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Vemos allí que mientras Abraham está cortándole el cabello a un cliente, está verbalizando cómo hacía el mismo trabajo a las prisioneras en un campo de exterminio antes de que éstas fueran aniquiladas: en el presente está realizando un acto idéntico al que hacía en ese pasado que recuerda y narra. Así se establece un puente entre ambos tiempos y una acción de trabajo cotidiana se tensa por la semejanza con otras similares concretadas en circunstancias terribles. A esta confusión de tiempos, producto de la elección de Lanzmann del lugar donde realizar la entrevista, se suma la desarticulación del espacio registrado. El primer plano va desde la imagen de Abraham reflejada en uno de los tantos espejos de la peluquería a otra imagen de Abraham reflejada en otro espejo. Desde allí se alternan, de manera a veces indiscernible, las imágenes de Abraham y las imágenes reflejadas de Abraham, logrando así que el espacio estalle como cuando se lo ve a través de un espejo roto en varios fragmentos. A lo que contribuye la presencia dentro de los planos, también a veces reflejados en los espejos y a veces no, de los demás clientes y sus respectivos peluqueros, los que entran al local y se encuentran con el rodaje y algunos de los miembros del equipo. Es decir que Lanzmann a través de la entrevista a Abraham logra presentificar el ominoso pasado pero, al mismo tiempo, por la forma en que elige filmarlo y montarlo, sin ningún plano de establecimiento inicial que nos instruya acerca de cómo es la peluquería, problematiza su visión al espectador, lo obliga a leer las imágenes y los sonidos y a decodificarlos. Estamos muy lejos de la rutina televisiva con una imagen que pretende ser objetiva y un entrevistado que no sabe de vacilaciones en su hablar.

Cuando Abraham recuerda sus días en Treblinka, cuenta que el sendero que llevaba a la cámara de gas, camuflado para que aquellos que lo recorrían no advirtieran adónde desembocaba, era llamado por los victimarios "El camino al cielo". El lenguaje usado por los nazis era pródigo en eufemismos: de esta manera se velaba la cualidad criminal de los actos a las víctimas y, al mismo tiempo, se lograba que quienes los perpetraban desconocieran su acto en el momento de realizarlo, en tanto y en cuanto no lo nombraban. La película de Lanzmann puede verse como una operación de rasgadura del eufemismo para retornar al significado primero de las palabras, si la operación es posible.

 

Schindler's List

Bien avanzada la película, los hombres, las mujeres y los niños salvados del exterminio por Oskar Schindler son trasladados, en abril de 1944, desde Chujowa Gorka, Polonia, a Zwittau-Brünlitz, el pueblo natal del benefactor en Checoslovaquia. Pero el tren que transporta a las mujeres es desviado a Auschwitz.

Creo que conviene pensar el fragmento que representa la breve estadía de estas mujeres en Auschwitz recordando la descripción que hace Abraham de su trabajo en Treblinka y teniendo en cuenta que un film como éste, abundantemente premiado por la industria estadounidense y realizado por un director que sabe de los halagos del éxito masivo, puede llegar a tres tipos de espectadores: los que saben qué fue la Shoah; los que, aunque sumariamente, tienen cierta idea de lo que fue, y, por último, aquellos otros, que sí existen, que no saben lo que fue.

Este es el único momento del extenso film en que se muestra una cámara de gas. Aquellos que saben qué fue la Shoah pueden sentirse indignados ante su uso en la ficción como espacio, literal, de limpieza; los que tienen cierta idea de lo que fue pueden pensar, con esa inocencia que le otorga un estatuto de verdad a la imagen cinematográfica : 'ah...yo creía que ahí los mataban' y los que no saben lo que fue pueden decirse a sí mismos 'qué alto sentido de la higiene tenían los jefes de los campos'. No es lícito, para capturar el interés de los espectadores, especular con el conocimiento que cada uno de ellos tenga de las formas de exterminio practicadas por los nacionalsocialistas. En definitiva lo que hace Spielberg en esta secuencia no es otra cosa que la aplicación de una vieja estrategia narrativa del cineasta inglés Alfred Hitchcock: el suspense, definido a partir de sus diferencias con la sorpresa frente a Francois Truffaut, quien a la sazón lo entrevistaba. [8] Decía Hitchcock que si el espectador ve en la pantalla a un grupo de señores burgueses que dialogan en un bar y estalla una bomba en su mesa, se produce una sorpresa que sólo dura segundos; pero que, si ha visto a un anarquista colocar el explosivo y sabe que éste estallará en diez minutos, todo el diálogo banal de los señores se convierte en una situación de extrema tensión: ¿alguno de ellos descubrirá el artefacto? ¿se salvarán?. Esto último es el suspense. Para lograrlo Spielberg trabaja con el conocimiento que pueda tener cada espectador de un hecho horroroso, y esto no es ético. El arte, y el cinematógrafo es un arte, está íntimamente vinculado con la ética. La utilización de las formas del cinematógrafo para fines exclusivamente mercantiles, no.

Pero creo que Schindler's List, en su oportunismo hipócrita, más afrentoso aún desde el momento en que su director, en sus declaraciones públicas al menos, nunca deja de reinvindicar sus raíces judías, todavía nos permite avanzar un paso más en la reflexión sobre las representaciones cinematográficas de la Shoah perpetradas desde el corazón de la industria del cine. Tanto Primo Levi como Paul Celan, escritores que padecieron la experiencia concentracionaria en su cuerpo, han insistido en la particular percepción del tiempo que se instala en los recluidos. Hablan de él como de un presente continuo, donde el pasado sólo asalta en los sueños y el futuro no existe. Ese presente continuo que se construye con repeticiones de repeticiones hasta el momento de la muerte, se despliega en movimientos que han perdido todo sentido salvo el de la supervivencia más inmediata. Movimientos que no son causa de ningún efecto, ni efecto de ninguna causa. Movimientos, por lo tanto, que nunca podrán ser representados por un discurso construido con los despojos del cine clásico, que despliegan tanto la película de Spielberg como la de Benigni, subordinando las articulaciones entre sus planos a la relación causa-efecto. Por eso, porque afirma una cierta concepción del cine, que sin duda fue válida para pensar un mundo que ya no existe, pero que hoy aparece como agente de difusión ideológica, es que los personajes centrales del film de Spielberg, sí inmersos en la mecánica causa-efecto, no padecen la experiencia temporal del campo porque la estrategia narrativa elegida impide representarla. La viven o la sienten desde afuera, como voyeurs, y junto a ellos, el espectador obligado, por la construcción del discurso cinematográfico, a ocupar ese rol, idéntico al de la señora alemana de la que nos habla Semprún, sustituyendo, eso sí, el cómodo sillón vienes por la raída butaca de un microcine. Si comparamos este lugar pasivo que Spielberg le asigna al espectador con el rol activo que le exige Lanzmann, obligándolo a partir de las palabras de los testigos a recrear en sí el horror, es muy fácil distinguir quién respeta el sufrimiento humano.


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[8] Realizada en 1963, en EUA, la entrevista de Truffaut está editada como libro: Le Cinéma selon Hitchcock, París, Robert Lafont, 1966. (Hay traducción castellana: El cine según Hitchcock, Madrid, Alianza Editorial, 1974).