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En un discurso que opta, durante la mayor parte del metraje, por un registro que apuesta, hasta donde se puede, a la neutralidad, estos cuatro planos dicen y mucho. La iglesia intacta, la música que viene desde arriba y se derrama sobre los transeúntes, ese otro espacio –ajeno a la cotidianeidad- desde donde el eclesiástico interpreta en el órgano hablan de una suerte de mensaje que parece encontrar algunos oyentes en el mundo diegético, entre los cuales no está Edmund que, literalmente, le da la espalda. ¿No lo puede o no lo quiere advertir? ¿De haberlo recibido se hubiera arrojado al vacío unos planos más tarde? Por ahora, lo que nos importa es señalar que esta posibilidad desoída Rossellini la coloca en la música, y no en cualquiera elegida al azar, sino en una que remite a una tradición cuyos orígenes se pierden en la historia hasta parecer intemporales.

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Algo semejante le ocurre a Charles, el joven protagonista de Le diable probablement. Nuevamente repararemos en unos pocos planos, otra vez cuatro. Rumbo al Pere Lachaise, escenario elegido para su muerte por Charles, éste camina junto a Valentin, el joven que mediante un pago de dinero lo matará. En el primer plano caminan juntos por una calle, Valentin se adelanta hasta desaparecer del encuadre, una música interpretada en piano –Mozart probablemente- se cuela a través de una ventana semi abierta, Charles se detiene y mira hacia adentro, la melodía viene de un televisor prendido cuya imagen entrevemos pero, tanto por su brevedad como por el punto de cámara elegido, no alcanzamos a definir. En el segundo plano advertimos que Valentin, que ha seguido caminando solo, se da vuelta y lo mira, como llamándolo. Charles aparta su vista del lugar de donde proviene la música y se aleja, desapareciendo del encuadre en el tercero de los planos que nos ocupan. En el cuarto vuelven a caminar juntos, mientras, ahora sí por el espacio recorrido, la música desaparece de la banda sonora y el sonido de los pasos sobre la vereda sigue asemejándose, como antes, al de los martillazos que van hundiendo los clavos en un ataúd de madera.

Poco antes, en una entrevista con un psicoanalista, Albert le ha dicho –las palabras están tomadas de los subtítulos, en castellano, que siempre implican una reducción del texto original dificultando su inteligibilidad-: "Al perder la vida, esto es lo que perdería...", ha sacado de su bolsillo una suerte de arrugado folleto, que alisa y lee: "la planificación familiar, las vacaciones organizadas, culturales, deportivas, lingüísticas, la biblioteca del hombre culto, los deportes, adoptar hijos, la asociación de padres, la enseñanza, la educación de cero a siete años, de catorce a diecisiete, el matrimonio, el servicio militar, Europa, las condecoraciones, la mujer sola, la licencia por enfermedad con y sin salario, el hombre triunfador, protección de la vejez, impuestos, pagos, la televisión, el consumo, la ayuda a domicilio, los contratos, la TVA y los particulares..." Llegado allí, vuelve a hacer un bollo con el papel y lo arroja a una estufa apagada. Síntesis de lo que constituye la organización de la vida urbana contemporánea, resume acabadamente aquello que Charles no acepta para sí.

En ese contexto, del que Bresson logra, en un golpe de genio, hacernos participar a través de una elaboradísima banda sonora, ¿qué puede despertar la música de otro siglo? Al menos en Charles cierta forma de la sorpresa que lo lleva a mirar la fuente de la que surge, como si se olvidara, por un ínfimo lapso de tiempo, del destino final de su caminata por la noche. Pero eso no parece suficiente para detener su estrategia de autoaniquilación, una mirada de su prójimo, de Valentin, es suficiente para que la continúe.

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Si en Germania... la planificación que elige Rossellini –sobre todo en los planos segundo y tercero de los cuatro considerados, es decir el interior de la iglesia donde el religioso interpreta y el exterior que muestra a algunas personas mirando hacia arriba, atrapadas por el sonido de la música- no permite no hablar de un llamado, en el filme de Bresson el sentido es más borroso, más abierto. Alguien del nivel cultural de Charles no puede menos que reparar en los sonidos que surgen del televisor –de la misma manera que a alguien como Valentin le resultan indiferentes-, pero más allá del reconocimiento de los mismos que implica su detención ¿tienen algún sentido más profundo para él? Tanto Rossellini como Bresson miran a sus personajes mirar, pero nos dejan afuera –es una pura cuestión de ética cinematográfica, tan devaluada hoy- de las miradas que éstos arrojan, devenidas genuinos enigmas. A los directores les llaman la atención esas apariciones sonoras, pensadas por ellos, en contextos diegéticos que no les son favorables, los subrayan ¿y a sus personajes, Edmund y Charles, tan ajenos a cualquier emoción?. Si algo aparece con evidente claridad es que para estas criaturas de ficción, ese niño berlinés de la segunda postguerra y ese joven intelectual francés de los setenta, la expresión artística ya no les dice nada, es incapaz de promover un estremecimiento o de torcer algún camino. Y que para los cineastas sólo queda la tarea, árida por cierto, de dar cuenta de esa esterilidad, tan semejante en estos filmes separados por treinta años. No existe un pasado, en ambos casos evocado por la música, en el presente continuo en el que Edmund y Charles están inmersos. Quién ahí quiera leer cierta marca que, como aquella mancha voraz de un filme estadounidense de ciencia-ficción rodado en los cincuenta, puede llegar a ocupar todo el espacio que antes se decía que correspondía a lo humano, quizás no se equivoque. Como el pasajero del ómnibus parisino que nos muestra Bresson, podemos sospechar que esta organización del mundo, subrepticiamente comenzada a poner en juego al terminar la Segunda Guerra, es del Diablo, es decir es diabólica. Y que lo único que nos permite enfrentarla, si es que uno ha desechado la siempre noble posibilidad del suicidio, es la búsqueda, inclaudicable, en el pasado, reservorio de mil formas de resistencia. No está de más recordar que Roland Barthes en su Curso Inaugural en el College de France: Comment vivre ensamble. Simulation romanesques de quelques espaces quotidiens, comenzado a dictar el 12 de enero de 1977, año del estreno mundial del filme de Bresson, buscó sus modelos para la convivencia alrededor del siglo X.

Marzo de 2004