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Ambos están entre los padres indiscutidos del "cine moderno". Ambos fueron rotulados con la etiqueta de "cineastas católicos", bastante más merecida en el caso del italiano que en el del francés, durante aquellos años en que la Iglesia parecía preocuparse en pensar al cinematógrafo entendido como un arte y no en contribuir enérgicamente al merchandising de una película de Mel Gibson sobre la agonía de Cristo. Salvo la última película de Robert Bresson (L'argent, 1983), tanto él como Roberto Rossellini, desarrollaron su obra en el mismo tiempo: de la década del '40 hasta la del '70, esta última incluida. Estos lazos ajenos a sus respectiva poéticas, tan disimíles entre sí, parecen los únicos que pueden tenderse entre ellos, ahora que sus vidas y sus filmografías ya están cerradas. Sin embargo, intentaremos construir otro, una enigmática correspondencia, más cercano a sus películas, o, mejor escrito, a una de cada uno separadas por treinta años: Germania, anno zero (1947) y Le diable probablement (1977).

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Germania..., sexto largometraje realizado, y concluido, por Roberto Rossellini y tercero concretado por él después de la caída del fascismo en Italia, es un filme fuera de época. De haber sido comenzado a rodar el 17 de enero de 1945, como Roma, citta aperta, y no en septiembre de 1947, como efectivamente lo fue, otro hubiera sido su destino. (Claro está que no ignoramos que esta afirmación, útil para lo que queremos decir, adolece de una falla axial: Germania... nunca hubiera podido ser lo que es, si antes Rossellini no hubiera enfrentado la filmación de Roma... y, sobre todo, de Paisà.) Pero tuvo la desdicha de estrenarse, en Italia en 1948, cuando la guerra era ya un tema del pasado, inmediato pero pasado, y otras preocupaciones, políticas, agitaban la vida pública. Había demasiadas expectativas, sobre todo en la izquierda, depositadas en un futuro que se soñaba venturoso, para aceptar una película que sostiene que las heridas provocadas por los regímenes totalitarios y la guerra, no se cauterizan fácilmente, si es que esto es posible. La falta de "personajes positivos" –como los reclamaba la crítica cinematográfica marxista de hondas raíces luckasianas-, el grito desesperanzado que implica su terrible final –uno de los más duros que se hayan filmado en el cinematógrafo-, más el hecho de no levantar un dedo acusador contra el pueblo alemán, sino de observarlo sin intentar un juicio, determinaron su inmediata incomprensión. Y, en algunos casos de célebre miopía crítica: a ambos lados del océano bien conviene aclarar, iniciaron la continua negación de todo lo que hiciera Rossellini desde allí hasta Il generale della Rovere. (Es decir, algunas de las películas más bellas que jamás se hayan hecho, me refiero a Stromboli, terra di Dio; Francesco, giullare di Dio; Europa'51; Ingrid Bergman; Viaggio in Italia; Angst e India, Matri Bhumi.)

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Duodécimo largometraje de Robert Bresson, y penúltimo de los tan sólo trece que le permitieron realizar a lo largo de cuarenta laboriosos años (1943 – 1983), Le diable probablement conoció problemas de financiación – no le fue concedida la ayuda oficial por la comisión encargada de otorgar un adelanto sobre taquilla y tuvo que intervenir personalmente el Ministro de Cultura, Michel Guy, para que, finalmente, se la concedieran- y conflictos con la censura, que quiso prohibir su exhibición a los menores de dieciocho años. (Para poder dimensionar lo que implica en Francia el intento de adjudicarle esta calificación, piénsese que en 1972 Ultimo tango a Parigi fue interdicta para menores de dieciséis años.) El tiempo no había pasado en vano y el cineasta que con Un condamné a mort s'est échappé había logrado no sólo ser aclamado por la crítica, sobre todos los Cahiers, e iglesia –institución, ésta, ya seducida por Journal d'un curé de campagne- sino también tener un lugar destacado en la cultura oficial francesa de exportación para las elites del resto del mundo, había devenido un maestro en la penumbra, un realizador casi marginal, de inmenso prestigio entre sus pares más lúcidos, pero de muy escasa difusión: Bresson ni vu ni connu, llamó Francois Weyergans en 1965 a su admirable entrevista filmada , que ahora puede verse con un fragmento añadido en 1994. (De hecho, tanto Le diable... como Lancelot du Lac y Quatre nuits d'un reveur, son filmes que, en América Latina al menos, no han conocido estreno comercial y son prácticamente inhallables, y por tanto invisibles.) Claro está que la película que nos ocupa tiene lo suyo, tan inquietante que es más fácil negarlo, para justificar el escaso interés que parece despertar. Si ya en Mouchette y en Une femme douce, Bresson había mostrado su interés por los personajes suicidas, habrá que esperar a Le diable para que esta decisión propia de los hombres sea afirmada como un camino posible, a lo mejor el único. Filme de pesimismo extremo, el más radical en ese sentido de toda la ejemplar filmografía bressoniana que no suele abundar en esperanza, tiene hoy más actualidad que nunca, lo que demuestra, como no podía ser de otra manera, que las advertencias que suelen prodigar los artistas son puntillosamente desoídas por el poder. No son éstos, los tiempos que transitamos, de aquellos que otorgan un carácter de vidente a los creadores.

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Edmund, el personaje de once años protagonista de Germania, anno zero, erra por las calles de un Berlín derruido, casi convertido en escenario involuntario para algún filme alemán de la década del veinte, como resultado de la guerra. Ha envenenado a su padre en un misterioso acto de piedad, recordando lo que aprendió en la escuela nacional socialista: que los débiles no son aptos para vivir. Rechazado por unos niños que juegan fútbol entre las ruinas, sigue su marcha. Ahora detendremos nuestra atención en cuatro planos sucesivos. En el primero, el niño camina cuando oye una música religiosa de imprevista aparición. La cámara gira hasta colocarse detrás de él y mostrar como alza la cabeza mirando hacia una iglesia, milagrosamente entera. Un brusco corte directo nos lleva a su interior donde vemos a un sacerdote tocando el órgano. Volvemos a la calle, una panorámica zigzagueante descubre a otras personas, no demasiadas, que han alzado sus ojos y escuchan la melodía, pero Edmund no permanece, se aleja dando la espalda. Un cuarto plano, similar al primero, lo vuelve a mostrar caminando mientras la música se desvanece, antes por una operación del discurso que como resultado de la distancia recorrida. Después, ya lo sabemos, sin que su rostro nunca exprese nada y ese es uno de los costados más inquietantes del filme, elegirá suicidarse mientras juega en un edificio que ya es sólo su esqueleto.