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II
Los historiadores, esos grandes narradores de ficciones, tienden a tomar el Festival de Cannes de 1959 como fecha del nacimiento de la nouvelle vague cinematográfica: la Palma de Oro es para Orfeu negro, de Marcel Camus; el premio al mejor director queda en manos de Francois Truffaut por Les quatre cents coups y, fuera de concurso, se presenta Hiroshima mon amour, de Alain Resnais. Pero en realidad, la etiqueta nouvelle vague ya se había utilizado dos años antes en las páginas del semanario L'Express aplicada a designar los nuevos hábitos de vida de los jóvenes franceses. Como bien ha señalado Jean.Michel Frodom: "Nouvelle vague designa, pues, una realidad sociológica y es así como la expresión, aplicada al cine, será inicialmente entendida: los filmes que se desprenden de ella, para sus contemporáneos, son aquellos que testimonian nuevas costumbres, mostradas con una franqueza inédita y refrescante." Claro está que los nombres de los galardonados franceses en el festival nacional, ya indican las diferencias que albergará el rótulo: Camus nunca fue más allá del cultivo de un exotismo esteticista con cierto tufillo colonialista, y Truffaut y Resnais demostraron ampliamente, en su producción, carecer de puntos comunes, salvo el de rodar sus primeros filmes con un presupuesto escaso para las costumbres de unos pocos años atrás. Pierre Kast, que, en sus comienzos, perteneció al grupo nucleado en torno a Cahiers du Cinéma y hoy es un cineasta injustamente olvidado cuyos filmes son prácticamente imposibles de ver, planteó, con fino espíritu, estas diferencias, tal como lo recoge un artículo de 1984 "La nueva ola: observaciones, notas y recuerdos" . Escribió: "No era una escuela como el manierismo o el impresionismo. Tampoco el siniestro 'realismo socialista', producto contra natura de Aragon y de Jdanov, con la Lubianka como decorado de fondo y un ícono para san Lyssenko. Tampoco era un grupo estructurado, como el grupo surrealista, con sus exclusiones y sus cismas, o algunas ejecuciones que, por suerte, permanecieron en el nivel de los simulacros. Ni siquiera el expresionismo alemán, tal como lo describió Lotte Eisner o el neorrealismo italiano, que Sadoul, Aristarco o Zavattini quisieron encerrar dentro de los límites de una definición. Si miramos a los viajeros de este 'tren de recreo' apenas remolcado por la célebre locomotora de la historia, veremos que entre ellos no había en común ni ideología, ni estética, ni metafísica, ni religión, ni posición política, ni siquiera, la más de las veces, gustos comunes. Eran, fueron y siguen siendo, aunque de otro modo, extremadamente distintos en su estilo de vida, en sus costumbres, en sus hábitos, en sus relaciones con las mujeres o las bebidas, en su relación, crítica o no, reservada o no, con la sociedad, con las estructuras sociales y económicas. Entonces...¿qué ocurre?. Elemental, mi querido Watson. Eran de un lugar y de un tiempo, sometidos a las mismas condiciones cinematográficas de temperatura y presión. A las mismas variaciones climatológicas de la producción, de la distribución y de la explotación de los filmes."
Como señalara Truffaut a Louis Marcorelles en 1961: "No es un movimiento, ni una escuela, ni un grupo, es una cantidad, es una denominación colectiva inventada por la prensa para agrupar una cincuentena de nuevos directores que han surgido en dos años."
Nuevos realizadores cuyas obras, aquellas que llegaron a las salas de cine de Argentina, fueron atropelladamente presentadas, casi todas varios años después de su estreno francés, aprovechando la aceptación pública de la etiqueta que sirvió, acá, para cobijar películas tan pomposamente pretenciosas como Les dimanches de ville d'Avray, que le reportó a su director, Serge Bourguignon, un "Oscar" al Mejor Film Extranjero o La fille aux yeux d'or, de Jean-Gabriel Albicocco, cineastas ambos que, afortunadamente, tuvieron una carrera corta que finalizó junto con la década del '60. O filmes presuntamente eróticos como Douce violence -del que, sin embargo, recuerdo gratamente una melodía de George Garvarentz- del prolífico Max Pécas que, con el correr de los años, se especializó en la pornografía 'soft'.
III
Pero si hay una fecha de comienzo, que se obstina en ignorar el estreno, un año antes, de Le beau Serge, la opera prima de Claude Chabrol, lo que sin duda no hay es una fecha de finalización consensuada. Algunos arriesgan que esa atmósfera común que parecía agruparlos se disuelve con la aparición, en diciembre de 1962, del número 138 de Cahiers du Cinéma dedicado a realizar un balance de la nouvelle vague, donde sus redactores eligen como mejor película, de un movimiento que no era tal, a Adieu philippine, de Jacques Rozier. Otros lo extienden hasta noviembre de 1964 cuando, tras graves conflictos con la censura francesa al fin se estrena en París La femme mariée, de Jean-Luc Godard, con el título de Une femme mariée.
Sin embargo, muy cerca del final de Bande à part también de Godard, parece que tan bellamente homenajeada por Bertolucci en The dreamers, y rodada durante el invierno boreal 1963-1964, Franz dice a Odile: "¿No es extraño como la gente nunca forma un grupo unido? Sí, nunca se amalgaman. Permanecen separados. Cada uno sigue su propio camino. Desconfiado, trágico. Aún cuando están juntos en las casas, en las calles." ¿Es demasiado arriesgado pensarlo como una reflexión melancólica, en torno a los caminos tomados por el grupo de cineastas-críticos nucleado alrededor de Cahiers du Cinéma y, por extensión, a los otros realizadores etiquetados como pertenecientes a la nouvelle vague?
Al dar cuenta de esta periodización, tan poco confiable como todas, acabo de caer en cuenta que la mayoría de las películas de ese momento, las he visto después que la nouvelle vague, sea ésta lo que haya sido, ya había sido sepultada en su país de origen. Claro está que no lo sabía. No me atrevía, tampoco, a dudar de la vigencia de los rótulos por aquellos días en los que todavía no me había dado cuenta que el amor a los muertos, si persiste, tiene la felicidad de permanecer ajeno a los desgastes de la opacidad cotidiana.
IV
En los días en que vivía en la ciudad cercada por ríos, uno de ellos hoy la ha arrasado, fue el cine, como si fuera un amigo o un padre, el que me descubrió la existencia de las playas (de la misma manera en que Jules et Jim me hizo reparar en las bicicletas). Cierto cine italiano del que ya no se habla, quizá con justa razón, como algunas películas de Valerio Zurlini o Florestano Vancini, niños mimados de cierta crítica cinematográfica contenidista que crecía vigorosamente en mi país, o Il sorpasso, de Dino Risi, que gallardamente resiste el paso del tiempo, se desarrollaban, algunas totalmente y otras en parte, en la arena al lado del agua, o en sus cercanías. Pero, ya avanzada la década del 60, fue el encuentro con dos películas de cineastas franceses de reciente promoción -La collectionneuse, de Eric Rohmer y, sobre todo, Adieu philippine (que pude ver más de una vez gracias al indeclinable buen gusto cinematográfico, no habitual entre los sonrientes burócratas que solían ocupar el cargo, del que era, en ese entonces, director de la Alianza Francesa de Santa Fe, Monsieur Gerard Leloup)- las que transformaron el descubrimiento en una pasión, perdurable en mi memoria.