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Ultimado este asunto me acerqué a la mujer para pedirle que viniera a verlo porque parecía que de pronto se había enfermado. Ni que decir tengo que la estratagema surtió también efecto. La mujer, luego de quitarse el sombrero de enea, penetró guiada de mi mano en lo más tupido del bosquecillo. En el preciso instante en que vio a su marido sacó un espadín. En mi vida vi a una mujer de carácter más violento. Si no hubiese estado en guardia me atraviesa el costado. Esquivé el golpe pero ella siguió tratando de herirme. Pudo haberme herido a fondo o matado. Pero yo soy Tajomaru. Conseguí arrebatarle el espadín sin haber tenido que desenvainar la espada. Sin un arma la mujer más resuelta del mundo está indefensa. Por fin pude saciarme sin tener que matar al marido.
Sí... sin tener que quitarle la vida. No quería la vida. No quería matarlo. Estaba a punto de salir huyendo y dejar a mis espaldas a la mujer hecha un mar de lágrimas cuando vi que me asía desesperadamente del brazo. Balbuciendo me imploró que matara al marido o que yo me matara. Dijo que para ella era peor que la muerte que dos hombres conocieran su vergüenza. Ahogándose me dijo de golpe que quería ser la mujer del que quedara vivo. En ese momento se apoderó de mí un deseo incontenible de matarlo. (Sombría agitación.)
Dicho de este modo seguro que parezco más cruel que usted. ¡Pero si hubiera visto su rostro! Sobre todo, aquellos ojos ardientes. Mirándola fijamente comprendí que quería hacerla mía, aunque luego me matara una maldición. Quería que fuera mi mujer..., estaba obsesionado. No por pura lascivia, como podrá pensar. Si sólo hubiera sido lascivia no me hubiera costado ningún trabajo derribarla ahí mismo y luego salir huyendo. Entonces no hubiera manchado mi espada con la sangre del marido. Sin embargo, cuando vi su rostro en aquel bosquecillo oscuro decidí no huir sin matarlo.
No quería recurrir a procedimientos ilegítimos para hacerlo. Lo desaté, desafiándolo a medir armas (la soga que encontraron al pie del cedro la dejé yo ahí). Enfurecido, desenvainó la espada de ancha hoja. Y como un relámpago se abalanzó enardecido sobre mí sin decir esta boca es mía. Ya saben como acabó el combate. Fue el golpe veintitrés.... no lo ,olvide, por favor. Todavía me cuesta trabajo creerlo. No hay nadie bajo el sol que haya cruzado veinte golpes de espada conmigo. (Sonrisa jovial.)
Al desplomarse me volví hacia ella bajando la espada ensangrentada. Cuál no sería mi asombro cuando vi que había desaparecido. ¿A dónde habría escapado? La busqué por el macizo de cedros. Me quedé escuchando pero sólo se oían los estertores del moribundo. Puede que al empezar el duelo ella haya salido huyendo por el bosquecillo en busca de ayuda. Pensándolo, decidí que era un asunto de vida o muerte para mí. Entonces, arrebatándole al moribundo la espada, el arco y las flechas, llegué jadeando al camíno que atraviesa la montaña. Encontré su caballo pastando aún apaciblemente. ¿Qué sentido tiene desperdiciar palabras y relatar pormenorizadamente todo lo demás? Baste decir que al entrar al pueblo ya me había desembarazado de la espada. No tengo otra cosa que confesar. Sé que de todos modos mi cabeza colgará entre cadenas; pida pues la pena de muerte. (Actitud desafiante.)
Confesión de una mujer que iba de visita al santuario Shimizu
El hombre del quimono azul de seda, luego de violarme, se echó a reír mirando desvergonzadamente a mi marido, a quien tenía atado a un árbol. ¡Qué terror habrá sentido el pobre! Por más que intentara librarse, en su desesperación la soga se le incrustaba cada vez más a la carne. A pesar de mí misma corrí dando tumbos a ayudarlo. 0 más bien intenté ir a su encuentro pero el asaltante me derribó. En ese preciso instante relució en la mirada de mi marido un fulgor indescriptible. Algo imposible de comunicar..., el brillo de sus ojos todavía me hace temblar. Esa mirada fulgurante de mi marido, imposibilitado de hablar, me reveló de un golpe todo su corazón. El resplandor de sus ojos no era ni de rabia ni de sufrimiento..., sólo una luz fría, una mirada de desprecio. Herida, más por su mirada que por la embestida del bandido, me puse a chillar enloquecida y, sin darme cuenta, me desmayé.
Poco después recobré la conciencia y vi que el hombre del quimono azul había desaparecido. Sólo vi a mi marido atado todavía al pie del cedro. Me incorporé con dificultad de entre las grandes hojas de bambú y lo miré; la expresión de sus impertérritos ojos era la misma.
Había odio acumulado en su mirada desdeñosa. Vergüenza, pesadumbre y rabia... No sé decir lo que sentí en aquel momento. Hincándome de rodillas me le acerqué.
"Takejiro", le dije. "Puesto que han sucedido estas cosas no puedo seguir a tu lado. Estoy dispuesta a morir.... pero tú también debes morir. Presenciaste mi vergüenza. No puedo dejarte vivo."
No pude hablar más. Él me seguía mirando con asco y desprecio. Busqué su espada con el corazón haciéndoseme pedazos. Seguro que el ladrón se la había llevado. No pude encontrar la espada en el bosquecillo, ni el arco y las flechas. Por suerte mi espadín yacía a mis pies. Alzándolo por encima de la cabeza exclamé una vez más: "Entrégame la vida. Y yo te seguiré."
Al oír esas palabras movió los labios con dificultad. Como tenía la boca atiborrada de hojas, su voz era, por supuesto, inaudible. Pero entendí de un golpe sus palabras. En su desprecio, aquella mirada imperturbable decía: "Mátame." Sin comprender exactamente lo que hacía enterré el espadín en su pecho, atravesándole el quimono fila.
De nuevo, en esta ocasión, debí perder el conocimiento. Al recobrarlo él ya había expirado, amarrado al árbol. Un rayo último de sol penetraba el macizo de cedros y bambú, iluminando la palidez de su rostro. Tragándome los sollozos desaté aquel cuerpo exánime. Y..., y lo que me sucedió después es algo que no tengo fuerzas para contar. En todo caso, no tuve el valor de matarme. Me enterré el espadín en la garganta, traté de ahogarme en una laguna al pie de la montaña, traté de matarme de muchos otros modos. Incapaz de lograrlo, vivo deshonrada. (Sonrisa desolada.) Despreciable que soy, incluso la propia Kwannon, diosa de piedad, debe haberme abandonado. Maté a mi propio marido. El ladrón me violó. ¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo yo... yo...? (Momentos después rompe a llorar.)