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Chabrol ha hecho varias películas irrelevantes, y, alguna que otra francamente indefendible. Sin embargo, su filmografía, a diferencia de la de Truffaut, se me impone hoy, hasta en sus notorios desniveles, como una obra en la que diversos motivos se entrelazan de maneras múltiples hasta construir, por perseverancia, una figura evidente en el tapiz: la que conforman personajes límites, en la vida los llamaríamos desequilibrados, observados con una infrecuente, extraña alianza de piedad y subterránea admiración, ya se llamen Popaul, un carnicero de Périgord asesino a su pesar o Mika, una empresaria suiza, asimismo homicida, que puede decir te amo pero no amar. Por otra parte, y vaya uno a saber si esto es para festejar, parece ser el único, entre sus camaradas que siguen filmando, que ha llegado, a los setenta y tres años, a conseguir un cierto equilibrio entre sus necesidades expresivas y las apetencias, cada vez más banales, de ese fantasma impreciso llamado público. Sus últimos filmes -Au coeur du mensonge, Merci pour le chocolat, La fleur du mal- lo descubren en un progresivo camino de despojamiento, tendiendo hacia una suerte de muy personal abstracción, alcanzando, en su elegido tono menor, las dimensiones de un clásico.

VI

Por esos incomprensibles azares de la distribución cinematográfica, que no son sólo patrimonio argentino, vi Cléo de 5 a 7 a poco menos de un año de su estreno parisino, información a la que accedí mucho más tarde. Fue en un cine de barrio pero también de estreno llamado Apolo y hoy convertido en taller mecánico, donde el por entonces nuevo cine francés se manifestaba, como si esa sala que ya agonizaba fuera una repetición profana de aquel santuario de Delfos visitado por Edipo. Recuerdo haber reparado en dos cuestiones que hoy me parecen accesorias: el pase del color al blanco y negro después de la primera secuencia en la casa de la tiradora de cartas y el hecho de que la acción concluyera, pese al título, más de veinte minutos antes de las 7. (¿Tuve allí, de forma balbuceante, la primera intuición de cómo el cine transforma el tiempo de la realidad, aunque en apariencia afirme respetarlo?). Mucho más tarde, un día que debía esperar si no un diagnóstico médico sí una respuesta esencial para mí, estuve errando, imprevisibilidades de la memoria, un par de horas con el recuerdo de Cléo, como si hubiera retrocedido a aquel 21 de junio de 1961. Ese promisorio acercamiento inicial a la obra de Agnes Varda fue quebrado, abruptamente, por las tarjetas postales con música de Mozart que prodigaba Le bonheur, que, sospechosamente, me negué a volver a ver. Allí comenzó nuestro desencuentro que continuó con una visión olvidada -¿porqué?- de Daguerreotypes en los '80 y una fuga de la sala que en los '90 ofrecía, a más de treinta años de su estreno francés, Les créatures -estaba enamorado y había comenzado a descubrir que las imágenes no acarician, salvo en la particular escritura de algunos críticos cinematográficos-. Tuve que ver, en vídeo, y varios años después de su rodaje, Sans toit ni loi -una de las películas más duras y depresivas con las que he tropezado- para recuperar mi estima por ella y así, redescubrir Cléo... y extasiarme con su descripción de París. Pero ni ese renovado entusiasmo pudo contrarrestar el malestar causado por la voz -¿gangosa por un resfriado?- de una catedrática catalana de la universidad Pompeu Fabra que, como parte de su elaborada estrategia para vendernos espejitos como si fuéramos aquellos indígenas de quinientos años atrás, intentó frente a la sonrisa deslavazada de la directora de la institución que la había importado a esta ciudad casi en el fin del mundo en la que nací y vivo, una extravagante traducción, simultánea a la proyección en su idioma original, de Les glaneurs et la glaneuse, que logró ahuyentar de la sala a casi todos los espectadores, incluyéndome. La feliz llegada a mi desordenada videoteca de L'univers de Jacques Demy hace apenas un par de meses, ha vuelto, con toda fortuna, a reanimar mi atracción por la cineasta. Pero...¿qué puedo escribir sobre ella habiendo visto tan ínfima parte de su obra?. Puedo decir que me interesa sobremanera esa oscilación, esa mezcla, entre "ficción" y "documento" que ya circulaba dentro de Cléo... y que, según he leído, también está en su legendaria, e invisible, opera prima -La Pointe courte- una de las películas que me he propuesto ver antes de morir- inspirada por la construcción literaria que William Faulkner utilizara en Wild palms. Puedo, asimismo, escribir que me atrapa esa labilidad tan suya que le permite engendrar proyectos inesperados de formas arriesgadísimas.

Para ir de la Rive gauche a la Rive droite, sólo hay que cruzar el Sena. Algunos glosadores de la nouvelle vague, sin embargo, prolongan la distancia entre ambas riberas, al señalar, atendiendo mucho más a las anécdotas de vida que a las obras, que algunos cineastas -los del grupo nucleado en torno a Cahiers- pertenecían a la segunda, porque allí desarrollaban la mayor parte de sus actividades, mientras que otros -la Varda, pero también Alain Resnais, Chris Marker, Alain Robbe Grillet, Marguerite Duras, entre ellos- a la primera. Éstos tenían, o habían tenido, tratos con la Academia, políticamente estaban cercanos a la izquierda, cargaban sobre sus hombros una experiencia en el llamado cine "documental" y eran tildados de intelectuales por su estrecha relación con la literatura, que algunos de ellos escribían, que, en ese entonces, se consideraba de vanguardia, entre otras cosas. Los primeros, por su parte, tenían una pésima relación con los ámbitos universitarios: exhibían orgullosamente su carácter de autodidactas, una infancia marcada por el catolicismo -salvo Godard-, la marca a fuego de André Bazin, una devoción por el cine estadounidense de clase "b", una aparente despreocupación por la política y una afición a aparecer como iconoclastas. Estudiante egresado de la Escuela de Vaugirard, con contactos en los dos grupos pero sin formar en ninguna de las dos pandillas, Jacques Demy era el solitario que siguió siendo en su producción.

Pasemos, entonces, a la Rive droite de fines de los '50 y a uno de los cineastas que fue, y es, uno de sus emblemas: Jacques Rivette, un pensador casi secreto que prefirió siempre, en su cine pero también en su vida, mantener un discreto segundo plano, aún hasta en el momento en que le pidió a Rohmer que abandonara Cahiers du Cinéma por sus simpatías hacia la derecha. Poco he visto de Rivette: mi primer contacto fueron las dos veces consecutivas que vi La religieuse -es la única de sus películas que tuvo estreno comercial en Argentina y seguramente se debió al escándalo que desató en Francia- en una sala cinematográfica dedicada al cine ingenuamente erótico de aquellos años donde, para ahorrar dinero, los filmes se proyectaban sin que casi pudieran verse, aunque tampoco se oían: la delgada pared sobre la que se desplegaba la pantalla separaba a la sala de una confitería bailable. Pese a todo, en esas condiciones descubrí Plaisirs d'amour, cantada por Anna Karina, mientras deslizaba sus manos por un armonio, vestida con hábito monacal. Ya en la segunda mitad de la década del 90, en los enrarecidos tiempos del menemato en que un dólar valía un peso, mi amigo Mauricio Alonso consiguió una copia en vídeo comprada en París. La no equivalencia de los sistemas de grabación hizo que la pudiera ver, más en blanco y negro. ¿Accederé alguna vez a una copia en buenas condiciones de La religieuse? (Recuerdo una frase de Les deux anglaises et le continent, novela de Henri-Pierre Roche, que asimismo se oye en la transposición de Truffaut: "La vida es un montón de piezas que jamás se juntan".)

Gerard Leloup, a quién ya me referí, nos regaló, en sesiones colmadas de gente: los espectadores también eran otros, a fines de los '60 -¿o a principios de los '70?-, Paris nous appartient y las dos versiones, la corta y la larga, de L'amour fou. Cuando nombro estos filmes una avalancha de imágenes que no puedo articular, entre ellas el rostro de Bulle Ogier, se desploma desde mi memoria: siento que no puedo escribir sobre ellos -no sabría qué-, sólo puedo entregarme, como cuando veo una estrella errante en el cielo, a gozar el instante en que su recuerdo me atraviesa, intraducible a palabras. Algo de lo inasible -¿de lo "real"?-, y que por tanto no puedo precisar, se debe jugar en mi experiencia como espectador de las películas narrativas de Rivette: cerca del fin de siglo vi Haut, bas, fragile y no podría decir, nuevamente, qué historia, o qué historias, cuenta. Sí puedo dar cuenta de que había un mueble con cajones ocultos, un París entrañable y una Anna Karina que sigue seduciendo.