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Hace un tiempo, en un almuerzo con Nicanor Parra, éste recordó los cuentos de Saki, en especial uno, "La ventana abierta", que pertenece al libro Bestias y superbestias. El gran Saki se llamaba en realidad Hector Hugh Munro y había nacido en Birmania, entonces colonia británica, en 1870. Sus cuentos, generalmente, están inscritos en el género, tan cultivado por los ingleses, del horror y de lo sobrenatural, con grandes dosis de humor negro. Al estallido de la Primera Guerra Mundial Saki se alistó como voluntario en el ejército, un trance que ciertamente hubiera podido evitar en razón de su edad (tenía más de cuarenta años), y murió combatiendo en Beaumont-Hamel en 1916.

Durante aquella larguísima sobremesa, que duró hasta que empezó a anochecer, pensé en un escritor de la misma generación de Munro aunque estilísticamente muy distinto: el gran Max Beerbohm, que nació en Londres en 1872 y que murió en Rapallo, Italia, en 1956, y que además de cuentos escribió novelas, crónicas, artículos periodísticos, ensayos, sin dejar por ello de cultivar una de sus primeras pasiones: el dibujo y la caricatura. Max Beerbohm es, posiblemente, el paradigma del escritor menor y del hombre feliz. Es decir: Max Beerbohm fue un hombre educado y bueno.

Cuando por fin dejamos a Nicanor Parra y El Kaleúche y nos marchamos a Santiago me puse a pensar en el que a mi juicio es el mejor de los cuentos de Beerbohm, "Enoch Soames", que recogen Silvina Ocampo, Borges y Bioy en la magnífica y a menudo evanescente Antología de la literatura fantástica. Meses después volví a leerlo. El cuento trata sobre un poeta mediocre y pedante que conoce en su juventud. El poeta, que sólo ha escrito dos libros, a cuál más malo, se hace amigo del novato Beerbohm, que a su vez se convierte en involuntario testigo de sus desgracias. El cuento se transforma de esa manera no sólo en un documento sobre la vida de tantos pobres diablos que en un momento de locura escogen la literatura, sino también en un documento sobre el Londres de finales del siglo XIX. Por supuesto, hasta ese momento, es un cuento cómico, que oscila entre el naturalismo y la crónica periodística (Beerbohm aparece con su nombre real, también Aubrey Beardsley), entre la sátira y pinceladas costumbristas. Pero de pronto todo, absolutamente todo, cambia. Llega el instante fatal en que Enoch Soames, abismado, entrevé su mediocridad. El decaimiento, la desgana se apoderan de él. Una tarde Beerbohm se lo encuentra en un restaurante. Hablan, el joven narrador trata de levantar la moral al poeta. Le hace notar que su situación económica no es mala, que puede vivir de rentas durante el resto de su vida, que tal vez sólo necesite unas vacaciones. El mal poeta confiesa que de lo único que tiene ganas es de suicidarse y que lo daría todo por saber si su nombre perdurará. Entonces un vecino de mesa, un señor más bien con pinta de cafiche o macarra, les pide permiso para sentarse junto a ellos. Se presenta como el Diablo y asegura que si Soames le vende su alma él lo hará viajar en el tiempo, digamos cien años, hasta 1997, hasta la sala de lecturas del Museo Británico donde Soames suele trabajar, para que constate él mismo, in situ, si su nombre se ha impuesto sobre el tiempo. Soames, pese a los ruegos de Beerbohm, acepta. Antes de partir se compromete a verse otra vez con Beerbohm en el restaurante. Las horas siguientes están narradas como un sueño, como una pesadilla, como si Borges hubiera escrito el relato. Cuando por fin se produce el reencuentro Soames exhibe la palidez de un muerto. En efecto, ha viajado en el tiempo. No ha encontrado su nombre en ninguna enciclopedia, en ningún índice de literatura inglesa. Pero sí ha encontrado el cuento de Beerbohm llamado "Enoch Soames", en donde, entre otras cosas, se le ridiculiza. Luego llega el Diablo y se lo lleva al infierno pese a los intentos que hace Beerbohm en sentido contrario.

En las líneas finales hay aún una última sorpresa, relacionada con la gente que Soames dice haber visto en el futuro. Y hay aún otra sorpresa, ésta mucho más ligera, relativa a las paradojas. Pero estas dos sorpresas finales se las dejo al lector que compre la Antología de la literatura fantástica o que busque desesperadamente este libro en las bibliotecas. Personalmente, si tuviera que elegir los quince mejores cuentos que he leído en toda mi vida, "Enoch Soames" estaría entre ellos, y no en último lugar.


[Entre paréntesis, editado por Anagrama]

 

Cuando el señor Holbrook Jackson publicó un libro sobre la literatura de la penúltima década del siglo XIX, miré con ansiedad el índice, en busca del nombre SOAMES ENOCH. Temía no encontrarlo. En efecto, no lo encontré. Todos los otros nombres estaban ahí. Muchos escritores, así como sus libros ya olvidados, o que sólo recordaba vagamente, renacieron para mí en las páginas del señor Holbrook Jackson. Era una obra exhaustiva, brillantemente escrita. Aquella omisión confirmaba el fracaso total del pobre Soames.

Sospecho que soy la única persona que lo notó. ¡Hasta ese punto Soames había fracasado! Tampoco es un consuelo suponer que si hubiera logrado algún éxito, yo lo habría olvidado, como a los otros, y sólo hubiese vuelto al llamado del historiador. Es cierto que si sus dotes, tales como eran, hubieran sido reconocidas en vida, no hubiera hecho el pacto que hizo, ese extraño pacto, cuyas consecuencias lo han destacado siempre en mi memoria. Pero esas consecuencias subrayan la plenitud de su infortunio.

No es compasión, sin embargo, lo que me impulsa escribir sobre él. Por su bien, pobre amigo, preferiría guardar silencio. No hay que burlarse de los muertos. ¿Y cómo escribir sobre Enoch Soames sin ponerlo en ridículo? Más bien ¿cómo ocultar el hecho nefasto de que era un ser ridículo? No seré capaz de hacer eso. Tarde o temprano, sin embargo, tendré que escribir sobre él. Ustedes verán, a su debido tiempo, que no me queda otra alternativa. Tanto da que ahora lo haga.

En el verano de 1893, un bólido cayó sobre Oxford. Se hundió profundamente en la tierra. Algo pálidos, profesores y estudiantes se apiñaron a su alrededor sin hablar de otra cosa. ¿De dónde procedía ese meteoro? De París. ¿Su nombre? Will Rothenstein. ¿Su propósito? Ejecutar veinticuatro retratos en litografía, que publicaría la Bodley Head, de Londres. El asunto era urgente. Ya el director de A, el de B, como el decano de C, habían posado con humildad. Ancianos majestuosos y confusos que nunca se habían dignado posar, no resistieron al forastero. No suplicaba: invitaba; no invitaba: ordenaba. Tenía veintiún años. Sus anteojos resplandecían. Conocía a Whistler, a Edmond de Goncourt, conocía a todos en París. Se murmuraba que en cuanto liquidara su colección de profesores, incluiría a algunos estudiantes. Fue orgulloso día para mí cuando me incluyeron. Admiraba y temía a Rothenstein; surgió entre nosotros una amistad que los años enriquecieron.

Cuando llegaron las vacaciones se estableció en Londres. A él debo mi conocimiento de Chelsea. Fue Rothenstein quien me hizo conocer, en Pimlico, a un joven cuyos dibujos eran famosos entre la minoría. Se llamaba Aubrey Beardsley. Me llevó también a otro centro de inteligencia y osadía, el Café Royal.

Ahí, en ese tardecer de octubre, ahí, en ese exuberante panorama de ornamentos dorados y terciopelo carmesí, entre opuestos espejos y cariátides laboriosas, entre columnas de humo de tabaco que ascendían al cielorraso pintado y pagano, entre el zumbido de conversaciones sin duda cínicas, interrumpidas por las fichas de dominó en las mesas de mármol, respiré profundamente y me dije:

- Esta, esta es la vida.