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Testimonio de una vieja ante el Comisario Mayor de Policía

Sí, señor, ese es el cadáver del hombre que se casó con mi hija. No es natural de Kyoto. Era samurai del poblado de Kokufu, provincia de Wakasa. Se llamaba Kanazawa no Takehiko y tenía veintiséis años. Era de buen carácter, por lo que estoy segura de que no hizo nada que pudiera enfurecer a nadie.

¿Mi hija? Se llama Masago y tiene diecinueve años. Una muchacha impetuosa, llena de vida, aunque no me cabe la menor duda que nunca conoció a otro hombre que no fuera Takehiko. Rostro pequeño, ovalado, tez oscura y con un lunar en el rabillo del ojo izquierdo.

Takehiko salió ayer con mi hija rumbo a Wakasa. ¡Qué desdicha que tuvieran un final tan triste! ¿Qué ha sido de mí hija? Me resigno a perder a mi yerno pero el paradero de mí hija me tiene desvelada. Por Dios, no paren hasta encontrarla. Cómo odio al Tajomaru ese o como se llame el ladrón. No sólo mi yerno, sino también mi hija... (Los sollozos ahogaron sus últimas palabras.)

Confesión de Tajomaru

A él lo maté, pero a ella no. ¿Que dónde está? Yo qué sé. Un momento, un momento. No hay tortura que me vaya a hacer confesar lo que no sé. Ahora que las cosas han llegado a este extremo lo diré todo.


Ayer, pasado el mediodía, me encontré a esa pareja. Justo cuando un golpe de viento le alzó el pañuelo para que le viera de refilón la cara. En unos instantes volvió a quedar velada. Tal vez uno de los motivos que me llevaron a matarla fue que parecía un Bodisat·va. En aquel mismo instante decidí apresarla, aunque tuviera que matar al hombre.

¿Por qué? Opino que matar no es tan trascendental como piensan. Cuando se aprisiona a una mujer no queda más remedio que matar al hombre. A la hora de matar empleo la espada que llevo a un costado. ¿Soy el único que mata en el mundo? Ustedes, ustedes no usan espadas. Todo lo contrario; matan con el poder, con el dinero. A veces matan gente con el pretexto de hacerle un favor. Es verdad que no derraman sangre. Es verdad que la gente conserva su buena salud, aunque después de todo la hayan matado. No es fácil decidir quién de nosotros es más ruin. (Sonrisa irónica.)

Me gustaría, no obstante, hacer prisionera a una mujer sin tener que matar a su marido. Por eso me había propuesto atraparla haciendo lo posible por no matarlo a él. Pero es algo imposible de lograr en la ruta de coches de Yamashina. Por eso me las ingenié para que la pareja se adentrara en las montañas.

Nada más fácil. Me volví su compañero de viaje, diciéndoles que en la montaña había un túmulo antiguo que había excavado, donde hallé una buena cantidad de espejos y espadas. Además, les dije haber enterrado el botín en un bosquecillo detrás de la montaña y que estaba dispuesto a venderlo a quien lo quisiera por un precio muy bajo. Ya ve... la avaricia rompe el saco, ¿verdad? El hombre cayó en la trampa sin darse cuenta. A la media hora los dos guiaban conmigo sus cabalgaduras rumbo a la montaña.

Cuando el hombre estaba delante del bosquecillo les dije que el botín se encontraba enterrado ahí mismo y les pedí que me siguieran. Él no se opuso; la avaricia lo cegaba. La mujer dijo que se quedaría esperando montada a caballo. Era lo lógico, a la vista de un bosquecillo tupido. Lo cierto es que el plan me iba saliendo como hecho a medida, de modo que me adentré con el hombre dejando sola a la mujer.

Durante parte del trayecto el bosquecillo es de bambú. A cincuenta metros hay un macizo un poco ralo de cedros. El lugar perfecto para mis fines. Adentrándome en la espesura le mentí sin que se diera cuenta, diciéndole que el tesoro estaba enterrado entre los cedros. En seguida se adelantó a duras penas rumbo a un delgado cedro que se veía a la salida del bosquecillo. Pasado un rato el bambú había empezado a ralear, hasta que llegamos a un sitio donde los cedros crecían en hilera. Nada más llegar lo agarré por la espalda. Aunque era un experto espadachín y un hombre de constitución muy fuerte, la sorpresa lo desarmó. En un santiamén lo tenía amarrado al pie de un cedro. ¿De dónde saqué la soga? A Dios gracias, como soy ladrón, llevaba una soga porque en cualquier momento me tengo que trepar a una pared. Claro que no me fue difícil impedir que gritara, pues lo amordacé con hojas caídas de bambú.