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Anochecía. Bebimos vermouth. Quienes conocían a Rothenstein lo señalaban a quienes sólo lo conocían de nombre. Constantemente entraban hombres que erraban de un lado a otro en busca de mesas libres o de mesas ocupadas por amigos. Uno de ellos me interesó porque parecía querer llamar la atención de Rothenstein. Pasó dos veces, con mirada indecisa; pero Rothenstein, absorto en una disertación sobre Puvis de Chavannes, no lo vio... Era una persona encorvada, vacilante, más bien alta, muy pálida, de pelo algo largo y negro. Tenía una rala, imprecisa barba o, mejor dicho, tenía un mentón sobre el cual muchos pelos se retorcían para cubrir su retirada. Era una persona de aspecto extraño, pero a fines del siglo pasado, si no me equivoco, los aspectos extraños eran más frecuentes que ahora. Los jóvenes escritores de aquella época -y estaba seguro de que ese hombre lo era- procuraban impresionar por la apariencia. Este hombre lo procuraba en vano. Usaba chambergo de corte clerical pero de intención bohemia, y una impermeable capa gris, que, tal vez por ser impermeable, no conseguía ser romántica. Decidí que "impreciso" era el mot juste que le correspondía. Yo también había intentado escribir y me perturbaba el mot juste, aquel talismán de la época.

El hombre impreciso volvió a pasar; esta vez se detuvo.

- Usted no me recuerda -dijo con una voz insípida. Rothenstein lo miró.

- Sí, lo recuerdo -replicó después de un momento, con más orgullo que efusión, orgullo por la eficacia de su memoria-. Edwin Soames.

- Enoch Soames -dijo Enoch.

- Enoch Soames -repitió Rothenstein como significando que ya era mucho haber recordado el apellido-. Nos encontramos en París, dos o tres veces, cuando usted vivía ahí. Nos encontramos en el Café Groche.

- Y fui a su estudio una vez.

- Deploro que no me encontrara.

- Pero lo encontré. Usted me mostró algunos de sus cuadros. ¿No recuerda? He oído que usted vive en Chelsea, ahora.

- Sí.

Me asombró que después de este monosílabo, Mr. Soames no se fuera. Se quedó pacientemente donde estaba, como un animal inerte, como un borrico mirando una tranquera. Melancólica figura, la suya. Se me ocurrió que "hambriento" era quizá el mot juste que le correspondía; pero ¿hambriento de qué? Parecía más bien desganado. Me dio lástima; y Rothenstein, aunque no lo había invitado a Chelsea, lo invitó a sentarse y a tomar algo.

Sentado, adquirió más aplomo. Echó hacia atrás las alas de su capa, con un gesto que -si las alas no hubieran sido impermeables- podía haber parecido un desafío a todas las cosas. Y pidió un ajenjo.

- Je me tiens toujours fidèle -le dijo a Rothenstein- à la sorcière glauque.

- Le va a hacer mal -dijo Rothenstein secamente.

- No puede hacer mal -dijo Soames-. Dans ce monde il n'y a ni de bien ni de mal.

- ¿Nada bueno y nada malo? ¿Qué quiere usted decir?

- Todo eso lo expliqué en el prefacio de Negaciones.

- ¿Negaciones?

- Sí; le di a usted un ejemplar.

- Sí, desde luego. ¿Pero usted llegó a explicar, por ejemplo, que no hay diferencia entre buena y mala sintaxis?

- No -dijo Soames-. En el Arte existen el Bien y el Mal. Pero en la Vida... no. -Estaba armando un cigarrillo. Tenía manos débiles y blancas, no muy limpias y con las puntas de los dedos manchadas con nicotina.- En la vida tenemos la ilusión del bien y del mal, pero -su voz se apagó hasta convertirse en un murmullo donde las palabras vieux jeux y rococó apenas se oían. Quizá comprendía que no estaba muy elocuente y temía que Rothenstein le descubriese alguna falacia. Tosió y dijo:

- Parlons d'autre chose.

¿Les parecerá a ustedes que Soames era un imbécil? No era mi opinión. Yo era joven y me faltaba el discernimiento que había alcanzado Rothenstein. Soames nos llevaba cinco o seis años. Además, había escrito un libro.

Era maravilloso haber escrito un libro.

Si Rothenstein no hubiera estado ahí, yo hubiera reverenciado a Soames. Aun así, lo respetaba. Y me acerqué mucho a la reverencia cuando dijo que pronto publicaría otro. Pregunté si podía preguntar qué clase de libro sería.

- Mis poemas -contestó. Rothenstein preguntó si era ese el título de la obra.

El poeta estudió la sugestión, pero dijo que había pensado no darle título.

- Si un libro es bueno... -murmuró, agitando el cigarrillo.

Rothenstein hizo notar que la falta de título podía perjudicar la venta del libro. Insistió:

- Si yo fuera a una librería y preguntara: ¿Tiene usted...? ¿Tiene usted un ejemplar de...? ¿Cómo iban a saber lo que quiero?

- Por supuesto, llevará mi nombre en la tapa -contestó Soames vivamente-. Y me gustaría -agregó, clavando la mirada en Rothenstein- un retrato mío en la portada. -Rothenstein admitió que era una idea espléndida y mencionó que se iba al campo y que no volvería por algún tiempo. Miró luego el reloj, se asombró de la hora, pagó al mozo y salió conmigo a comer. Soames permaneció en su puesto, fiel a la bruja glauca.

- ¿Por qué usted estaba tan decidido a no dibujarlo?

- ¿Dibujarlo? ¿A él? ¿Cómo se puede dibujar a un hombre que no existe?

- Es impreciso -admití. Pero mi mot juste cayó en el vacío. Rothenstein repitió que Soames no existía.