[8/12]

Ignoro cuál es la relación de Lerman, como espectador, con la nouvelle vague, pero cierta manera de filmar la calle y los personajes transitándola, la inspirada fotografía en blanco y negro, la breve y punzante descripción de la soledad de Marcia antes de encontrar a Lenin y a Mao, recuerdan algunos de los filmes de ciertos jóvenes, por ese entonces, cineastas franceses en los que podía respirarse el mismo aire de libertad controlada y placer por filmar. Siguiendo el imprevisible camino de sus tres jóvenes insatisfechas, Lerman se atreve a cuestionar la idea opresiva de una identidad sexual estable y también cuenta como el afecto permite la construcción, por supuesto que azarosa, de una familia paralela que, rápidamente se disuelve, quizá el destino ya escrito de cualquier grupo familiar. El proyecto actual del cineasta, hasta donde se ha podido saber, se llama Mientras tanto, expresión adverbial que señala el efecto que produce el montaje alternado, tan usado en Tan de repente para interrelacionar a sus diferentes personajes. Esperemos que en ella, a filmarse en coproducción con Francia a partir de mayo de 2004 y escrita parcialmente gracias a una beca de la Cinéfondation, continúe su exploración del universo femenino iniciada acá, a través de un discurso que, al contrario de lo que suele ocurrir con otros cineasta jóvenes argentinos, se despega de la realidad para enfrentarse a lo Real: camino solitario, si los hubiese.

Los rubios (Argentina, 2003), Albertina Carri

En cierta medida, Los rubios continúa una senda abierta por Un muro de silencio -único largometraje, hasta el momento, dirigido por Lita Stantic, la productora que más ha hecho por el cine argentino joven-. Entre toneladas de celuloide malgastado, a veces con fines oscuros como ocurre con La noche de los lápices, en dramatizar episodios varios sucedidos, o supuestamente sucedidos, durante la última, hasta ahora, dictadura militar, Stantic indagaba desde el presente las marcas dejadas en la subjetividad de los argentinos por el horror. Carri vuelve a hacerlo desde ella misma -es la hija menor de un matrimonio "desaparecido" por esos años-, utilizando una primera persona infrecuente y desdoblándose: está ella y está la actriz que la interpreta, y lo declara al espectador, como hacía la voz de Godard con el personaje interpretado por Marina Vlady en Deux ou trois choses que je sais d'elle.

Después de una opera prima muy sólida e injustamente maltratada: No quiero volver a casa, Carri, como tantos de sus pares generacionales, demuestra, en su segundo largometraje, que el cine es una cuestión de forma no de correción política. Y destruyendo, con recursos múltiples, la división industrial entre "ficción" y "documental" -la reconstrucción del secuestro con muñequitos es un hallazgo mayor- indaga, sin fiarse demasiado de ella, en su memoria y se pregunta por su identidad. Así su historia individual adquiere resonancias colectivas, nos concierne, y nos compromete, a todos.

Es ya un lugar común, seguramente verdadero y sostenido por tantos, decir que el cine piensa la realidad a través de las estrategias con que elige representarla. No son demasiados los filmes, como Los rubios, donde la aseveración se vuelve tan evidente. Carri está trabajado en la producción de Géminis, que rodará en 2004.

Nadar solo (Argentina, 2003), Ezequiel Acuña

El mar, también el río en este caso, es filmado de muchas maneras por los jóvenes cineastas argentinos. Como una idea (El fondo del mar), como un adversario (La cruz del sur) o como una extensión de los personajes, como en esta opera prima. Martín, el protagonista, un joven que cursa el último año de la escuela media, pasa largas horas, solo o con su único amigo, Guillermo, mirando el río, como si estuviera a la espera de una respuesta que no llega. En otra ciudad, buscando a su hermano Pablo que un día se fue, observará al mar, acompañado por una chica que acaba de conocer, de igual manera. Como si en él pudiera encontrar algún destello de solución, para las inquietudes que lo atraviesan. Las mismas que imagina resolver si llega a encontrar a Pablo, que jamás aparecerá pero cuya sombra es admirablemente sostenida a través de indicios visuales y verbales. Al contrario de lo que ocurriría en una novela de aprendizaje, el filme lo abandona antes, muy poco antes seguramente, de que tome conciencia de que está enamorado.

Construida con la pesada y asumida sombra en sus espaldas de Rapado -la opera prima de Martín Rejtman, concluida en 1991, estrenada en 1996 y devenida hoy casi imposible de ver, por propia decisión de su autor-, explícitamente citada en la breve aparición de su protagonista, Ezequiel Cavía, es, sin embargo, una película extremadamente personal y ajena a los clisés que el cine, por supuesto que también el argentino, suele prodigar al representar a alguien con la edad de Martín: no hay acá droga o desesperación sexual o violencia explícita. Tampoco, y esto es una marca común en casi todo este grupo de películas, aparece ningún discurso moralizante ni ninguna tentación metafórica. En un muy trabajado, y muy logrado, tono asordinado, que sin embargo jamás resulta monótono, Acuña narra un momento en el crecimiento de su personaje: un joven económicamente acomodado y urbano. Y, entre otras estrategias puestas en juego, mediante un sistemático uso de la elipsis -por ejemplo se omite el momento en que los padres se enteran de que su hijo ha sido expulsado del colegio y su reacción- consigue una bella película melancólica, de una dulce tristeza que, imprevistamente, permite conjeturar que las adolescencias, más allá de las épocas en que ocurran, suelen parecerse, sobre todo en aquello de intransferiblemente secreto que guardan. Su estreno, este año, debió ser postergado ante la cantidad de salas invadidas por Matrix reloaded. Cuando al fin se produjo, muy pocos espectadores acudieron a verla.


11 de noviembre de 2003