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El bonaerense (2002), Pablo Trapero.

Como Nadar solo, El bonaerense también cuenta un aprendizaje. El que realiza Zapa, un muchacho simple de un pueblo de la provincia de Buenos Aires, en la institución policial. Es la audaz forma elegida para mostrarlo, como siempre ocurre, la que singulariza a este segundo largometraje de Pablo Trapero, cuya opera prima, Mundo grúa, es un hito en la transformación del cine argentino. No es que el tema no hubiera aparecido antes -desde el reingreso a la democracia como forma de gobierno han abundado todo tipo de uniformados corruptos y torturadores en películas estereotipadas- sino que nunca de esta manera. Utilizando esa estrategia nombrada como "narración con" -es decir un relato donde el espectador accede al mismo tiempo que el protagonista a la información- propone un viaje por un submundo que muy a menudo ocupa la primera plana de los periódicos, sólo en sus aspectos más superficiales, haciendo que aparezca como si por primera vez se lo registrara. Aquello que Zapa aprende en su periplo es que la línea que divide a los guardianes del orden y a los delincuentes no existe: que ambos hacen lo mismo desde un lugar diferente que a veces tiende a confundirse. Y el precio del conocimiento adquirido es su renguera final, marca con la que deberá convivir el resto de su vida.

Trapero ha estructurado su asunto como una crónica minuciosa que presenta los hechos sin dramatizarlos, mirándolos al sesgo. Con una elaboradísima utilización del color y del sonido como elementos transformadores, desprende al filme del naturalismo que lo acecha a cada momento, así como rehuye cualquier discurso moralizador, evitando toda afirmación tranquilizadora. Es la ambigüedad constitutiva de la realidad, la que planteaba Bazin, la que hace aparecer y la que nos perturba. Es ese costado de documento que se cuela en la historia de ficción lo que nos problematiza, como en la secuencia de la celebración de la Navidad en la comisaría, donde, con lógica impecable, los agentes de ambos sexos festejan disparando sus armas al aire.

Está, en este momento de la escritura, ya muy avanzado el rodaje del tercer largometraje de Trapero, Familia rodante, una road movie familiar que se adentra en la provincia argentina. Su intención es estrenarlo en 2004.

El juego de la silla (Argentina, 2002), Ana Katz

Víctor Lujine, un argentino que trabaja en Canadá, regresa, por un solo día, a su casa familiar en Buenos Aires. En tan pocas horas, su madre entablará una sorda batalla contra el tiempo intentando mostrarle que no ha transcurrido. Con ella, la verdadera protagonista, están sus otros tres hijos -dos mujeres y un adolescente- y la ex novia de Víctor intentando volver a armar su pareja e incorporada, como una más, a esta familia de clase media, disimuladamente venida a menos. Las visitas, como ya se sabe, son un recurso largamente probado a la hora de comenzar historias, pero, sabiamente, Katz elimina cualquier confrontación verbal, o algún estallido, donde se expliciten historias pasadas que siguen vivas. Éstas aparecen sugeridas a través de las acciones, sobre todo de los juegos grupales que la madre obsesivamente quiere repetir. Ritos que tan pronto convocan a la risa como al espanto.

Hay algo que El juego de la silla sugiere permanentemente, que sus personajes -todos, sin excepción, claro está que en mayor o menor grado- transitan por una zona límite entre la normalidad, si es que existe, y la patología. Desde el vamos esto se percibe, como suele ocurrir en algunos grupos familiares que ha sabido describir Claude Chabrol. Lo interesante es que en ningún momento estas conductas están vistas desde una mirada acusadora, simplemente están señaladas y abandonadas al espectador, que no puede menos que imbricarse en ellas, a lo mejor reconociéndose.

Katz se arriesga en un desafío poco usual. No sólo es la directora, la productora, y la guionista de su película, basada en una obra teatral que le pertenece, -responsabilidades que los jóvenes cineastas argentinos habitualmente asumen- sino que interpreta, brillantemente y lejos del estereotipo, a una de las hijas, la que parece tener alguna suerte de retraso mental. Evita, además, con una cámara que se introduce en las situaciones y no se limita a registrarlas, cualquier resabio teatral que pudiera acecharla.

Las agitadas horas que se comparten con los Lujine, hacen añorar a la familia alternativa que propone Lerman en Tan de repente. A diferencia de ésta, que se disgrega naturalmente, los miembros de la que propone Katz ya no pueden despegarse de ella. El llamado telefónico de Víctor a su madre, ya en el aeropuerto listo a partir, para darle el número de su teléfono celular, lo demuestra. El amigo francés es el nombre del proyecto que Katz tiene ahora entre sus manos.

Tan de repente (Argentina, 2002), Diego Lerman

Desde el sorprendente y casi inicial "¿Querés coger?" que Mao, una chica dura, de pelo corto y apariencia masculina, espeta a Marcia, una chica entrada en carnes que trabaja en una lencería, todo sucede "tan de repente" como el título lo indica. Quizá lo más sorprendente sea, cerca del final, la muerte de Blanca, la tía de Lenin, la otra chica dura protagonista. Pero en un camino que ha ido de Buenos Aires al mar para detenerse, en un alto reparador, en Rosario, han abundado los hechos inesperados: el encuentro con una mujer que ha debido viajar para registrar el nacimiento de una orca -la maravillosa Susana Pampín que también aparece en Silvia Prieto y en Nadar solo-, la aparición de un paracaidista muerto en la ruta -¿guiño cinéfilo a Lynch?-, la voracidad de un perro que aprovecha el sueño de su dueña para darse un atracón de huevos y la inolvidable fonomímica de la letra de un bolero hecha por Blanca. La historia que propone la película avanza así, eludiendo cualquier relación de causa-efecto, y proponiendo, por lo tanto, otro camino para contar una historia donde las acciones abundan. Y donde los momentos en que el tiempo parece detenerse -la llegada de Lenin, Mao y Marcia al mar; la ingesta del licor en la casa de la amiga de Blanca y el paseo en bote sobre el río Paraná- adquieren una densidad -¿un lirismo?- infrecuente.