Raro, nicht wahr? -oí que le decía a Soames-. Hay una clase de personas a quienes la simple mención de mi nombre les parece ridícula. En los teatros, basta que el comediante más estúpido diga "¡el Diablo!" para que se oiga "la carcajada sonora que delata la mente-vacía". ¿No es así?
Apenas acerté a pedirle disculpas. Las aceptó, pero con frialdad y volvió a dirigirse a Soames.
- Soy un hombre de negocios -dijo- y me gusta andar sin rodeos. Usted es un poeta. Les affaires usted los detesta. Muy bien. Pero nos entenderemos. Lo que usted dijo hace un momento me llena de esperanzas.
Soames no se había movido, salvo para encender otro cigarrillo. Seguía con los codos sobre la mesa, mirando fijamente al Diablo.
- Continúe -dijo. Ahora, no me quedaban ganas de reírme.
- Nuestro pequeño trato será tanta más agradable -prosiguió el Diablo- porque usted es, si no me equivoco, un satanista.
- Un satanista católico -dijo Soames.
El Diablo aceptó la enmienda, cordialmente.
- Usted desea -prosiguió- visitar ahora, esta misma tarde, la sala de lectura del Museo Británico, pero de aquí cien años ¿no es así? Parfaitement. El tiempo: una ilusión. El pasado y el porvenir son tan omnipresentes, como el presente, o están, como quien dice, a la vuelta. Puedo conectarlo con cualquier fecha. Lo proyecto, ¡paf! ¿Usted quiere encontrarse en la sala de lectura, tal como estará en el atardecer del 3 de junio de 1997? ¿Usted quiere encontrarse en esa sala, junto a las puertas giratorias, en este mismo momento, verdad, y quedarse ahí hasta que cierren? ¿No me equivoco?
Soames asintió.
El Diablo miró la hora.
- Las dos y diez -dijo-. De aquí un siglo, el horario de verano es el mismo: cierran a las siete. Eso le dará casi cinco horas. A las siete, ¡paf!, usted se encuentra aquí, en esta mesa. Ceno esta noche dans le monde, dans le higlif. Eso corona esta visita a su gran ciudad. Vendré a recogerlo aquí, Mr. Soames, y me lo llevo a casa.
- ¿A casa? -repetí.
- Humilde, pero es mi casa -dijo el Diablo sonriendo.
- Convenido -dijo Soames.
- ¡Soames! -supliqué. Pero mi amigo no movió un músculo.
El Diablo hizo el ademán de extender la mano y de tocar el antebrazo de Soames, pero se detuvo.
- De aquí cien años, como ahora -sonrió-, no se permite fumar en la sala de lectura. Por consiguiente, lo invito a...
Soames retiró el cigarrillo de la boca y lo dejó caer en el vaso de Sauternes.
- ¡Soames! -grité de nuevo-. No debe usted -pero el Diablo había extendido la mano. Con lentitud, la dejó caer en el mantel. La silla de Soames estaba vacía. El cigarrillo flotaba en el vaso de vino. No quedaba otro rastro de Soames.
Durante unos segundos el Diablo no movió la mano me observaba de reojo, vulgarmente triunfal.
Me sacudió un temblor. Haciendo un esfuerzo me dominé, y me levanté de la silla.
- Muy ingenioso -dije con insegura condescendencia- Pero, La Máquina del Tiempo es un libro delicioso, ¿no le parece? Tan original.
- A usted le gustan las burlas -dijo el Diablo, que se había levantado también-, pero una cosa es escribir sobre una máquina imposible, otra, muy distinta, ser una Potencia Sobrenatural. Con todo, yo lo había embromado.
Berthe acudió cuando nos íbamos. Le dije que Mr. Soames había tenido que irse, y que él y yo volveríamos a cenar. Afuera, me sentí mal. Sólo me queda un vago recuerdo de lo que hice, de los lugares que recorrí en el brillante sol de esa tarde infinita. Recuerdo los martillazos de los carpinteros en Piccadilly y el desnudo aspecto caótico de las tribunas a medio levantar. ¿Fue en el Green Park o Kensington Gardens, o dónde fue que me senté en una silla, bajo un árbol, y traté de leer? Hubo una frase en el artículo editorial que se apoderó de mí: "Muy pocas cosas permanecen ocultas a esta augusta Señora, llena de la sabiduría atesorada en sesenta años de reinado." En mi desesperación, recuerdo haber proyectado una carta (que llevaría a Windsor un mensajero con orden de esperar la respuesta).