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Harland era el más alegre, el más generoso de los críticos, y detestaba hablar de algo que no le entusiasmara. No se habló más de Soames. La noticia de que Soames tenía una renta moderó mi ansiedad. Supe después que era hijo de un librero arruinado, de Preston, y que había heredado, de una tía, una renta anual de trescientas libras esterlinas. No tenía parientes. Materialmente, pues, estaba en buena situación. Pero seguía en una pathos espiritual, más evidente ahora para mí, al sospechar que las alabanzas del Preston Telegraph se debían a que Soames era hijo de un vecino de Preston. Tenía mi amigo una especie de débil tenacidad que yo no podía sino admirar. Ni él ni su obra recibieron el más ligero estímulo, pero persistió en conducirse como un personaje. Donde se congregaban los jeunes féroces de las artes -en cualquier restaurante de Soho que descubrieran- ahí estaba Soames, en el medio, o más bien al borde, una vaga pero inevitable figura. Jamás trató de congraciarse con sus colegas, jamás renunció a su actitud arrogante cuando se trataba de su propia obra, ni a su desprecio por la ajena. Con los pintores era respetuoso, hasta la humildad; pero de los poetas y prosistas del Yellow Book y luego del Savoy nunca habló sino con desprecio. Nadie se resentía. Nadie reparaba en él, ni en su satanismo católico. Cuando en el otoño del 96 publicó, por su cuenta, el tercer libro, el último libro, nadie dijo una palabra a favor o en contra. Tuve la intención de comprarlo, pero me olvidé. Jamás lo vi y me avergüenza decir que ni siquiera recuerdo el título. Pero cuando se publicó le dije a Rothenstein que el pobre Soames era una figura trágica y que se iba a morir, literalmente, por falta de éxito. Rothenstein se burló. Dijo que yo fingía compasión; tal vez era cierto. Pero en el vernissage de la exposición del New English Art Club, pocas semanas después, vi un retrato, al pastel, de "Enoch Soames, esq.". Estaba idéntico, y era muy de Rothenstein haberlo hecho. Toda la tarde estuvo Soames al lado del cuadro, con la capa impermeable y con el chambergo. Cualquiera que lo conocía identificaba inmediatamente el retrato, pero el retrato no permitía identificar el modelo. "Existía" mucho más que él. Carecía de esa expresión de vaga felicidad que esa tarde podía notarse en el rostro de Soames. Volví dos veces más al salón y las dos veces Soames estaba exhibiéndose. Ahora me parece que la clausura de esa exposición fue la clausura virtual de su carrera. La fama, la proximidad de la fama, le había llegado tarde y por muy poco tiempo; extinguido ese halago, capituló. Él, que nunca se había sentido fuerte, parecía ahora afantasmado, una sombra de la sombra que era antes. Seguía frecuentando el Café Royal, pero, como ya no quería asombrar, ya no leía ahí.

- ¿Usted ahora sólo lee en el museo? -le pregunté con deliberada jovialidad. Me respondió que ya no iba nunca. "No hay ajenjo ahí" -murmuró-. Era el tipo de frase que antes hubiera dicho para impresionar; ahora parecía verdad. El ajenjo, antes un mero detalle de la personalidad que se había esforzado tanto en construir, era un consuelo y una necesidad, ahora. Ya no lo llamaba la sorcière glauque. Se había despojado de todas las frases francesas. Era un hombre de Preston, llano y sin barniz.

El fracaso, cuando es un fracaso total, llano y sin barniz, siempre tiene alguna dignidad. Yo lo evitaba a Soames, porque a su lado me sentía un poco vulgar. John Lane me había publicado dos libros y éstos habían obtenido un agradable succès d'estime. Yo mismo tenía una leve, pero indiscutible personalidad. Frank Harris me hacía colaborar en la Saturday Review; Alfred Hammersworth, en el Daily Mail. Yo era precisamente lo que Soames no era. Su presencia empañaba un poco mi brillo. Si yo hubiera sabido que él creía firmemente en la grandeza de su obra, no lo hubiera evitado. El hombre que no ha perdido su vanidad, no ha fracasado totalmente. La dignidad de Soames era una ilusión mía. Un día, en la primera semana de junio de 1897, esa ilusión se desvaneció. Pero en la tarde de ese día, Soames se desvaneció también.

Yo había estado fuera de casa toda la mañana, y como se me había hecho tarde para volver a almorzar, fui al Vingtième. Este modesto Restaurant du Vingtième Siècle, había sido descubierto en el 96 por los poetas y los prosistas; pero estaba más o menos abandonado a beneficio de alguna trouvaille posterior. Creo que no duró lo bastante para justificar su nombre; pero ahí estaba, en Greek Street, a pocos pasos de Soho Square y casi enfrente de la casa donde; en los primeros años del siglo, una muchachita y con ella un muchacho llamado De Quincey, acampaban de noche, en la oscuridad y en el hambre, entre el polvo, y las ratas, y viejos pergaminos legales. El Vingtième era un cuartito blanqueado, que daba por un lado a la calle y por el otro a una cocina. El propietario y cocinero era un francés, a quien le decían Monsieur Vingtième; los mozos eran sus dos hijas, Rose y Berthe; la comida, según fama, era buena. Las mesas eran tan angostas y estaban tan apretadas, que cabían doce, seis de cada lado.

Cuando entré, sólo las dos más próximas a la puerta estaban ocupadas. En una estaba sentado un hombre alto, vulgar, algo mefistofélico, que yo había encontrado en el Café Royal y en alguna otra parte. En la otra estaba Soames. Contrastaban extrañamente en esa pieza llena de sol: Soames, pálido, con la capa y con el inevitable chambergo, y ese otro, ese hombre de ofensiva vitalidad, cuyo aspecto siempre me hacía conjeturar que era un prestidigitador, o que traficaba en diamantes, o que dirigía una agencia de detectives. Estaba seguro de que Soames no deseaba mi compañía; pero pregunté, pues hubiera sido una grosería no hacerlo, si podía acompañarlo, y ocupé una silla frente a él. En silencio fumaba un cigarrillo ante una media botella de Sauternes y un salmi que no había probado. Dije que los preparativos del Jubileo hacían de Londres un lugar imposible. (Más bien me gustaban, realmente.) Manifesté un deseo de alejarme de la ciudad hasta que pasaran las fiestas. En vano me puse a tono con su tristeza. Sentí que su conducta me ponía en ridículo ante el desconocido. El pasillo entre las dos filas de mesas tenía apenas dos pies de ancho (Rose y Berthe, cuando se encontraban, apenas podían pasar y peleaban en voz baja) y de una mesa a la otra se oía plenamente la conversación. Pensé que el desconocido se divertía con mi fracaso en interesar a Soames, y como no podía explicarle que mi insistencia era sólo caritativa, me quedé silencioso. Sin volver la cabeza, lo veía perfectamente. Tenía la esperanza de parecer menos vulgar que él, comparado con Soames. Estaba seguro de que no era inglés, pero, ¿cuál era su nacionalidad? Aunque su pelo negro retinto estaba cortado en brosse, no me pareció francés. Hablaba en francés corrido con Berthe, que lo servía, pero no como si fuera su idioma. Deduje que era su primera visita al Vingtième; Berthe lo trataba con indiferencia; no había impresionado bien. El desconocido tenía ojos hermosos, pero -como las mesas del Vingtième- demasiado angostos y juntos. La nariz era aguileña y las rígidas guías del bigote le helaban la sonrisa. Decididamente, era siniestro. El chaleco punzó (tan fuera de estación), que envainaba el pecho vastísimo, agravaba mi sensación de incomodidad. Ese chaleco era malvado. Hubiera desentonado en el estreno de Hernani... Soames, brusca y extrañamente, rompió el silencio:

- ¡De aquí cien años! -murmuró como en un trance.

- No estaremos aquí -observé con más vivacidad que ingenio.

- No estaremos aquí. No -zumbó-, pero el museo estará precisamente donde ahora está. Y el salón de lectura, precisamente donde ahora está. Y habrá gente que podrá ir y leer. -Tragó el humo del cigarrillo y un espasmo, como de dolor, le contrajo la cara.

Me pregunté qué hilación de ideas seguía el pobre Soames. No lo supe cuando agregó, al cabo de una larga pausa:

- Usted cree que no me ha importado.

- ¿Qué no le ha importado, Soames?

- La indiferencia, el fracaso.

- ¿El fracaso? -dije cordialmente-. ¿El fracaso? -repetí vagamente-. La indiferencia, sí, tal vez; pero es otro asunto. Desde luego, usted no ha sido apreciado. ¿Pero qué importa? Los artistas que, que dan... - Lo que yo quería decir era: "Los artistas que dan al mundo cosas verdaderamente nuevas y grandes están condenados a una larga espera antes de que les reconozcan su mérito." Pero la frase no salía de mis labios; su congoja tan genuina y desnuda, me enmudeció.

Y entonces, él la dijo por mí. Me sonrojé.

- ¿Eso es lo que usted iba a decir? -preguntó.

- ¿Cómo lo supo?