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Uno era una sombra oscura; no sabía bien, nunca lo había visto entero. Sabía, sentía que estaba asomando detrás de algún mueble pero si miraba bien ya no lo percibía. Estuvo mucho tiempo convencida de que imaginaba cosas. Después ya no.

Entonces pensó que esa forma oscura era una fase anterior a aparecerse claramente, que era alguno de los otros dos, y yo dije alarmado qué otros dos, y resultó que sí, que eran tres en total. Pero de a poco se fue dando cuenta de que no era una fase; que era así, que era otro, uno que la buscaba pero no quería mostrarse, que le tenía miedo a ella.

Enseguida empezó a hablar de otro más, uno que tenía una especie de sobretodo gris claro, cerrado hasta el cuello. Era un hombre grande, delgado y blanco de piel, con ojos claros, como un extranjero. Y el tercero, vestido siempre con una camisa azul, era un viejo grueso y bajo, ... italiano, le parecía, con el aire de un jubilado que se sienta a la puerta a mirar la calle.

Yo empezaba a imaginarme la vida a partir de esa noche. Si eso era verdad, nunca más iba a ser la que yo había conocido. Era abrir una puerta que no se iba a poder volver a cerrar.

Me tomé un respiro moviendo los leños. La seguridad que yo había manejado toda la noche se me deshacía: no entendía bien si todo era un juego de ella, tenerme dos horas escuchando un invento y después reirse. Pero era riesgoso apostar a una sola carta. ¿Y si de verdad ella estaba convencida de que había sido cierto y se sentía defraudada porque no le creía? Destelló la otra posibilidad: ella estaba loca y yo era el único que no lo sabía. El fuego se reanimó y antes de darme cuenta yo ya estaba jugado. Había estado esperando su mirada desde que iba caminando a abrirle la puerta, después de su timbrazo corto, con el fuego encendido y el pecho como un tambor, y sentí que no tenía que seguir esperando: tenía que salir a buscársela. La miré intenso: "Si vos me decís que esto es verdad, yo voy a creerte".

No me había equivocado. Se hicieron agua luminosa sus ojos, y pareció aflojarse. "Gracias...",dijo casi en secreto, y bajaron sus párpados suaves. Un puente se formó entre nosotros y yo también me largué a correr por donde ella me llevaba.

Estaba convencida de que ellos rondaban todo el tiempo por las habitaciones, aunque ella no lo advirtiera, y que de pronto algo sucedía en su percepción; hacía contacto y los veía, como si se abriera un pasadizo. Yo me había entregado al asunto, y evaluaba seriamente esta inusitada posibilidad. No me cerraba la idea del pasadizo. Se me ocurría que no podía ser así, porque una brecha se abre entre dos lugares que están separados por algo, y esto me parecía como un bloque dentro de otro bloque, dos dimensiones del mismo lugar y el mismo tiempo. Cuando se daban algunas condiciones insospechadas, se hacían visibles uno para el otro. Oh, caramba, tú también estabas aquí. Mientras trataba de explicar lo que pensaba, otra parte de mí mismo se reía de mí.

Ella siempre volvía a sus manos y también trataba de encontrar palabras. Pensaba que en ese caso ellos también habrían parecido sorprendidos de verla, y en cambio estaban siempre serios, si no estaban tristes. No aparecían juntos, pero a veces en el mismo día encontraba varias veces a cada uno, y otra vez le tembló la boca, era un infierno, decía, era un infierno, los tres con ese aire doloroso de los entierros, como si se les hubiera muerto ayer mismo alguien muy amado y aquello los hubiera fijado en un día de dolor; un día horrible que estaba presente en los tres. Pero no hablaban, no se movían casi. Uno sí: la sombra, que a veces parecía adosarse a su espalda estremecida, como insinuando un abrazo que nunca llegaba, o le rozaba el pelo.

Y el otro, el canoso tan pálido, con sobretodo gris, ése la miraba nada más. Cuando lo veía estaba parado frente a ella, a unos metros, y sólo la miraba, casi impúdico, porque la hacía cómplice de su dolor como si fuera un pariente, como si ella supiera perfectamente por qué sufría; esa mirada que se cruzan dos de la misma familia que ya no necesitan hablarse. Una cara trágica. Ella trataba de no mirarlo y hacía sus cosas, pero no podía seguir; al final se daba vuelta y lo veía ahí, mudo, hasta que todo lo que tenía se le caía de las manos, y huía a otra habitación.

Cuando le pregunté por el italiano se distendió y hasta le apareció una sombra de sonrisa. Ése no la mortificaba, pero había días en que brotaba en su lugar habitual, paradito así entre la segunda y la tercera puerta del placard grande, con las manos gastadas medio juntas sobre la camisa azul, y la miraba con una desolación tan modesta que le apretaba el pecho. No la inquietaba, pero él también, como los otros, emitía un chorro de aire más denso que el de la habitación, una cosa ancha que salía de él, la inundaba y seguía de largo. Eso mismo que viene desde las personas, su vibración en el aire, pero más potente, porque era como desnudo, pelado, sin disfraz. Llegaba puro. La del viejo era una tristeza pura pegándole en todo el cuerpo.

Ella le acercaba ramitas al fuego y una especie de alegría jugaba en la base de las llamas. La voz le salió opaca:

"...Y después estaba la mujer."

Ah, ¿había una mujer también? Evoqué un holograma grisáceo de hermosa escondida por tules, flotando, como reclinada en el aire, que se deshizo cuando ella habló. No era como los otros. Era un retrato, nada más que un retrato, que estaba escondido atrás de un tualet de ésos con espejos laterales que se mueven. Al cerrar un poco el espejo de la izquierda, ahí estaba ella. La contemplaba, triste, desde una foto ovalada, justo a la altura donde habría visto su cara si la mujer hubiera estado de cuerpo entero.

Tenía una belleza de otro tiempo, con aire de mártir, serena. Era joven. Ella sabía que no podía tener más de 28 años porque la tía antes de morir había vencido su eterno hermetismo, había soltado un poco el candado de su boca y entrecortada le contaba desde la cama la historia de la chica del cuadro, que había muerto a esa edad.

Me acordé de la tía. Ella me la había mencionado alguna vez, como si fuera la única familia a la que podía referirse. Siempre había vivido con ella, y hacía cinco años le había dejado la módica herencia de la casita, que pensó al principio en arreglar un poco. Pero apenas se quedó sola empezaron a aparecer ellos. Un embrollo de sus dedos flacos luchó sobre un pliegue que le hacía la ropa sobre las piernas, y enseguida se puso a querer meter una uña debajo de las otras. Tuve el impulso de separarle las manos, y sentí desde ellas la calma que se iba derramando por su cuerpo.

La del cuadro nunca se aparecía como los otros, pero siempre estaba como una presencia ahí atrás; ella sabía que estaba. Era como un pariente de ésos que se quedan solos y uno los deja vivir en casa. Pero era sólo eso: el rostro en la foto, y el resto era... de nube, o de humo, no, de algo, de presencia en el aire. Tal vez color sepia, como el retrato.

Me pareció que el fuego se estaba consumiendo todo el aire de la sala, y respiré fuerte. Entonces teníamos...El Extranjero, el Pobre Viejo, el tímido que parecía una Sombra..., y la Sepia. ¿No había más?

A ella no le gustó mi tono cuando me puse a hacer el recuento.

"Vos no creés lo que te estoy contando", dijo, y parecía una nena de pronto. Como seguía con la cara escondida por el cabello se lo corrí con suavidad y ya me parecía que podía tocarla toda, acariciarle la cara, bajar por el pulóver dejándome llevar por las ondulaciones, buscar la piel y dejarla resbalar bajo los dedos, saber qué consistencia tenía la cadera..., pero no iba a ser esa noche; apenas le rocé el pelo y se lo llevé hacia atrás para verle las mejillas temblorosas. ¿Por qué no iba a ser verdad? ¿Qué cosa es verdad, lo que vemos con nuestros ojos nomás? Todo es un gran misterio, y nosotros andamos a tientas. Sus ojos (¡tan lindos siempre!) me dieron una mirada otra vez. Entonces sentí que estaba listo; que me había venido enamorando como un tarado pero a la vez, ah, qué alivio, otra vez el amor. Y fui yo el que sintió que podía confiar.