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"¡Miserable! ¿A dónde vas?" gritó, impidiendo el paso de la temblorosa anciana que se intentaba escabullir. Incluso trató de escapar clavándole las uñas. La hizo retroceder, impidiéndoselo..., forcejearon, cayendo entre los cadáveres mientras luchaban. Imposible dudar de los resultados. En unos momentos, la tenía asida del brazo y, retorciéndoselo, la inmovilizó contra el suelo. Aquellos brazos eran pellejo y hueso, más descarnados que las patas de un pollo. Habiéndola clavado al suelo, desenvainó la espada, blandiendo delante de sus mismas narices el filo plateado de la hoja. La vieja hizo silencio. Temblando como el azogue, los ojos a punto de salírsele de las cuencas, su respiración se hizo estentórea. La vida de aquel adefesio era suya. La idea apaciguó la rabia que lo quemaba produciéndole una sensación tranquila de orgullo y satisfacción. Contemplándola, y con la voz algo más reposada, le dijo:

"Escucha, no soy un agente del Comisario Mayor de Policía. Soy un forastero que de casualidad pasaba por esta entrada. No tengo intención de impedirte la salida ni de hacerte daño, pero me tienes que decir a qué subes a la torre."

Entonces la vieja abrió más desmesuradamente aún los ojos y, enrojecidos, los clavó en su rostro con la misma penetración que un ave de rapiña. Movió los labios, arrugándolos contra la nariz como si masticara. La afilada nuez de Adán subía y bajaba por el estirado gaznate. Entonces, un jadeo como el graznido de un cuervo le brotó de la garganta:

"Arranco el pelo... Arranco el pelo.... para hacer una peluca."

Su respuesta deshizo el misterio de aquel encuentro y trajo la desilusión. De repente ella no era más que una pobre vieja temblando a sus pies. Ningún vampiro, sino un pobre diablo que hacía pelucas con el cabello de los muertos para venderlas y conseguir unas sobras que llevarse a la boca. Un frío desprecio se apoderó de él. El miedo desapareció y su corazón se llenó otra vez de odio. La vieja debió haber entendido aquel cambio. Apretando todavía el pelo que le arrancara al cadáver balbució estas palabras con voz entrecortada y ronca:

"Seguro que le parece un mal que alguien haga pelucas con el cabello de los muertos, pero esos cadáveres que ahí yacen no merecen otra cosa. Esa mujer a la que yo arrancaba su cabellera negra vendía antes en las barracas de los guardias pedazos ahumados de carne de culebra haciéndolos pasar por pescado seco. Si la peste no se la hubiera llevado, seguiría engañándolos. A los guardias les gustaba comprarle y decían que su pescado sabía a gloria. Lo que ella hacía no era malo, pues de lo contrario se hubiera muerto de hambre. No tenía escapatoria. Si supiera que me ganaba la vida haciendo lo que hago, no le hubiera importado un bledo."

El lacayo envainó la espada y con la mano izquierda en la empuñadura la escuchó absorto. Con la mano derecha se acariciaba el grano enconado que tenía en la mejilla. Mientras escuchaba, la audacia renacía en su corazón: aquella audacia perdida no hace mucho tiempo mientras esperaba sentado bajo la puerta. Una fuerza misteriosa lo empujaba en dirección opuesta al sentimiento de osadía que de pronto le embargó cuando hace poco se puso a luchar con la vieja. Ya no se planteaba si debía morirse de hambre o volverse ladrón. El hambre había dejado de existir y su idea era lo último que se le hubiera ocurrido.

"¿Está segura?", le preguntó socarronamente a la vieja cuando terminó de hablar. Retirando la mano derecha del grano a la vez que se inclinaba, agarró a la vieja por el gaznate y le dijo violentamente:

"Entonces es justo que yo le robe. Si no, me muero de hambre."

Le arrancó los vestidos y, dándole un puntapié, la arrojó entre los cadáveres mientras ella se retorcía, agarrada a su pierna. Cinco pasos y ya se había desembarazado de ella: se encontró en lo alto de la escalera. Llevaba bajo el brazo el bulto de ropa amarilla que le había arrebatado y en un santiamén bajó la empinada escalera para sumirse en el abismo de la noche. Sus pasos resonaron como truenos por la torre vacía hasta que todo quedó en silencio.

Poco después la vejancona se enderezaba entre los cadáveres. Rezongando y gimiendo se arrastró hasta el borde de la escalera guiada por la débil luz de la tea; y por entre sus cabellos grises, que le colgaban sueltos delante de la cara, vio el arranque de la escalera iluminado por la luz.

Más allá todo era oscuridad..., ininteligible y recóndita.