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EL CABALLERO: ¿Por qué, al menos, no me es posible matar a Dios en mi interior? ¿Por qué prefiere vivir en mí de una forma tan dolorosa y humillante, puesto que yo le maldigo y desearía expulsarlo de mi corazón? ¿Sabes? Estoy a punto de llegar a una conclusión... Creo que Dios es una especie de realidad engañosa, de la cual los hombres como yo no podemos desprendernos. ¿Me escuchas?
LA MUERTE: Te escucho.
EL CABALLERO: Por ello, yo quiero saber. No deseo creer. Ni suponer, sino saber... Deseo que Dios me tienda su mano, ver su rostro y que me hable.
LA MUERTE: Pero se calla.
EL CABALLERO: Así es... Le grito en medio de la noche, pero es como si no hubiera nadie en ningún sitio.
LA MUERTE: Puede ser que no haya nadie.
EL CABALLERO: Sí, ya lo he pensado. Pero, en ese caso, la vida sería un horror absurdo. Nadie es capaz de vivir con la Muerte ante sus ojos y creyendo que todo ha de desembocar en la nada más absoluta.
LA MUERTE: La mayor parte de los hombres no piensan ni en la Muerte ni en la Nada.
EL CABALLERO: Sin embargo, tiene que llegar un día en que se encuentren sobre el borde mismo de la vida.... y entonces habrán de mirar hacia la Noche.
LA MUERTE: En efecto. Y ese día puede ser cualquiera...
EL CABALLERO: A veces pienso que tal vez fuera necesario que los hombres hiciésemos una imagen de nuestro miedo y que a esta imagen la llamáramos Dios.
LA MUERTE: Te encuentro inquieto... Demasiado.
EL CABALLERO: Es que la Muerte ha venido a verme esta mañana. He comenzado a jugar con ella una partida de ajedrez, con lo cual puede decirse que me he comprometido a cumplir una misión urgente.
LA MUERTE: ¿Y cuál es esa misión?
EL CABALLERO: Mi vida ha sido algo completamente vacío, sin sentido. He cazado, he viajado, he convivido con todo el mundo. Pero todo ha sido inútil... Lo digo sin vergüenza y sin remordimiento, porque sé que la vida de los hombres está hecha así. Es precisamente por eso por lo que deseo utilizar mi aplazamiento: para realizar aunque sólo sea un único acto que tenga alguna significación.
LA MUERTE: ¿De modo que ese es el motivo por el que juegas al ajedrez con la Muerte?...
EL CABALLERO: Sí; aunque no ignoro que es un adversario muy considerable. Sin embargo, hasta ahora, no he perdido ni una sola pieza.
LA MUERTE: ¿Y cómo has planteado tu juego ante tal adversario?
EL CABALLERO: Pienso jugar con una combinación de alfil y caballo, de la cual todavía no se ha dado cuenta mi contrincante. En la próxima jugada, atacaré su flanco izquierdo.
LA MUERTE: Lo tendré en cuenta.
Por un instante, la Muerte muestra su rostro tras la rejilla del confesionario.
Y desaparece en seguida.
EL CABALLERO: Esto es una traición. Pero nos volveremos a encontrar. Hallaré una salida...
LA MUERTE (invisible): Nos encontraremos en el albergue. Y allí continuaremos la partida.
El Caballero se incorpora.
Y, levantando su mano, la contempla a la luz de un rayo de sol que penetra en el interior de la iglesia a través de una pequeña ventana.
EL CABALLERO: Esta es mi mano. Puedo moverla. Mi sangre corre por mis venas. El sol está aún alto. Y yo, Antonius Block, juego al ajedrez con la Muerte.
Cierra la mano.
Y, finalmente, la lleva a su sien.
[El séptimo sello, traducción de Julio C. Acerete, para Aymá]