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Mientras el corte directo, por más disimulado que esté en el cine clásico estadounidense, separa los espacios, el fundido encadenado, por más imperceptible que sea a los ojos del espectador profano, los une. Así establece otra relación de causa-efecto que no es la usual. No es que una acción produzca una reacción sino que si un plano hace nacer a otro, esta gestación establece entre ellos una ligazón, a veces encubierta, donde prima la asociación insinuada por el director y no el encadenamiento lógico de los hechos. Esta relación que debe ser completada por quien ve el filme, tarea que lo aproxima a ciertos procedimientos verbales con los que se construye la poesía, no únicamente es azuzada por el montaje, sino que también es incitada por la sistemática renuencia a explicar todo, por la afirmación permanente de zonas de misterio. En cierto sentido la película puede ser pensada como metonímica: eligiendo mostrar sólo una parte de su universo diegético invita a reconstruirlo, aunque quizá no se pueda y haya, entonces, que construirlo. El destinatario de las cartas de Teresa ¿es el hombre herido que desciende del tren y al que Ana cree haber convocado como otra encarnación de "la criatura" creada por el Dr. Frankenstein? Puede que sí, puede que no: depende de cada espectador obligado así a asumir un rol activo.

En su búsqueda, Ana deviene extraña a la colmena: no ya a la literal, la del padre. Y no solamente a la que implica la casa familiar, subrayada por las formas de los vidrios de las ventanas; sino también a aquella que encierran los límites del pueblo, cuyo carácter es sugerido punzantemente tanto en las dos situaciones que se desarrollan en la escuela, con la foto de Francisco Franco colgada en la pared del aula, como en el parecido físico entre Don José, la figura humana castrada que sirve para enseñar anatomía, y el alcalde. Pero Hoyuelos, a su vez, como el Madrid de la misma década escrito por Cela, no puede dejar de leerse como una imagen, atravesada por el dolor, del país entero en los momentos más oscuros de una dictadura.

Fernando, a quien cabe suponer un pasado como intelectual de la República, como lo sugerirían las viejas fotos que recorren Ana, con su mirada y la cámara, con la suya, escribe por las noches. La primera y la última, de las pocas que suceden en la diégesis, lo encuentran haciéndolo mientras su voz, over, dice un texto, o unos textos, que no necesariamente es el que está trazando con su pluma. Las palabras y su sintaxis dan a entender que el mismo está agujereado, que en el cambio de plano a plano algunos fragmentos han sido sustraídos de él, de la misma manera que ciertos datos están omitidos del mundo representado. El texto, que, me parece que parcialmente, vuelve a oírse muy cerca del final, es éste: «Alguien a quien yo enseñaba últimamente, en mi colmena de cristal...»; «... el movimiento de esa rueda tan visible como la rueda principal de un reloj; alguien que veía a las claras la agitación innumerable de los panales, el zarandeo perpetuo, enigmático y loco de las nodrizas sobre las cunas de la nidada, los puentes y escaleras animados que forman las cereras...»; «... las espirales invasoras de la reina, la actividad diversa e incesante de la multitud, el esfuerzo, despiadado e inútil, las idas y venidas con un ardor febril, el sueño ignorado fuera de las cunas que ya acecha el trabajo de mañana...»; «... el reposo mismo de la muerte, alejado de una residencia que no admite enfermos ni tumbas... alguien que miraba esas cosas, una vez pasado el asombro, no tardó en apartar la vista en la que se leía no sé qué triste espanto.» La homologación, propuesta por Fernando ¿también por el filme?, entre las agitaciones de la colmena y las propias de la vida, es clara. Contra ese "triste espanto" que provoca su visión, se alza Ana que, a diferencia, de su ya resignado padre, no ceja en su búsqueda. "Soy Ana, soy Ana" dice en el final, adivinamos que temblando frente al balcón abierto, mientras se oyen los sonidos -¿reales? ¿imaginados por la niña?- de un tren que avanza cortando la noche. ¿Llegará en él el espíritu o el espíritu es ya aquello en que, definitivamente, se ha trasmutado Ana?


II


Diez años más tarde, en El Sur (1983), Víctor Erice se referirá a otra colmena y a otra niña, a la que esta vez seguirá hasta entrada en su adolescencia. Ahora la colmena no está ya en la meseta castellana sino en el Norte, en una ciudad rodeada de murallas, como advierte la voz over narradora, a orillas de un río. Y cercano a ella, separada por un camino al que el protagonista masculino, el Dr. Agustín Arenas un zahorí enigmático cuyo aspecto evoca a Lenin, llama "la frontera", hay otro panal: la casa familiar llamada "La gaviota". Para describirlas Erice utiliza con intensidad el llamado fuera de campo, es decir las situaciones que no se producen en el plano sino en sus adyacencias, que el espectador debe hacer vivir a partir de los sonidos o de las direcciones de las miradas y de la iluminación.. El primer plano, que ya marca la cualidad pictórica de la iluminación que atravesará a todos los que restan, ya establece el procedimiento. Mientras los títulos de créditos iniciales aún se suceden, una luz que llega desde afuera del encuadre, al principio casi imperceptiblemente, comienza a iluminar la escena a través de una ventana. Se oyen las voces y los ruidos que provocan los movimientos de Julia, la esposa de Agustín, y Casilda, la criada, que se hablan mientras recorren la casa en busca del marido desaparecido, pero la cámara permanece dentro del cuarto donde, en su cama, está despertando Estrella, la única hija de Agustín y Julia, ya adolescente. Así quedan establecidos, en el inicio, dos fueras de campo: aquél desde el que proviene la luz y el que sugieren los movimientos de las mujeres, que quizá lleguen a unirse en uno solo, el jardín, pero que comienzan siendo dos.

Por su parte, el cuarto plano insinúa uno de los temas esenciales, sino el esencial, aunque quizá el más velado del filme todo. En el tercer plano dejamos a Estrella sosteniendo con sus manos el péndulo que le dejó su padre bajo la almohada. Tras un fundido al negro, el siguiente comienza de manera idéntica al ya referido primero, aunque de manera más veloz. Una luz que entra por la ventana ilumina al padre sentado, en su primera aparición en la diégesis, con el péndulo colgando de una de sus manos, y una figura acostada en la cama. ¿Es Estrella?. No, es Julia embarazada de ella. Hasta que advertimos que estamos ante la primera situación de un racconto que se prolongará casi hasta el final del metraje, un instante de duda nos recorre acerca de la identidad de la mujer acostada, a quien tampoco hemos conocido hasta ahora. Este sutil paralelismo establecido entre Estrella y Julia, con relación a Agustín, sugiere sesgadamente que la relación entre la hija y el padre puede ser más compleja, menos convencional, que las que habitualmente representa el cine. Es, podemos escribir, una historia de amor situada en un lábil límite. Es la historia de una pareja, con todos los conflictos que esta unión conlleva, como lo muestra ese admirable plano secuencia, a mi entender el más bello que haya filmado Erice, del baile de "En la vida" en la fiesta de primera comunión, donde puede pensarse que antes de desposarse con Dios, Estrellita lo hace con Agustín. En el último diálogo que sostienen sin saber, al menos ella, que es una despedida, significativamente vuelve a oírse, desde el salón de fiestas del "Gran Hotel", el mismo pasodoble y es Agustín el que repara que lo están interpretando mientras se celebra otra boda que la cámara registrará desde lo alto, sin la cercanía elegida para la primera.