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Cuarto título de la serie Contes moraux, rodado sin embargo dos, ¿o tres?, años antes que el tercero: Ma nuit chez Maud, La collectionneuse probablemente me haya seducido por razones que hoy estimaría equivocadas. Debo admitir que fui atrapado por la discreta elegancia del ambiente en que transcurría. Pero, más allá de esa seducción tan propia de una joven modistilla decimonónica, estaban - afortunadamente están: no sólo a la muerte venció el cine, sino también al deterioro físico- los bellos cuerpos de Haydée Politoff, Patrick Buchau y Daniel Pommeurelle registrados por Rohmer de una manera que esplende e iluminados, utilizando tan sólo luz natural, por Néstor Almendros. Creo que éste fue su primer largometraje como director de fotografía en Francia, de seguro es el primero que vi. Las reflexiones sobre el juego de los sentimientos que escondía, no las advertí. Tuve que esperar hasta el cierre de la serie -L'amour, l'apres-midi- para poder ser sensible a la particular alianza entre sensualidad, inteligencia y humor que prodiga todo el cine de Rohmer. Hace unos minutos, hoy: 20 de agosto de 2003, acabo de enterarme que, a los ochenta y tres años, está trabajando en la post-producción de su nuevo trabajo :Triple agent: el IMDB da el título así, en inglés. Me ha alegrado. En un arrebato cinéfilo de los que hoy no están bien vistos, me digo: vale la pena vivir para esperarla.

El deslumbramiento con Adieu philippine, de Jacques Rozier, fue inmediato y estalló a la media hora de metraje, cuando vi la articulación de algunos travellings laterales que siguen a sus dos protagonistas femeninas, Juliette y Liliane, por las calles de París, mientras desde la banda sonora se oye un tango afrancesado. La inesperada, celebrada llegada, este año, de una copia a mis manos, no hizo más que confirmar mi apreciación de hace más de treinta años. Por una vez, y no son muchas las que ocurre, un filme, o un libro, o una canción, o una pintura, me sigue despertando las mismas sensaciones que la primera vez que lo vi, o lo leí o lo oí. Si en el número de Cahiers du Cinéma dedicado a hacer un balance de la nouvelle vague, eligieron colocar en la tapa una imagen de Adieu..., me parece que puedo entrever alguna de las razones de sus redactores: hay en ella algo que se me impone como irrepetible, que no aparece en otros filmes del mismo año, y esto no es un juicio de valor, como Vivre sa vie o Landru, que asoma, sin constituir su núcleo, en Cléo de 5 a 7 y en Bande à part, levemente posterior: una cierta manera de filmar, de montar y de sonorizar que permiten que el aire del tiempo de su rodaje sea para nosotros, al mismo tiempo, irrecuperable parte del pasado que, misteriosamente, se instala rabiosamente en nuestro presente. Esos travellings de acompañamiento no podrían rodarse hoy: París no es la misma -no pertenece a los cineastas salvo a los ya viejos Rohmer y Rivette en Les rendez vous de Paris y Haut, bas, fragile, respectivamente- no son iguales sus transeúntes y, por supuesto que Cahiers..., para la que Rozier también escribió, tampoco. Pero sin embargo, y me obstino en esto, cuando se las ve a Juliette y Liliane avanzar por la calle, se siente que el cinematógrafo realiza una de sus proezas: que ciertas imágenes capturadas en un pasado ya no puedan abandonar el presente de quien se asoma a ellas. Como ocurre en otro filme de los por entonces llamados 'nuevos cines', como es Ljubani slucaj ili tragediza sluzbenice P.T.T., de Dusan Makavejev (¿quién puede remitir al pasado el tendido de ropa o el amasado, acompañados por un himno a mayor gloria del "padrecito" Stalin?). Como también sucede, hoy que el cine es otro, en toda la primera parte, antes que el relato deliberadamente comience a desarticularse, de un relativamente reciente filme argentino: Silvia Prieto, de Martín Rejtman o en Hatuna Meuheret, de Dover Kosashvili.

Filme en el que la lucha de Argelia por su liberación -como ocurre en Le petit soldat, Les parapluies de Cherbourg, Muriel ou le temps d'un retour o, a partir de la aparición del soldado, en el último tramo de Cléo de 5 a 7- es una amenaza que pende sobre sus personajes, me parece que es, entre todos sus contemporáneos y que me perdone Godard que seguramente jamás leerá estas líneas, el que mejor aprendió la lección, imborrable, de Viaggio in Italia, de Roberto Rossellini. No tengo datos sobre el rodaje pero apostaría que cada secuencia se armó sobre la marcha a partir de algunas, pocas, líneas escritas. Vaya, por último, mi recuerdo emocionado por Jean-Claude Aimini -con un rostro y un cuerpo que evocan a James Dean-, Stefania Sabatini e Yveline Céry, sus tres protagonistas, no profesionales me parece, que jamás volvieron a filmar, quedando así fijados de una única manera, lo que facilita su recuerdo. Rozier, por su parte, tras el estruendoso fracaso de taquilla que le reportó Adieu Philippine se convirtió en un cineasta-enigma, al menos si se lo mira desde este lugar del mundo. Tiene en su haber otros tres largometrajes que, con seguridad, concluyó: Du côte d'Oruet (1973), Les Naufragues de l'ile de la Tortue (1974) y Maine-Océan (1986), producido por el infatigable Paulo Branco. Y otros dos -Comment devenir cinéaste sans se prendre la tête (1995) y Fifi Martingale (2001)- que, a lo mejor, ni siquiera terminó. Ninguno fue más allá de las fronteras de su país de origen. De la misma manera que en el cine no parlante italiano Francesca Bertini, en los finales desdichados de los filmes que interpretaba, casi siempre se perdía en la oscuridad, Rozier, que de vivir tiene setenta y siete años, fue ocultado a nuestra vista por los bancos de niebla química del capitalismo tardío.

V

No, no eran girasoles los que crecían en el ordenado jardín de la mansión en Aix-en-Provence. Eran rosas, pero tan gigantescas que tenían el tamaño de éstos. En medio de ellas, la cámara contrapicada descubría, asomada a una ventana de la planta alta a la mucama Julie, ataviada con su uniforme blanco que, sin embargo, dejaba adivinar sus senos turgentes.

Esta imagen, del tercer largometraje de Claude Chabrol, A double tour, se confunde, o más bien funde encadenada en alguna esquina de mi memoria, con la del patio, desordenado, de mi amigo que por entonces vivía, cuyo ombú era atravesado por los rayos de sol de una mañana en un domingo de primavera. Ahí creí ver por primera vez unas ramas nudosas atravesadas por la luz, que tantas veces volví a recobrar en el cine aunque los árboles fueran otros, sobre todo si se trataba de representar el deep South estadounidense.

Algo semejante, la de una primera sensación que después se reitera muchas veces: en la vida y en el cine, me ocurre cuando pienso en esa aparición de Julie, mi primer encuentro con Bernardette Lafont, bellísima mujer que logró aunar la ternura más rotunda con un erotismo para nada subterráneo que afloraba en cada paso que daba. Y que encontró su mayor punto de ebullición en el siguiente largometraje de Chabrol, ese filme que me sigue pareciendo digno de admiración que tiene por nombre Les bonnes femmes. Estruendoso fracaso comercial, obligó a Chabrol, desde 1960, a una carrera errática e imprevisible, pese a que cierta crítica, que recién hoy se asoma a su obra, lo acuse de hacer siempre la misma película. El tono elegido -un humor negrísimo- para describir las peripecias vitales de cuatro empleadas de una tienda, junto a una utilización nada disimulada de la improvisación -que hace, por un lado, que el espectador, permanentemente, se pregunte hacia dónde se disparará la trama y, por el otro, que advierta cómo se desvanecen las, por entonces, infranqueables barreras industriales que separaban al "cine de ficción" del "cine documental"- lo convierten en un ejemplo emblemático de la ruptura introducida por el joven cine francés de aquel entonces. El asesinato de Jacqueline por el motorista en el bosque, que por la manera en que está puesto en escena sugiere que el amor y el crimen son dos caras de la misma moneda, está entre las secuencias más bellas que recuerdo de mi vida de espectador. Y no sólo en el cine francés.