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Arrebujándose, se puso a merodear por la puerta al mismo tiempo que se subía a la altura de los hombros el quimono azul que recubría su harapiento calzón. Decidió pasar ahí la noche, caso de encontrar un rincón que lo amparara del viento y la lluvia. Dio con una ancha escalera laqueada que llevaba a la torre desde la que se columbraba la entrada. Ahí no habría más que algunos muertos, en última instancia. Decidido, se cercioró de que la espada estuviera bien envainada y plantó el pie en el primer peldaño de la escalera.

Segundos más tarde, a mitad de camino, se percató de que algo se movía allá arriba. Conteniendo la respiración y alzando como un gato el espinazo en medio de aquella escalera que llevaba a la torre, se mantuvo en acecho, esperando. Una luz que caía de lo alto de la torre iluminó débilmente su mejilla derecha. Era la mejilla del grano rojo y enconado que relucía bajo la patilla hirsuta. No esperaba otra cosa que muertos en la torre, pero apenas subidos unos escalones se dio cuenta de que allá arriba había una hoguera junto a la que alguien merodeaba. Vio temblar una desvaída luz amarilla que hizo fulgurar fantasmalmente las telarañas que colgaban del techo. ¿Qué clase de persona podría haber encendido una hoguera en la Rashomon..., y en una noche de tormenta? Lo desconocido, el mal, lo aterró.

Subrepticio como una lagartija, el lacayo subió a lo alto de la empinada escalera. En cuatro patas y agazapado, estiró el pescuezo cuanto pudo a fin de examinar tímidamente el interior de la torre.

Tal y como se decía, encontró que había algunos cadáveres arrumbados inadvertidamente por el suelo. No los pudo contar, pues el resplandor de la luz era débil. Sólo vio que los había desnudos y vestidos. Había algunas mujeres y todos estaban tendidos en el suelo con la boca abierta y los brazos extendidos sin dar más señales de vida que las que pudieran dar unas muñecas de barro. Incluso podría dudarse de que alguna vez estuvieran vivos: tan grande era el silencio eterno en que estaban sumidos. La borrosa luz hacía resaltar sus hombros, pechos y torsos; el resto de aquellos cuerpos se perdía entre las sombras. La insoportable fetidez de los cadáveres descompuestos hizo que se llevara la mano a la nariz.

Momentos después dejaba caer la mano y miraba estupefacto. Vio una figura fantasmal inclinada sobre un cadáver. Parecía una vieja,, enjuta, canosa, con aire de monja. La tea de pino que traía en la mano derecha le servía para asomarse a mirar el rostro de una muerta de largo pelo negro.

Sobrecogido de horror más que de curiosidad, se olvidó incluso de respirar por un tiempo. Sintió que el cabello y la piel se le erizaban. Mientras observaba aterrado aquella escena, la vieja calzó la tea entre dos tablas del suelo y, agarrando el cadáver por la cabeza, comenzó a arrancar uno a uno sus largos cabellos igual que una mona despioja a su prole. Aquellas hebras se desprendían suavemente al compás de sus manos.

Mientras la miraba arrancar los cabellos sintió que el miedo que llevaba metido en el corazón se desvanecía y que en su lugar brotaba un enconado odio a la vieja. Era un odio que se trascendía, convirtiéndose en una devoradora aversión contra las formas del mal. Si en ese instante le hubieran planteado si prefería morirse de hambre a ser ladrón (pregunta que no hacía mucho se había hecho) no hubiera titubeado un momento en escoger la muerte. Su odio al mal se encendió como la tea de pino que la vieja había empotrado en el suelo.

No sabía qué la hacía arrancarles el pelo a los muertos. Por ende, no era capaz de distinguir si aquel caso era de los buenos o de los malos. No obstante, a sus ojos, arrancarles a los muertos el pelo en la Rashomon durante una noche de tempestad era un crimen imperdonable. Lógicamente, no se le ocurrió pensar por un solo instante que hacía poco había contemplado la posibilidad de hacerse ladrón.

Entonces, concentrando en las piernas toda su fuerza, se puso de pie y entrando a la habitación, la mano en la empuñadura de la espada, se plantó delante de aquella criatura. La vejancona alzó la cabeza, y con los ojos llenos de terror, temblando, se levantó de un salto. Inmóvil, suspensa unos segundo, de pronto arrancó a correr chillando hacia las escaleras.