[1/6]
Para el ser humano, las imágenes son más viejas que las palabras. Antes que hablar, antes que leer, aprendemos a ver. Lo visible se sitúa en el origen de todo conocimiento, está en el principio de nuestro aprendizaje vital. Con el tiempo, fascinados por la imagen, la apariencia, se han creado multitud de instrumentos de visión. Parece que el viejo sueño humano de llegar a verlo todo haya sido finalmente posible.
Este afán insaciable, este apetito voraz, desmesurado, ligado profundamente a nuestro tiempo ha provocado en más de un teórico lecturas apocalípticas: habitamos un planeta en el que el reino de lo visible se va apoderando implacablemente de la realidad. ¿El triunfo de los simulacros?, se pregunta Jean Baudrillard, nos traduce Joaquín Jordá.
Lo vemos a diario en nuestro monitor: "uno sólo existe si sale por televisión". Basta mencionar dos programas que siguen millones de espectadores: Big brother y Operación Triunfo. Cada concursante que abandona la casa o la academia no puede reprimir las lágrimas. Es el gesto traumático de quien abandona el paraíso. La experiencia sensible de sentirse por primera vez vivo para el mundo le ha sido arrebatada y el público, implacable, no ha dudado en su calidad de juez, de firmar la expulsión.
Todo esto, que habla de la hiperinflación de imágenes propia de nuestros tiempos, poco o nada tiene que ver con un personaje de la sabiduría y envergadura de Joaquín Jordá, a no ser el hecho de que gran parte de su obra contemple esta fisura entre lo visible e invisible. Sabemos que mirar se trata de un acto voluntario. Es decir, sólo vemos aquello que miramos. Jordá, en cada una de sus películas, parece lanzar una cuestión fundamental: ¿qué es aquello que nunca vemos?
Cada nuevo filme suyo supone, desde luego, un descubrimiento, primero para Jordá y después para el espectador. Salvo Un cuerpo en el bosque y Monos como Becky, es autor de una obra inaccesible, de muy difícil exhibición. Las razones son simples, toda su obra cinematográfica participa de una curiosidad y una voluntad documental que nada tiene que ver con la acostumbrada oferta de las salas de cine.
En 1979, los trabajadores de la fábrica Numax, después de luchas sindicales y huelgas, decide asumir la autogestión de la empresa antes que aceptar el cierre. La situación es extraordinaria y Jordá acepta el reto, por un módico presupuesto de 600.000 pesetas, de filmar una película. Numax presenta..., como toda su obra, es una película insólita dentro del cine español, en la que Jordá enfrenta diversas entrevistas a los obreros con una representación bufonesca, a cargo de la compañía de Mario Gas. Ese intercambio, de la realidad frente a la puesta en escena, de lo documental frente a la representación, es una de las claves fundamentales de su cine. Los protagonistas, antes que actores, son seres humanos, eso lo sabe bien su director, pero sea en un documental o una película de ficción, la presencia de la cámara implica siempre un intercambio de funciones que, a menudo, es prácticamente imposible separar.
Esta es una característica que distingue el cine de Jordá del cine de José Luis Guerín, también interesado en jugar con el documental. En el cine de Guerín, la cámara encuentra un lugar discreto, en la que registra pero no interactúa, ni altera aquello que se pone en escena. Como en el cine primitivo o en las películas de John Ford, adquiere una categoría invisible. Durante la presentación en Valencia de su película En construcción (2001), Guerín contaba cómo, después de horas de grabación, la cámara iba adquiriendo la presencia inofensiva de un simple mueble.
Sea en Maria Aurèlia Capmany parla d'Un lloc entre els morts (1969), Numax presenta... (1979), El encargo del cazador (1990) o Monos como Becky (2000), la cámara de Jordá no es para nada discreta. La postura de Jordá es la interrogación más o menos directa de la cámara frente a unas determinadas personas. Poco importa que los protagonistas, casi siempre poco familiarizados con el cine, divaguen, se incomoden o tartamudeen. Interesa más esa relación, prácticamente virgen, que la cámara establece con el improvisado/a actor/actriz.
Al principio de Monos como Becky, en un autobús, oímos a una mujer que, desde el equipo técnico, interroga a los pacientes de MaIgrat: ¿Qué os parece hablar delante de una cámara? "Pensé que sería más difícil. Es igual que hablar con otra persona", "Es como un sueño", "Te miran. Tú míras. Sabes que alguien te está mirando", van contestando.
Implicación directa de la cámara, intrusión del cine en asuntos sociales. Jordá, bien parece decirnos una y otra vez, que lo que menos interesa es el simple retrato. Porque sí, por un lado, una de las aspiraciones del cine es la de "rnostrar las cosas tal como son", que dirían los neorrealistas. Pero, existen otros caminos. Durante la entrevista que mantuve con él surge, no en vano, la referencia a otro documentalista, el realizador francés Georges Franju.
Para Franju, imbuido por un impulso sadiano, todo consistía en levantar capas. En Le sang des bêtes (1948), Franju reconstruye la clásica postal romántica de un París que ama para, seguidamente descubrir que esta ciudad idílica emerge, existe, se alimenta, de la actividad terrible y sangrienta de los mataderos. Franju recibe el encargo de realizar un documental sobre Nôtre Dame pero, bajo su lente, ya no se trata únicamente de una catedral o un edificio histórico. Nôtre Dame es un obstáculo para el libre vuelo de las aves, que allí se despanzurran y encuentran muerte a diario.
Joaquín Jordá figuraba en los manuales de historia del cine español como ideólogo de un movimiento-respuesta al nuevo cine español: la llamada "Escuela de Barcelona", intento frustrado de hacer un cine de vanguardia, de imposible difusión dentro de la España franquista. Y Jacinto Esteva, co-autor junto a Jordá de la película-manifiesto, Dante no es únicamente severo (1967), era su insolente aliado. En 1990, Jordá realiza un documental sobre Esteva, El encargo del cazador. A modo de espejo, escuchando a aquellos que le conocieron, el espectador va descubriendo a un artista perdedor, en realidad mucho más interesante, más lleno de matices que un triunfador. Jordá, más profundo e incisivo que nunca, no rinde fácil tributo a su amigo. El encargo del cazador no es el simple retrato de un artista que se ha buscado infructuosamente hasta encontrar la muerte en condiciones trágicas. Es otra muy distinta: la petición de alguien que ha abandonado esta vida, sin la posibilidad de musitar siquiera sus últimas palabras. La película, polémica, inaccesible, plena de fascinación, responde a esa falta y es un turbador último suspiro, no sólo de la figura de jacinto Esteva, sino de una época, la de la gauche divíne, llena de proyectos, de sueños de transgresión, pero también de un cierto desencanto.
Hay una presencia continua de Jordá en todas y cada una de sus películas. En Maria Aurèlia Capmany parla d'Un lloc entre els morts, presenta, micrófono en mano, los títulos de crédito. En Numax presenta..., aparece en la fiesta final preguntando a los obreros sobre su futuro fuera de la fábrica. En El encargo del cazador, surge en el instante en que la modelo Romy, se siente incómoda, incapaz de atravesar el umbral del plató improvisado en la casa de Jacinto Esteva, que había sido durante diecinueve años el gran amor de su vida. En Un cuerpo en el bosque, asume el rol de cocinero, que irrumpe en plena conversación, trascendente para la intriga, preguntando si la comida ha sido satisfactoria.
Es este último filme citado, por pertenecer a un género de ficción, una auténtica rareza en la curiosa carrera de Jordá. Un cuerpo en el bosque es uno de esos filmes que responden a un deseo de sorprender y conducir al espectador. Y, para ello, Jordá no duda en recurrir al engaño, pues esa imagen que da título al filme y que se muestra al espectador como un crimen brutal evidente, se revela al final como una mascarada. Y lo cierto es que toda esa intriga resulta finalmente mucho menos interesante que el retrato que va trazando de una Cataluña profunda que el cine apenas ha mostrado. Si la película resulta especial, no es por su guión propio de película de género, sino por un intercambio intermitente y continuo entre ficción y documental. Por otra parte, Jordá parece hacer una petición hermosa al espectador. En Un cuerpo en el bosque, dos personajes narran una vieja leyenda, origen de una maldición que pesa sobre la familia de la víctima: dos oficiales carlistas, montados sobre un caballo blanco y otro negro, piden asilo a una familia, cometen la torpeza de mostrar una bolsa llena de monedas y son degollados al amanecer. "Después del asesinato de esta pobre chica, todavía hay quien dice haber visto de nuevo a los dos caballos, cabalgar solitarios por el bosque". Más adelante, el espectador, que Jordá desearía vivo, imaginativo, despierto, rebosante de curiosidad, contempla esa imagen de leyenda.