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El Caballero se encuentra arrodillado delante de un pequeño confesionario.
Aquella parte de la iglesia está sumida en una casi completa oscuridad
Todo es silencio a su alrededor, en medio de aquel frescor que le envuelve.
Las imágenes de los santos le miran con sus ojos vacíos e inexpresivos.
El rostro de Cristo, en lo alto, tiene la boca abierta, como si estuviera emitiendo un grito.
Y, bajo la bóveda, un demonio acecha a una pobre alma humana toda desnuda. El Caballero oye de pronto un rumor tras la rejilla del confesionario y se vuelve inmediatamente.
Por un instante, se entrevé el rostro de la Muerte. Pero el Caballero no lo ve.
EL CABALLERO: Quisiera hablarte con toda la franqueza que me sea posible. Sin embargo, siento que mi corazón está horriblemente vacío.
La Muerte guarda silencio.
EL CABALLERO: Ese vacío es como un espejo vuelto sobre mi rostro, por lo que me veo obligado a mirarme a mí mismo, con lo cual siento un profundo asco.
La Muerte continúa en silencio.
EL CABALLERO: Mi indiferencia por los hombres ha terminado por colocarme fuera de su comunidad. En realidad, vivo en un mundo fantasmagórico, encerrado por completo en mis sueños y en mis fantasías.
LA MUERTE: Sin embargo, y a pesar de ello, tú no deseas morir.
EL CABALLERO: Es cierto.
LA MUERTE: En tal caso, ¿qué es lo que esperas aún?
EL CABALLERO: Quiero saber.
LA MUERTE: ¿Acaso buscas garantías?
EL CABALLERO: Llámalo como quieras... ¿ Por qué no es posible percibir a Dios con los sentidos? ¿Por qué es necesario que se oculte en la niebla de las promesas expresadas por medio de milagros que nadie ha visto?
La Muerte guarda silencio.
EL CABALLERO: ¿Cómo podemos los creyentes creer en Él cuando no creemos ni en nosotros mismos? ¿Y qué será de los que deseamos tener fe y no podemos conseguirlo? ¿Y de los que no pueden ni quieren tener fe?
El Caballero espera una respuesta. Pero no le responde nadie.
El más completo silencio se hace a su alrededor.