[3/9]

Pero Soames había escrito un libro. Le pregunté a Rothenstein si había leído Negaciones. Dijo que había mirado el libro, "pero", añadió vivamente, "no entiendo nada de literatura". Una salvedad típica de la época. Los pintores de entonces no permitían que ningún profano juzgara de pintura. Esa ley, grabada sobre las tablas que Whistler trajo de la cumbre del Fujiyama, imponía ciertas limitaciones. Si las otras artes eran comprensibles a los hombres que no las ejercían, la ley se derrumbaba. Por consiguiente, ningún pintor juzgaba un libro sin prevenir que su juicio carecía de autoridad. Nadie es mejor juez literario que Rothenstein: pero no hubiera convenido decírselo en aquellos días. Comprendí que no me ayudaría a tener una opinión sobre Negaciones.

En aquel tiempo, no comprar un libro de un autor que yo conocía personalmente hubiera sido un imposible sacrificio. Cuando volví a Oxford, llevaba un ejemplar de Negaciones. Solía dejarlo sobre la mesa y cuando alguno de mis amigos me interrogaba, le decía:

- Es un libro bastante notable. Conozco al autor. -Nunca fui capaz de decir de qué se trataba. El prefacio no contenía la clave del exiguo laberinto; el laberinto, nada para explicar el prefacio.

Inclínate sobre la vida. Inclínate muy cerca, más cerca. La vida es un tejido y por lo tanto ni trama ni urdimbre sino tejido.

Por ello soy Católico en la iglesia y en la idea, pero dejo que la fugaz fantasía teja lo que a la lanzadera de la fantasía se le antoje.

Tales eran los párrafos iniciales del prólogo, pero los siguientes eran de comprensión menos fácil. Luego venía un cuento, Stark, sobre una midinette, que, según alcancé a comprender, había asesinado o estaba por asesinar a un maniquí. Era como un cuento de Catulle Mendès, del que hubieran traducido una frase sí y otra no. Después, un diálogo entre Pan y Santa Úrsula, que carecía, me parece, de vivacidad. Después algunos aforismos (titulados Aphorismata). En el libro había gran variedad de formas; esas formas habían sido elaboradas con mucho cuidado. La sustancia se me escapaba un poco. ¿Había sustancia? Llegué a pensar: Y si Enoch Soames fuera un tonto... Inmediatamente surgió una hipótesis rival: Si el tonto fuera yo... Resolví conceder a Soames el beneficio de la duda. Había leído L'Après-midi d'un Faune sin vislumbrar sentido alguno. Pero Mallarmé era un Maestro. ¿Cómo averiguar que Soames no lo era? En su prosa había cierta música, no muy llamativa, tal vez, pero obsesionante. Y quizá cargada de significaciones tan profundas como la de Mallarmé. Esperé sus poemas con espíritu abierto.

Los esperé con verdadera impaciencia después de mi segundo encuentro con Soames. Ocurrió una tarde de enero, en el Café Royal. Pasé al lado de un hombre pálido, sentado ante una mesa, con un libro abierto en las manos. Alzó la mirada, lo miré con la vaga sensación de que debí reconocerlo. Volví para saludarlo. Después de unas palabras, le dije:

- Veo que lo interrumpo -y estaba por despedirme, cuando Soames respondió con su opaca voz

- Prefiero que me interrumpan -Acatando su ademán, me senté.

Le pregunté si solía leer ahí.

- Sí; aquí leo cosas de esta clase -respondió indicando el título del libro-: Poemas de Shelley.

- Cosas que usted realmente -e iba a decir admira, pero dejé inconclusa la frase y me felicité de haberlo hecho así, porque Soames dijo con inusitado énfasis:

- Cosas de segundo orden.

Conocía muy poco a Shelley, pero murmuré:

- Por supuesto, es muy desigual.

- Yo opinaría que, precisamente, es la igualdad lo que lo mata. Una igualdad mortal. Por eso lo leo aquí. El ruido de este lugar rompe el ritmo. Es tolerable aquí. -Soames tomó el libro y ojeó las páginas. Echó a reír. La risa de Soames era un sonido gutural, solo y triste, no acompañado por ningún movimiento de la cara ni brillo de los ojos- iQué época! -exclamó cerrando el libro-. iQué país!

Algo nervioso, le pregunté si Keats no se mantenía a pesar de las limitaciones de la época y del país. Admitió que había pasajes en Keats, pero no los nombró. De los mayores, como él los llamaba, sólo parecía gustarle Milton.

- Milton -dijo- no era sentimental. Además, Milton tenía una oscura intuición. -Y luego-: Siempre puedo leer a Milton en la sala de lectura.

- ¿La sala de lectura?

- Del Museo Británico. Voy todos los días.

- ¿Va usted? Sólo estuve una vez. Me pareció más bien un lugar deprimente. Le quita a uno la vitalidad.

- Así es. Por eso voy. Cuanto menor la vitalidad, más sensible es uno al gran arte. Vivo cerca del Museo. Mi departamento esta en Dyott Street.

- ¿Y usted va a la sala de lectura a leer a Milton?

- Casi siempre, a Milton. -me miró- Fue Milton quien me convirtió al satanismo.

- ¿Satanismo? ¿Realmente? -dije yo con la vaga incomodidad y el intenso deseo de ser cortés que uno siente cuando un hombre habla de su religión-. ¿Usted... adora al Diablo?

Soames sacudió la cabeza:

- No es exactamente adoración -rectificó sorbiendo un ajenjo-. Es más bien un asunto de confianza y estímulo.

- Ah sí... pero el prefacio de Negaciones me había inducido a creer que usted era católico.

- Je l´étais à cette époque. Tal vez lo soy, aún. Sí, soy un satanista católico.

Hizo esta profesión de fe de un modo casual. Noté que lo que más le importaba era que yo hubiera leído Negaciones. Sus ojos pálidos brillaron por primera vez. Tuve la sensación característica del que va a ser examinado en voz alta sobre el tema que menos conoce. En el acto le pregunté cuándo se publicarían sus poemas.

- La semana que viene -me contestó.

- ¿Y se publicarán sin título?

- No. Di por fin con el título. Pero no se lo diré -me declaró como si yo hubiera tenido la impertinencia de preguntárselo-. Sospecho que no me satisface del todo. Pero es lo mejor que he podido encontrar. Sugiere, en cierto modo, la calidad de los poemas... Extraños crecimientos, naturales y salvajes, pero exquisitos y matizados y llenos de venenos.