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Quien escribe debe quedar en la sombra. Esta es la fatal ilusión literaria en la que encallo: trazo estas páginas para fijar fuera de mí todo aquello de lo que quiero separarme.
Luego seré la sombra de los otros, ¡de los que viven!
No me hablen más de un cierto hechizo que ha podido insinuar esto y lo otro, estoy aburrido de un arte que sólo consiste en utilizar las debilidades impuestas por la debilidad a un autor que sólo tiene de paternal el título que usurpa, siento repugnancia por esas obras donde no hay más vitalidad que el acto indispensable que las saca a la luz, pero cuyo endeble objeto sólo es factible para el artífice de la representación. Utilizándome como personaje de novela no me consuelo de no ser un hombre realizado.
Si aquí hay encanto, sólo se debe al perverso derrumbamiento, a la inversión de las fuerzas que se han extraviado en mi interior. He aquí una cantinela demasiado vieja, una jugada demasiado usada desde las confesiones de Juan-Jacobo, para sacar socarronamente provecho del escaparate de sus debilidades y de sus fracasos. Los primeros románticos prodigaron una fuerza que se multiplicaba en el momento en que comenzaba a destruirse. Pero en aquellos de nosotros que todavía se arrastraron por este camino, la debilidad aparece completamente desnuda, miserable.
No, desde mis dieciséis años todo estaba decidido. Y yo lo sabía. Entonces es cuando solté la presa. No me lo perdono.
La Vida, sólo tenemos esta palabra en la boca cuando su ingenua realidad se esconde.
¡Ah! muerte de mi cuerpo. Mis músculos eran todavía fuertes a pesar de mi blanda infancia. He conocido la magnífica recuperación del hombre moderno por sí mismo, pero no la he realizado, no he podido lograr mi victoria personal.
Nací demasiado viejo, en un mundo que, quiero creerlo con desesperado fanatismo, volverá a ser muy joven mañana. Mis padres, franceses viejos de una Francia vieja que heroicamente podremos olvidar.
El hombre tiene la facultad de resucitar como un dios. Puede huir de la ciudad que ha construido y que se levanta contra él. Puede zarandear las columnas del templo maldito y las piedras que se derrumban lastiman menos sus hombros que su sabio montaje aplastó el aire que respira. Vuelve a ver el día y se cuelga del sol como de la verdadera mama. Y nada puede resistir al sol. Mientras dure, duraremos nosotros, nuestro más sagrado tótem. Pero yo he muerto a los dieciséis años sin haber conocido esta liberación. Me complací en languidecer en la vieja y desvencijada prisión del pensamiento sin cuerpo.
He tenido en mis manos descarnadas el balón, el huevo de cuero, esa perfección pequeña pero tangible. Se me escapó. Hay un instante imperceptible en que mis nervios no transmitieron ese influjo, esa oportunidad que me atravesaba, que hubiera podido prolongarse, perpetuarse y tener una ascendiente sobre toda mi vida y, quién sabe, sobre la de tantos otros.
[Estado civil, traducción de Antonio Desmond para Icaria]
LOS ÚLTIMOS DÍAS
Pierre Andreu, Frederic GroverA principios de marzo se muda a la rue Saint-Ferdinand, donde han llevado sus libros y algunos muebles familiares. Un amigo de su hermano, el arquitecto Zahrefuss, va a verle y le habla un buen rato de Jean. Le entrega una carta para él: «Por si te puede ser útil, te repito la recomendación que siempre te he hecho: publica íntegramente mis papeles sin vacilación burguesa de ningún tipo... Espero, pero siempre he pensado que no era bueno hacerse demasiado viejo. No me gusta la vejez, y además mi salud no es nada buena, tengo el corazón y el hígado estropeados... Quizá volvamos a vemos. En cualquier caso, sabes que soy firme. Siempre te he considerado como un buen hermano, es decir, como un amigo.»
Se ha dejado crecer un bigotillo. Al anochecer, sale y va a ver viejos amigos, muy cerca, en el barrio des Termes. Oye la charla de los niños. Se calienta un poco en el contacto con los humanos. El resto del tiempo lee, corrige algunos textos como Récit secret, clasifica papeles con el mayor cuidado. Sabe que todo lo que tiene que decir está en sus libros: los que ha publicado y los inéditos.
Se ha reflejado penamente en el Journal. Ha tomado todo tipo de precauciones para que el texto se preserve.
Drieu lee aún los periódicos. En la prensa aparecen artículos que atraen la atención sobre su caso. Janet Flanner, por entonces corresponsal de guerra en París, me dijo en 1960 lo sorprendida que se quedó al ver el encarnizamiento de algunos periodistas contra Drieu. Así, Madeleine Jacob le repite todos los días: «Conseguiré la cabeza de su amiguito.» Por fin se dicta una orden de detención en su contra. Se entera por los periódicos, lo que le hace exclamar: «Ahora estoy aquí encerrado, ya no puedo salir.» Se le ve tan preocupado que Gabrielle se dedica a cortar el gas, pero en la parte de la casa que él ocupa no hay contador. Al día siguiente, 16 de marzo, lo encuentra en la pequeña cocina, sentado en un sillón, la cabeza apoyada entre los brazos sobre el lavabo. Había arrancado la tubería del gas y tragado tres tubos de gardenal. Una breve nota: «Gabrielle, esta vez déjame morir.» Nerviosísima, Gabrielle toma el metro para avisar a Colette Jeramec. Cuando ésta llega, Drieu está en coma; tardará más o menos una hora en morir. Llamar a los bomberos sería como entregarle a la policía. Además, hay otra notita: «Colette, sabes lo que tienes y lo que no tienes que hacer. Pon mis papeles a buen recaudo.»
Sus últimas instrucciones estaban dictadas hacía tiempo: «Naturalmente, entierro no religioso, estricto mínimo, aunque sí flores.... sin colgajos, sin curas, sin bendiciones al cadáver. En el coche sólo la señora Sienkiwicz, la señora Edouard Laffon -(hermana de la señora Sienkiewicz)-, Suzarme Tézenas. Ningún hombre. Excepto Malraux, si es que está. Bernier, si está.»
En el entierro estarán las bellas plañideras, cuya presencia deseaba, y tambíén Jean Bernier. Muchos otros le acompañarán al cementerio de Neuilly: Jean Paulhan, Gaston y Claude Gallimard, Brice Parain, Audiberti, Léautaud, Jean y André Boyer, Pierre Andreu, Paul Chadourne, Colette Clément (en uniforme de las F. F. I.), Vera Daumal. No están allí ni Colette Jeramec ni Christiane Renault, las dos mujeres que probablemente han contado más en su vida junto con su madre... Ni Victoria, ni Angélica, ni Nicole.
[Drieu La Rochelle, traducción de Santiago Martín Bermúdez para Aguilar]