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Además, si me hubiera perdido, tarde o temprano habría pasado lo mismo. ¿Tal vez me habría educado en Alemania? Habría sido un alemán como todos, puesto que los hombres no ven más allá de sus narices. En rigor, pueden distinguir un blanco de un negro, pero si no se les facilita la clarividencia, si un francés habla alemán desde su nacimiento, lo tomarán por alemán y él mismo se quedará a oscuras. Además, yo he jugado a este jueguecito durante la guerra. Me había dejado crecer la barba, que salía a mechones rojos, albinos, castaños. Había encontrado un gorro bávaro. Me divertía asustando a mis compañeros con la repentina aparición de un boche por detrás de la trinchera. No creo que mi gesto fuera sacrílego ni que insultara a la santidad de la patria. También había visto una foto que presentaba a soldados ingleses y franceses mezclados; en señal de fraternidad habían intercambiado los uniformes. No había leído el texto y estaba admirando, bajo el casco plano, el carácter británico del rostro de uno de nuestros campesinos. Eso no honraba a mi ciencia de las fisonomías.

Pero ¿se podría camuflar a toda una raza? Me equivoqué en algunos casos, pero si durante muchos años Alemania y Francia hubieran intercambiado sus recién nacidos, después de una larga estancia en el extranjero, el viajero percibiría en París algo insólito en el aspecto de la juventud, a pesar del arte de los sastres, de la delicada influencia del aire y del contacto de las mujeres.

"¡Ah -exclamaría- en nuestra generación no había jetas como ésas! "

Sólo me arriesgo a estas suposiciones superficiales sobre los disfraces cambiantes que son las fisonomías según nuestros prejuicios sociológicos y demás. Sin embargo, los avatares más interesantes son los del espíritu. Pero el juego consiste en la audacia de apostar sobre la aplicación de leyes inexorables y desconocidas. De todas maneras, hay que confesar que sospecho que esos trasplantados serían más franceses interior que exteriormente. Porque, a fin de cuentas, les gustaría Racine, temerían a Kant y tendrían nuestro rigor que corta fino pero que separa completamente. No habría nadie -se les ocultaría el secreto de sus orígenes- que les insinuara la idea sin la cual ningún instinto les manifestaría que son distintos de lo que creían ser.

Cierto que todo eso importa poco, porque por regla general los recién nacidos permanecen entre los suyos. No obstante, tengo la sensación de haberme librado de una buena. Es decir, amo a Francia como a una mujer encontrada por la calle. Me parece inquietante, fascinante como el azar. Como la amo para siempre, su aspecto se vuelve solemne, es el Destino.

Puedo decir que amo a los franceses. A mis ojos, todos gozan del mismo favor. Lo mismo que nos gustan las mujeres y, entre ellas, las brutas, las flojas, las tragonas. Pero no me gustan tanto porque su genio sea tal o cual, sino porque son los hombres entre los que vivo. Y si nuestra nación, debido a las siempre previsibles catástrofes pintorescas de la Historia, abandonara esta comarca para ir a acampar a otro sitio, ¿al cabo de cuántos siglos cambiaría el genio de mis camaradas bajo el hechizo de otros horizontes? Pero puedo anticipar mi fidelidad a aquello en que se conviertan; pues en los seres amados amamos todo lo que son, cada una de las particularidades que los hacen perceptibles y también un tanto abstractos, lo mismo que las amamos en nosotros. Francia se metamorfosea imperceptiblemente en nuestros brazos, sin que haya una ruptura brusca de los miles de lazos, cada uno de ellos accidental e insuficiente, pero de los que parece estar formado todo nuestro apego. Y tal vez lo que yo llamo Francia, mañana se pronunciará de otra manera.

El patriotismo existe como el amor por encima de las patrias. Pregúntese a esos judíos que llevan tanto tiempo apegados a una patria de Occidente. No ambicionan estar solos, no pueden abandonar a esos hombres con quienes han combatido, a esas mujeres que han amado, a esas ciudades donde han disfrutado a su manera o al modo del país, ni pueden renovar sus sueños. Pero eso no es más que el amor y, dentro de los amores, el que, confundiéndose con el apetito intelectual, busca lo que es distinto de sí y se alimenta o muere.

Nada es más fuerte que lo que liga a los hombres al medio del mundo, al medio de los otros hombres. El amor a mi patria no tiene nada que ver con la predilección que siento por estos paisajes. Pero está hecho del sabor del mismo amor y del buen calor que siento en algunos de ellos. Para poder hacer bromas obscenas, hablar de mujeres, de la guerra que hemos hecho, seguiría a esos hombres por otro astro.

Sin embargo, sucede que uno abandona la patria, solo, que emigra. Se tiene un hijo que, con el mismo amor, quita a la patria de en medio. En nuestra época de pasiones estrechas, esto ya no es posible para quien piensa. Sólo las almas oscuras de los buscadores de ganga o los espíritus demasiado agudos de los manipuladores de dinero, que son los mecánicos sutiles y anónimos, sirven para deshacerse de esta querida obsesión.

Una patria es, para algunos, una manera de aclimatar, de domesticar las ideas inhumanas, una costumbre, una preocupación, una pasión, la llave de todos los pretextos para vivir. Uno no puede irse, no puede cambiar de alma, no puede destruir una categoría del espíritu. Por lo demás, cuando se deja una patria es para encontrar otra. Y cuando se abandonan las patrias por un partido que quiere al mismo tiempo abarcarlas y negarlas, todavía seguimos apegándonos a lo que es la complacencia esencial del patriotismo: estar con determinados hombres. Ahora bien, cuando se está con determinados hombres, se está contra los demás. Cuando un hombre hace un movimiento de amistad hacia otro hombre, o bien se compromete hasta ese último gesto, ese gesto supremo, que es lo único patente, lo único concluyente -la prueba de la sangre, hacerse matar o matar-, o bien ese hombre se detiene a mitad de camino, se agarra a una reticencia mental y luego se esconde en la nada, no existe. La muerte violenta es el fundamento de la civilización, del contrato social, de todo pacto. Es la única certeza. Sólo hay certeza entre los hombres si al final de la acción que les ocupa están seguros de saber morir por lo que les aúna -gloria, lucro, amor, desesperación-, y unos por otros. No me parece más fácil salir de aquí que salir de las tres dimensiones.

[...]

A los dieciséis años. ¿No debo creer que mi vida se detiene a los dieciséis años? ¿No se consumió ya en su principio? Para qué llevar más lejos esta historia: no es ejemplar.

Escribo esto para deshacerme de mí, o del que he sido, especialmente durante una concreta guerra cuyo acaecimiento coincidió con mi entrada en la vida.

No oso prejuzgar si este esfuerzo de desarraigo desnuda, además, los cimientos sobre los que mi juventud no ha destruido sus azarosas construcciones, que esperaban soportar y soportaron las torres más sólidas de mi treintena.

De no haber tenido preocupaciones urgentes, hubiera querido apegarme no a mí sino, teniendo fuerzas, más allá, a los seres que son los más bellos resultados de nuestro tiempo.