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Pero Rivette es también el realizador de la serie televisiva Jean Renoir, le patron, una de mis películas de cabecera en la que encuentro, cada vez que vuelvo a ella y eso ocurre bastante a menudo, nuevas inspiraciones para pensar la vida y el cine al tiempo que me conmuevo por entero. Sin duda, estaría entre las que llevaría conmigo a una isla desierta, pero también, si pudiera, en un acto desembozadamente dictatorial, haría que todos los estudiantes de cine tuvieran la obligación de conocerla. Y Rivette está en el centro de ese formidable trabajo de Claire Denis, y Serge Daney, llamado Jacques Rivette, le veilleur, verdadero compendio de su sabiduría desplegada con humildad extrema, que incita a confrontarla con sus filmes, siempre inaccesibles por acá. Hay un sueño que tiende a repetirse en mis noches: estoy viajando en un metro y sé que en la próxima estación voy a bajar, subir a la calle y dirigirme a un cine donde ponen Hurlevent, la versión de Rivette de Wutering heights, de Emily Brönte. Cuando estoy aproximándome a la parada o cuando subo las escaleras hacia la calle, siempre me despierto.

(Releo en mi ordenador y me asalta una oscura sospecha. ¿Hasta qué punto la politique des auteurs está incorporada a mi pensamiento que cuando me enfrento, como en el caso de Varda o Rivette, a cineastas de los cuales desconozco una parte considerable de su producción, me cuesta tanto hacer una afirmación? ¿Es que olvido, sin darme cuenta de que lo hago, que la importante es la palabra politique y no la palabra auteurs, como aclaró muchas veces Jean-Luc Godard? Y eso que bien sé que esta herramienta, que dio resultados maravillosos, se ejerció, fundamentalmente, sobre un corpus: el cine estadounidense de los '40 y los '50, que se exhibía en el mundo entero. Hoy, donde el mejor cine que se filma, tiene, en el mejor de los casos, un circuito de circulación fragmentario y accidentado que hace que rara vez pueda verse en una pantalla, tal como fue concebido, ¿tiene algún sentido continuar instrumentado la politique des auteurs?)

VII

Hay lugares comunes del pensamiento a los que es necesario revisitar a menudo. Todos sabemos que, con mayores o menores diferencias, cada espectador construye el filme que ve. Pero, y esto también hay que señalarlo, un mismo espectador construye una película diferente de acuerdo a la edad que tiene en el momento de su visión. No nos sucede lo mismo, por ejemplo, al ver Tokyo monogatari a los veinte años, que a los cincuenta. Claro está que la industria cinematográfica casi nunca pretende que veamos un filme, en una sala de cine, varias veces a lo largo de nuestra vida; a lo sumo admite que, por los días de su estreno, alguien, entusiasmado, concurra a presenciar dos veces la proyección de una película. Pero no más: de acuerdo a su concepción del cine siempre se deba estar atento al próximo lanzamiento, generosamente anticipado, presentado como un producto único y superador que otorga a los que lo vieron, además del placer, hoy en día tan dudoso, que pueda deparar su conocimiento, la posibilidad de tener qué hablar en sus sobremesas, siempre que no se haya perdido ya, también, ese placentero hábito.

He visto, vaya a saber en qué orden, los primeros quince largometrajes de Jean-Luc Godard -desde À bout de souffle (1959-1960) a Week end (1967), todos estrenados en salas comerciales de Argentina- a lo largo de doce años, los que van entre 1961 y 1973. Muchos de ellos -salvo Une femme mariée- los he vuelto a ver, algunos varias veces, hasta hoy, donde tengo cincuenta y seis años. En el pasado mayo vi, por última vez hasta ahora, Pierrot le fou; al mes siguiente me reencontré con Bande à part. Ahora bien, mi Pierrot... de este año ¿es el mismo del año en que la vi por vez primera: 1968? Diría que no. Pero, además, ¿cómo era mi primer Pierrot...? Encuentro una entrada en el diario que, sin mayor empeño, suelo intentar los años pares. Dice: "Vi Pierrot le fou. Leer a Stevenson y a Conrad, un novelista polaco que también escribía en inglés. Conseguir un libro que tenga reproducciones de Pierre Auguste Renoir." Hoy me habla más de mi voracidad intelectual de aquellos años, que disimulaba otras voracidades no menos esenciales e inadmitidas, que de mi relación, en ese entonces, con la película.

(Nunca entendí esa costumbre de cierta crítica cinematográfica, y de ciertos espectadores que, una vez que le han declarado su amor a un filme no se lo retiran más, sin siquiera tomarse el trabajo, según pasan los años, de revisarlo. Así vemos escrito, hasta el hartazgo, que Citizen Kane, a la que siempre recuerdo con placer, es la mejor película de la historia del cine: ¿cuántos años hace que la vieron, por primera o última vez, aquellos que lo afirman? ¿Se dan cuenta que al seguir afirmando, mecánicamente, un juicio de años atrás están negando el transcurrir del tiempo y las modificaciones que éste introduce en cada uno de nosotros?)

Supongamos, lo cual es probable pero lejos estoy de poder asegurarlo, que À bout de souffle es el primer Godard con el que me encontré en mi vida. Conjeturemos que lo vi a los catorce o a los quince años con una módica experiencia como espectador, centrada, casi exclusivamente, en la producción mainstream de Hollywood en los años 50 y alguna que otra película del "neo-realismo" más blando, observadas desde una perspectiva pobremente sentimental. ¿Qué elementos tenía en mi haber, entonces, para acceder a la ruptura de la escritura clásica como resultado de la imposibilidad de poder filmar como los admirados cineastas, a los que desconocía, del film-noir y la "serie B" de las décadas de los 40 y los 50? Ninguno. ¿Es entonces extraño que, probablemente, oscilara entre los entusiastas juicios críticos y un desconcierto que, por pudor, no podía confesar? Mejor suerte corrieron Une femme est une femme: conocía bastante del 'musical' estadounidense y podía advertir cómo se distanciaba de ellos; Vivre sa vie: allí estaban los ojos inolvidables de la Karina, el formidable baile alrededor de la mesa de billar, El espejo ovalado y aquel memorable monólogo que comenzaba así: "Muevo la mano. Soy responsable"; Le mépris: la Bardot, Capri, los envolventes colores, la música de Delerue y las referencias a La Odisea (que había leído tras ver el Ulises, de Mario Camerini) estaban cercanas a mi sensibilidad de ese momento y, sobre todo Bande à part: su energía juvenil me era afín, extrañamente sigue operando sobre mí también ahora.

El admirable, y tan fúnebre, Godard de estos últimos años, desde Nouvelle vague arriesgo, se ha convertido en un acicate indispensable para combatir cierta propensión, natural en mí, a la pereza intelectual: me obliga a pensar, y a pensarme, a través de la manera en que reflexiona sobre el mundo y él mismo articulando imágenes, palabras y sonidos. Se ha transformado en uno de los pocos cineastas occidentales en actividad, sino el único junto con Víctor Erice, a quien admiro sin reservas, pero aquella vitalidad de la mayor parte de sus primeros trabajos, hoy mutada en dolorida gravedad, me sigue, asimismo, resultando indispensable. Aunque tan solo sea para recordar, como la protagonista de Hiroshima, mon amour: "¡Qué joven que fui una vez!" .

VIII

¿El sol y la muerte viajan juntos? Están presentes en el viaje inicial hacia París de Michel Poiccard, alias Laszlo Kovacks. Acompañan los desplazamientos de la expectante Cléo por la misma ciudad. O el vagabundeo de Pierre Wesselin, que puede tener un final trágico. Se unen, cuando Catherine hace caer al agua el auto que maneja, para morir junto a Jim. Pero, textualmente, la frase, que no puedo dejar de asociar a la poesía de Jean-Nicolas-Arthur Rimbaud, está dicha en una carta que Guy envía desde Argelia, donde está cumpliendo su servicio militar, a Genevieve, en Les parapluies de Cherbourg. (También se juntan en mi memoria cuando pienso en mi amigo muerto una Navidad. Los rayos de sol que atravesaban las ramas del ombú gigantesco, bajo el cual leíamos en un verano interminable, ya entonces, seguramente, daban calor a la idea del suicidio que recién concretó mucho más tarde.)