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El empeine blanco, suavemente erguido sobre el esfuerzo del tacón, se empeñaba en conservar el paso preciso entre la diversidad de los cascotes y la presencia fluctuante del polvo. A pesar del rojizo resto de los escombros, los zapatos negros no podían ocultar el brillo genuino del cuero francés. Las diminutas hebillas que rodeaban los finos tobillos yacían, apenas, flojas. La mirada, nunca hacia el suelo invadido, no impedía que trozo de piedra alguno se cruzara en su camino. Debajo de la delgada custodia de las cejas los ojos se desvanecían en el extremo último de la nostalgia.

La mañana había despuntado tan gélida como todas las de ese setiembre de 1945 en la eviscerada Berlín. El desparramo vivo de presencias humanas se repartía entre rostros bajos, ardidos en odio, y mujeres apilando ladrillos y clasificando con leve esmero los materiales imperfectos. Resonaban aun extraviadas detonaciones que hacían tambalear la fresca creencia del fin de la guerra -explotaban los restos para aplanar la suntuosidad efímera de los viejos edificios del Reich-. Un grupo de niños de empolvados cabellos rubios recibían tabletas de chocolate, simétricamente rebanadas por los soldados americanos. Los rusos, en cambio, parecían inflingir algo semejante al temor o, cuanto menos, a un medido respeto. Los primeros sonreían al intentar enseñar palabras inglesas a los niños que permanecían junto a ellos aun después de la entrega de los chocolates.

Ni la más costosa producción de Hollywood podría imitar semejante paisaje, pensó ella mientras recibía los encendidos saludos de quienes la reconocían en su camino. Ajadas manos de mujeres le acercaban sus propios retratos, a veces enmarcados con madera desvencijada y débiles clavos en los vértices. Aquellos que poseían la gracia de estar nombrados en las cartillas de racionamiento llegaban a ofrecerle sus concisas raciones de arenque. Ella las rechazaba con dulzura dejando escapar un etéreo "vielen Dank!". Aunque lo hubiera intentado con todo el denuedo del que era capaz, no hubiera podido no recordar el salmón ahumado extraído de los ríos más fríos de Escocia, las ensaladas de endivias, el apio à la grecque, las frutas exóticas, los manojos de espárragos blancos, los pastelitos afiligranados, la crème brûlée, las inevitables botellas de Dom Pérignon... No hubiera podido. Entonces pensó para si, sintiendo aun el tierno olor a seda de las habitaciones del Waldorf: "Vivo en un hotel minúsculo, con estrechez, sin criada. Yo misma lavo, plancho y coso porque no gano dinero". Y anhelando la presencia del amor interrumpido por el deber de la guerra, imaginó el comienzo de una carta que escribiría en cuanto dispusiera del tiempo necesario: "Me gustaría que estuvieras aquí para decirme si tengo razón al pensar que yo no podría vivir siempre así. Ya no hay ni el menor alimento para el espíritu".

Pero su pena imaginada detuvo su marcha al verse, como si se tratara de una confabulada casualidad, en la antes resplandeciente casa de la calle 54. Alcanzaron a temblarle, casi, los anillos de la mano blanca y derecha, al ver que aun continuaba en pie. Sus ojos claros, sin embargo, se detenían más en los geranios rojos que colgaban del balcón que en el muro interrumpido por los agujeros de metralla. Años después, se enteraría de que su madre había hurgado demasiado entre esas ruinas y esa ceniza buscando el apreciado rostro de bronce de su hija, ofrendado por "las autoridades" tras el éxito de su primer gran film lleno de sonido. Y que habiéndolo encontrado casi intacto, se había sentado sobre los restos del antiguo porche, llorando. "Parecía una viejecita en apuros con el cuello apergaminado", dicen que dijo la actriz tiempo después en un café parisino ante amigos atentos, recordando su primera impresión al entrar al campo de refugiados y contemplar la breve contextura de su madre.

Pretendió concentrarse en su cercano reencuentro con Jean en París y en la certeza de reanudar el ardor dividido por los acontecimientos y el deber. Pensó en ello hasta resignar la idea de visitar la vieja escuela de la Nurbergstrasse. Si ya le proporcionaba suficiente tristeza volver a ver los lejanos lugares de la juventud con tenues cambios, verlos en ese estado sería mucho más terrible. Se alegró apenas al comprobar que la relojería Felsing permanecía en pie, aunque vacía de relojes que ahora palpitaban en los bolsillos de los rusos (voces anónimas hablaban de que habían abierto la caja fuerte con un soplete). Caminó una media hora casi sin advertirlo: todo ante los ojos se asemejaba en su desnudez. La Iglesia Memorial del Káiser agonizaba bombardeada, la estación del Zoo, Joachim Taler, Taumentzinstrasse, se esparcían en una sucesión de agrias cenizas.

La alentaban, sin embargo, algunas probabilidades que se le dibujaban en el horizonte. Una, ya conjeturada, su reencuentro con Jean y la promesa de una película juntos en Francia (el tan sólo fantasear en un film protagonizado por los dos más famosos héroes de la gran guerra la mantenía poco menos que excitada). Otra, que funcionaría como un fresco trago de ron en medio de la sequedad absoluta, era el comentado arribo de su amigo Hemingway para los procesos de Nüremberg. Una más: la ansiada y tramitada Medalla al Mérito para ella misma -vía sagaces conexiones con el departamento de Guerra -. Una última, aunque no osase a asumirla en voz alta, tenía que ver con el necesario reencuentro con las delicadezas de sus más fieles amantes: "Hermès", "Cartier", "Knize", "Patou", "Lanvin", "Molineux", "Mme. Alix Grès" y, en última ocasión, "Chanel"...

Si existía algo que ella creía irrepetible era el aspecto sucio y tembloroso que presentaba ese setiembre ante la amada y confusa Berlín -la lejana, ajetreada Berlín que tan sólo un par de décadas atrás era capaz de sostener el apodo de "Sodoma y Gomorra"-. En qué campo de refugiados o bajo qué tierras estarían las adorables prostitutas de blanco maquillaje que poblaban cada esquina como aves del paraíso prometido, con sus plumas, sus cadenas, sus borlas y sus látigos. Dónde, en qué disimulado rincón, se ocultarían del frío los esbeltos travestidos llevando sus portaligas con garbo inimitable. Qué había sido, pensaba ella entre la ruina y encendiendo tabaco americano, de todo aquel delicioso erotismo, chabacanería y amoralidad que la había visto, indiferente, crecer y formarse. No tardó en darse cuenta de que, junto a su aspecto desmejorado, toda aquella Berlín, también, sería irrepetible. Con lo cual, pensó, no había más que acabar de cumplir con el deber impulsado por el ejército americano y partir. Partir hacia los dólares americanos que, dado los avatares ejercidos por la historia, se habían transformado en la única salida a una temporaria pero eficaz porción de felicidad.


[Relato impulsado gracias al libro Marlene Dietrich por su hija María Riva, Plaza & Janés, Barcelona, 1992]