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Era una noche fría. El lacayo de un samurai seguía bajo la Rashomon esperando a que escampara.

No había nadie más bajo la ancha puerta. En la gruesa columna de laca carmesí pelada por todas partes había hecho su hueco un grillo. Puesto que la Rashomon está situada en la Avenida Sujaku, lo lógico era que alguien más, con sombrero de enea o tocado como hidalgo, anduviera por ahí esperando a que la tempestad que se había desatado amainara. No se veía, sin embargo, un alma; sólo aquel hombre.

En los últimos años una seria de calamidades, terremotos, tifones e incendios había asolado la ciudad y Kyoto se encontraba sumamente devastada. Las crónicas antiguas relatan que pedazos de imágenes y estatuillas budistas despojadas de su laca, pan de oro y hoja de plata se encontraban amontonadas al borde del camino para venderlas como leña. Dado el estado de cosas en Kyoto, era impensable reedificar la Rashomon. Aprovechando la desolación, las zorras y otras fieras habían hecho sus madrigueras entre las ruinas de la puerta de entrada, de igual modo que los forajidos se habían refugiado en aquel sitio. Con el tiempo, se volvió natural traer cadáveres abandonados para arrojarlos entre las ruinas de la puerta. Entrada la noche, el lugar era tan lúgubre que nadie se atrevía a acercarse.

De algún paraje llegaban las bandadas de cuervos. Durante el día se los oía crascitar, sobrevolando la cumbrera de la entrada. Cuando el cielo se arrebolaba al declinar la tarde los cuervos parecían incontables granos de ajonjolí desperdigados por el remate de la puerta. Aquel día, sin embargo, no había un solo pájaro a la vista, tal vez a causa de lo entrado de la hora. Por todas partes los escalones de piedra que empezaban a desmoronarse y entre cuyas grietas se espesaba la hierba, dejaban ver las blancas deposiciones de los cuervos. El lacayo, con su quimono azul deshilachado, se había sentado en el séptimo escalón, que era el peldaño más alto de la escalera, a contemplar absorto la lluvia. Concentraba la atención en un abultado grano que le irritaba la mejilla derecha.

Como se ha dicho, el lacayo esperaba a que escampara. No tenía la menor idea de lo que iba a hacer cuando dejara de llover. Normalmente, como es lógico, hubiera regresado a la casa de su amo, de la que hacía unas horas había sido despedido. La prosperidad de Kyoto había decaído vertiginosamente y a causa de ello el samurai a quien sirviera durante muchos años lo había tenido que echar. Y aquí estaba, tras una cortina de lluvia, sin saber qué hacer. El mal tiempo aumentaba su abatimiento. La lluvia no daba señales de parar. Sus pensamientos se extraviaban en la necesidad de ganarse la vida a partir de la mañana siguiente; unos pensamientos desvalidos y confusos que sólo atinaban a protestar contra un destino inexorable. Perplejo, oía repicar la lluvia en la Avenida Sujaku.

La lluvia, que envolvía la Rashomon, arreció; empezó a caer un pedrisco que se oía a diez leguas a la redonda. Al levantar la vista, vio un nubarrón oscuro que ceñía el borde de las tejas que el techo de la puerta de entrada proyectaba.

Fuese por las buenas o por las malas, y dada su desvalida condición, eran escasos los medios que tenía para ganarse la vida. El buen camino lo mataría sin duda de hambre, fuese junto a este muro o entre las zanjas de la Avenido Sujaku. Acabarían por traerlo a esta puerta y aventarlo como a un chucho. Si, por el contrario, se decidía a robar... En su mente, luego de uno y mil desvaríos, todas las revueltas del camino finalmente llevaban a la conclusión de que se haría ladrón.

Sin embargo, la duda lo acosaba. Consciente de que no le quedaba otro remedio, aun así era incapaz de llenarse de suficiente valor para justificar la conclusión de que debía hacerse ladrón.

Después de un acceso incontrolable de estornudos, se levantó lentamente. El frío de la noche de Kyoto hizo que añorara el calor de un brasero. Un viento fuliginoso aulló entre las columnas de la entrada. El grillo, que se había posado en la columna de laca carmesí, había desparecido hacía un buen rato.