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Fue entonces que empezó a preguntar por ahí. Toda esa gente estúpida, que la miraba y bajaba la vista, no necesitaba hablar para que fuera armando el rompecabezas. Se les escapaban gestos, hilachas de palabras. Supo que todos pensaban que el inglés lo había hecho. "Hacer qué!", casi grité pero ya sabía; a ella la impacientó mi miedo, y también gritó, "¡el incendio, el incendio! Qué otra cosa iba a ser, el incendio! ¡Los quemó, los quemó como a ratas!"

Hubo un silencio largo, me acuerdo bien. Nos quedamos un rato largo mirando el fuego, y yo le acariciaba la mano que había apoyado en mí.

Esa tarde atroz el Inglés había llegado inesperadamente a su casa, sabiendo que no iba a encontrar a la mujer, y había vuelto a salir decidido como un muerto.

No sabía que había pasado después con el Inglés, pero era claro que por dentro también había muerto ese día en que dejó saltar el volcán de la furia y prendió el fósforo con las manos tiritando y la nariz apretada por el olor a kerosén.

Eran todos ellos.

A partir de ahí ya empezamos a nombrarlos. Si la Sombra era el muchacho, qué tenía con ella que siempre parecía querer tocarla, abrazarla, interponiéndose entre ella y el espejo para que quedaran sus ojos superpuestos, mirándola con los de ella. Por qué el Inglés la miraba así. Y por qué tenían que estar todos en una casa donde nunca habían vivido. ¿Era porque no querían alejarse del retrato de la Sepia, como si fuera el lazo que unía su patética existencia con este mundo?

Ella volvía y volvía al relato de ese día, y otra vez el inglés llegaba a la casa, y la miraba hueca en todas las habitaciones, y volvía a salir, pero en esta nueva versión que me daba, agitada, ella rascó de pronto lo que quedaba en el fondo del cuento y dijo "..."sacó a la nena de la casa de la vecina y se la llevó lejos.."

"¿La nena?", la interrumpí, "¿Qué nena?"

Tenían una nena de pocos meses. La Sepia la dejaba en la casa de una vecina, que fingía creer las excusas, para escaparse a la casa del Sombra. El Inglés la arrancó de los brazos de la vecina como si fuera un paquete y se la llevó a otra parte, la dejó en la casa de una mujer que él conocía. Y después hizo el camino de regreso y ...

Tenían una hija. Me imaginaba al Inglés caminando decidido por la calle, mirando cada tanto la carita de la nena, que no iba a volver a acariciar, y de pronto me asaltó otra imagen: la llevaba como a un estorbo, llena de puntillas, sin mirarla ni hablarle en secreto como les hablamos a los bebés, la entregaba a cualquiera, porque no era suya.

"Pero, ¿era de él la nena, era su hija, o era del otro?", le exigí, y ella se dio vuelta como si la hubiera mordido, y afirmó que de él, pero enseguida dudó: no lo sabía. O sí.

No importaba lo que había podido averiguar en la calle. Lo esencial de la historia, los ríos que le corrían por dentro, se lo habían contado ellos. En la casa todo era silencio, y se oía el tic tac del péndulo, claramente. Como si estuviera sola. Pero brotaba su presencia de vapor helado, sus caras mudas que aturdían con el dolor insistiendo a su espalda. No voy a mirar, se prometía, pero levantaba la vista del plato y ahí estaba el Inglés, al otro lado de la mesa oscura, detenido en el aire. Empezó a hacerles gestos de fastidio, pero se iban cuando ellos querían. Hasta que no pudo escuchar más.

Una noche, antes de acostarse, se quedó largo rato parada en el centro de la habitación mirando uno a uno los muebles y los cuadros, las carpetas tejidas, el reloj de péndulo. Cuando se metió en la cama y apagó la luz, esperó que la poca luminosidad de la calle se derramara por el cuarto y serena y grave se fue hundiendo en el sueño, pero antes de dormirse alcanzó a ver al Sombra disimulado en un ángulo, como casi todas las noches de esos últimos días.

El sol vertical de la ventana la despertó y lo primero que hizo fue caminar hasta el ropero para sacar un bolso y la valija. Guardó algunas cosas, su ropa apenas, y estuvo a punto de tomar la caja pero su mano se detuvo antes de tocarla. Su tarea desató una espiral de movimientos alrededor, de gritos desesperados, urgentes, en el silencio. A mí me parecía que esas voces lentas se acercaban de verdad, superpuestas, cada vez más intensas, hasta que se cortaban con un portazo.

Escondió la cara en mi hombro. "Pobrecitos, pobrecitos, los dejé, ¿quién va a escucharlos ahora?", decía, y yo la seguía abrazando, saltando de sus palabras a mis pensamientos. De a poco comprendí, como una revelación de ventana abierta de par en par, que ese ser que me temblaba en los brazos, también ella como una mariposa a punto de escapar, vivía el momento más intenso de su vida, sin darse cuenta todavía de lo que yo ya había entendido: Ellos no querían contárselo a nadie más. Era una historia sólo para ella; era su propia historia.

"Pero no habías terminado de escuchar", me atreví a decirle. Ella salió del hueco de mi abrazo.

"Qué más tenía que escuchar", dijo, y se quedó muda de pronto; su mirada viva saltando por mi cara, el pensamiento una flecha ardiendo, hasta que se levantó sacudida por la revelación con la mano en la boca, caminó unos pasos y llegó a la puerta. Esa es una foto que me aparece siempre que recuerdo esa noche; metía los dedos entre el pelo, agitada, se apoyaba en la pared.

Después pareció llegar a alguna parte, y me miró mansa: "Yo soy la nena", suspiró, y sacudía la cabeza, "yo soy esa nena"

"A mí me parecía que sí", le dije probando, y dudaba, pero ya estaba dicho: "¿Y no los vas a perdonar?"

Me miró por un momento sin decir nada, paralizada y alta junto a la puerta, y yo había empezado a levantarme para ir hacia ella cuando intentó una sonrisa, giró como una nube y salió, y me quedé en medio de la sala mirando la puerta cerrada. Qué iba a hacer, no iba a correrla por la calle. Ella tenía que vivir sola lo que era sólo suyo.

Después viví varios días como sonámbulo, luchando con mis ganas de buscarla y esperando que cada llamada en el teléfono fuera la suya.

Hasta hoy. Llegó una carta y me decepcionó el tamaño del papel cuando rompí el sobre. Pero después lo leí y me quedé largo rato escuchando los parpadeos del fuego. Decía:

"Volví a la casa, los miré y me miraron por última vez. La verdad entró en mi cuerpo como un río.

Mañana me voy de aquí, igual que ellos, y esta vez es para siempre.

Va a hacer falta mucha leña para todo lo que tengo que contarte"

- - -

Un escriba contaba una historia con su voz de papel, escondido en un hombre que contaba la historia de una mujer que ya amaba, que contaba la historia de otra mujer que le habían contado unas personas que ya no contaban el cuento en el sol de sus vidas.

Él sí te ha estado engañando.

Y ahora sólo espera, pacientemente, que todos ellos le revelen al fin por qué se ha pasado tantos días contándote esta historia, frente a las llamas civilizadas de su estufa.


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