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Me acordé de una noche en que tuve que conducir sin limpiaparabrisas en medio de una tormenta infernal. Se había cortado la luz en la calle y los árboles viejos se sacudían como plumeros sobre el camino; yo sabía que era cierta la posibilidad de que uno cayera justo sobre el auto. Esforzaba los ojos para ver la calle que apenas se vislumbraba, y el espejo retrovisor era un pozo negro. Le conté lo que había pensado aquella noche, que la vida era igual a ese viaje a ciegas, manejar mal un vehículo prestado sin ver bien el camino, mientras vamos dejando caer en el pozo de la luneta trasera cada cosa que vivimos. Ella asentía, con los ojos muy abiertos, y de pronto me puso las manos sobre el brazo; buscaba una luz que aclarara todo, una explicación para lo que había vivido allá.

Entramos otra vez. ¿Qué había pasado con la casa? Me la imaginaba cerrada bajo sus persianas, callada, con los personajes que acababa de conocer deambulando por las habitaciones. ¿Y la foto? ¿Qué habría pasado con la foto?

Ella tuvo un instante de duda, y hasta me pareció que mentía por primera vez. Dijo que como existía la posibilidad de que otra gente hubiera ocupado la casa, imaginaba que estaría saqueada, y seguramente la habrían tirado. Me dio pena la Sepia, y esperé que también ellos le hubieran tenido lástima. Después de todo, ella tampoco sabía quién era y la había dejado vivir escondida atrás del espejo.

Otra vez lo único que le interesaba era el fuego. Y yo le daba tragos cortos a la ginebra, tratando de encajar este planeta nuevo en el sistema de mis ideas acerca del mundo. Los dos nos alejábamos de la historia que se iba bordando de a poco. ¿Es que nos daba miedo a los dos? ¿Por qué ella se había sumergido otra vez, hipnotizada por el fuego? ¿Qué le había molestado? ¿Mi pregunta? No, no le había preguntado nada, le había dicho... Le había dicho "Vos tampoco sabías quién era y la dejaste vivir escond... Y ahí me di cuenta de que la Sepia no era tan desconocida para ella, porque de alguna manera estaba atada a recuerdos muy viejos. Dijo que cuando era chica le gustaba contemplar a la mujer del cuadro, y quería parecerse a ella cuando fuera grande. A veces se peinaba igual y jugaba con el espejo: se miraba y después lo movía para ver la foto detrás. A la Tía no le gustaban estos juegos, pero casi nunca hablaba; había que sacarle las palabras con mucho esfuerzo, como abrojos en la lana, así que no era mucho lo que había podido saber de ella ni de cómo había llegado el retrato a la casa.

La Sepia era de Entre Ríos; el padre trabajaba en las aduanas, y lo trasladaban de un puerto al otro por su trabajo. Tenía catorce años cuando la familia llegó al pueblo con el último traslado del hombre.

Eso fue todo lo que supo por mucho tiempo. Después encontró las cartas. Algo dentro de mí saltó: "¿Cartas? ¿Cartas de ella?", y ella volvió a sus manos, y muy bajito, como para que no la escuchara en realidad, dijo "No, de él."

Las cartas eran de un hombre que la quería, un inglés que estaba construyendo edificios para una empresa de importaciones. Ya era un hombre grande cuando la conoció; le llevaba más de veinte años, pero ahí paró en seco la soledad de su vida gris y quiso casarse con ella.

Las cartas que había encontrado en una caja, revisando el ropero de la tía cuando ya se había quedado sola, estaban escritas en un castellano duro, casi literario. A veces, de tarde, se sentaba en la penumbra del comedor y abría conmovida la cajita de madera donde estaban guardadas. Las fue leyendo de a poco, porque era triste leer esa voz hablando de amor desde el otro lado de la muerte. Las cartas de amor del viejo emanaban esa esperanza lánguida y frágil de los que no son amados, y a veces dejaban escapar una pasión sofocada; prometían una vida feliz, segura, y se deshacían en ternuras. Las había leído tantas veces que recordaba partes enteras, cosas como toda la vida podría esperar que me mires como yo sé que tú puedes mirar a un hombre, o Cada vez que te abrazo agradezco a la vida, aunque me tiemblas contra el pecho como mariposa siempre a punto de escapar... Se acordaba de todo eso, y me lo recitaba en voz baja.

Pero la chica quería a otro, a uno que era todo sudor y miradas de huracán. Ése vivía en una casa muy parca que estaba cerca de la de ella, y se conocieron cuando ya estaba casada con el inglés. El padre del muchacho, que vivía con él, había tenido algún oficio que ya no practicaba, y él fabricaba artesanías en madera. Me pareció que tantos detalles ya eran parte de su fantasía, pero ella se volvió a mí irritada de pronto: "¿No querías que te contara? Eso es, eso es, lo que te cuento, ése es el embrollo, el acertijo! Todo eso sé, lo sé, no me preguntes por qué!", y después fue bajando de su rabia de a poco, pero siguió hablando apasionada.

No sólo había cartas. Las otras cosas que había en la caja ya no eran del inglés. Había una cadena de madera, tallada y tallada despacio hasta lograr que quedaran los eslabones unidos para siempre, y desde siempre, como habían estado en la sustancia del árbol. En uno de los eslabones habían escrito "así es nuestro amor".

Estaba hermosa conmovida ahí frente a mí, temblando en el aire con el recuerdo de la cadena que claramente no podía ser del inglés de las cartas. Él sabía que no era así el amor de ellos, y además era hombre de planos y papeles, no de tallar madera. Yo me imaginaba al otro, el muchacho, el amante, sentado debajo de la parra, en el patio, tallando la madera y esperando que ella llegara, mientras el inglés estaba trabajando. El padre de él sabía. Se hacía el distraído y se iba a la plaza del pueblo, a sentarse con los otros jubilados, y cuando volvía no preguntaba nada.

Ella había tratado de armar toda la historia aunque fuera con hilachas de relatos de los vecinos del pueblo, que seguramente los habían conocido. Pero todos esquivaban las preguntas, y si ella había estado dejando caer comentarios casuales en el almacén, apenas pasaba el marco de la puerta los oía cuchichear a sus espaldas. Había algo que no decían.

Y en la caja también había un avioncito. Un aeroplano de madera, lijado con mucha paciencia, lustrado con amor, escondido mucho tiempo junto con la cadena, como una promesa de vuelo.

"Y cumplió", dijo ella, "porque...", y yo no le permití terminar porque vi, quise ver, el final feliz. "¡Se escaparon juntos!", solté como para empaquetar la historia, pero un ramalazo frío le atravesó la cara: Se habían ido juntos, pero no en avión. Qué avión iban a tomar, si él era un pobre que no tenía ni para sostenerse solo.

Yo no quería escuchar esa parte de la historia, pero tuve que oirla: se habían muerto juntos. Se habían muerto los dos en la casa de él, cuando se incendió. Y yo salté y casi me levanto del sillón. "No!", no me digas eso!", le dije. Estaba espantado, la escena era más horrible de lo que

Un incendio! Se habían quemado! Nuestros ojos quedaron atados desesperadamente; la cara de ella se desarmaba en pedazos y llovía. Y entonces fue cuando nos abrazamos como náufragos, y yo de pronto le estaba acariciando la cara mojada, le daba un pañuelo, la besaba como un hermano; todo al revés de mis fantasías, pero ésa era la verdad; había en ella un pozo oscuro con relámpagos, y me pareció que atravesarlo era la prueba para llegar al castillo donde me esperaba la famosa princesa. Estaba lleno de bravura y ya me parecía correr de vuelta llevándola de la mano, entre lenguas de hielo y telarañas. Los dos veíamos en los ojos del otro, pero ninguno lo decía, la escena de los otros pobres dos entre las llamas. Y ella repetía "horrible, horrible, fue horrible", como si lo hubiera vivido.

La historia de la Sepia arrancada con las uñas al silencio de la gente le había ido explicando quiénes eran sus fantasmas privados; ya había entendido, ya se había dado cuenta de que eran todos ellos. El inglés, la mujer, ese muchacho oscuro. Hasta el jubilado, el padre, el que se hacía el distraído y se debía haber muerto por la mismísima culpa.