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La ventaja que presenta Rossellini con respecto a Lanzmann es que en su caso las huellas aún no se han borrado, y los no-lugares de la memoria están en proceso de desarrollo, y es por esta razón que en su segundo film todo adquiere un marcado carácter fantasmal, casi alucinatorio, prefigurado ya por un diseño de producción literalmente real, donde los edificios derrumbados, la pobreza presente y los personajes interpretados no son más que muestras de lo real insertadas en un contexto ficcional.

Ya desde el título, su film indica -e implica- un año cero, un grado cero del cine que se interroga por su propio estatuto, por la capacidad de éste de poder transmitir en imágenes las experiencias vividas que lindan con esa frontera de lo inefable, y que busca, tras la monumental aberración acontecida, un razón de ser, de existir, algo que no sucedía en la anterior cinta de Rossellini, una necesidad de, a la vez que reconstruye los cimientos de la civilización convulsa, reconstruir los propios cimientos del cinematógrafo.

El panorama de desolación que retrata el cineasta italiano halla su contrapunto en la oportunidad que supone ese año cero, oportunidad materializada en ese horizonte que representa la posibilidad de, tras la barbarie, volver a experimentar esa sensación de indeterminada libertad. La opción ética de Rossellini, sin embargo, pretende plantear un choque frontal entre las dos perspectivas existentes: la del eco que reverbera la barbarie y que contamina con su desolación moral a los ciudadanos que malviven en una ciudad literalmente en ruinas; la de un horizonte de posibilidades, movido por un imperativo moral, es decir, que no se vuelva a repetir lo sucedido.

Centrando su discurso cinematográfico en la figura del niño, Rossellini sitúa a su protagonista, Edmund, a medio camino entre ambas perspectivas pero, en este caso, elude un discurso retórico que muestre la necesidad de ese imperativo moral y centra su discurso en intentar discernir las posibilidades que puede tener un hijo de la educación en la barbarie dentro de un marco que propone un espacio de libertad tras una grave situación de crisis.

Rossellini muestra una sociedad alienada -precariedad laboral para las clases humildes- e hipotecada por las ayudas externas que han propiciado la creación de ese marco de libertad, algo que su director plasma en un dibujo familiar que incluye a un padre impedido que no puede trabajar dada su invalidez, una hermana que se prostituye con los soldados americanos para sacar algo a cambio, y un hermano que se esconde de las fuerzas del orden para no ser detenido por su pasado nazi. Alrededor de estos personajes pivota el del pequeño Edmund quien, ante el marco histórico dibujado, tiene la obligación de madurar a marchas forzadas y superar el paradigma en crisis para así adaptarse al nuevo mundo. El problema reside, pues, en la dificultad de poder llevar eso a cabo, la enorme exigencia que para un niño tiene ese gesto y que propiciará una solución drástica en Edmund.

Con cierta intención pedagógica, Rossellini parece querer mostrar que una guerra no puede borrar las ideas adquiridas durante los años de aprendizaje. Edmund es un hijo de la educación nazi y Rossellini se servirá de este detalle para el desenlace de la historia, al hacer aparecer en la narración a un viejo profesor nazi que le inculca al niño la noción de los débiles son siempre eliminados por los fuertes. Debemos ser valientes y sacrificar a los débiles. Bajo esta máxima, el joven interpreta como necesaria -por naturaleza- la eliminación, mediante su asesinato, del padre impedido; y Rossellini, de este modo, se sirve del asesinato del padre para mostrar las raíces de esa corrupción y degradación moral que encarnaba la ideología nacionalsocialista, y que había provocado esa degeneración lingüística en la que nada volvería a ser lo mismo. Traumatizado por el fuerte sentimiento de culpa, Edmund se quitará la vida, ante la imposibilidad de asimilarse al nuevo horizonte de libertad que se abre paso, tirándose desde lo alto de un edificio.

Mediante el peregrinar fantasmal a través de un Berlín en ruinas, su director revive, basculando entre dos vectores -corrupción y libertad-, una realidad que aún no forma parte de la memoria, que es experiencia vivida y que la mirada del cinematógrafo, mediante el ejercicio de la ficción, asimila para sí.


L a · r e c u p e r a c i ó n · d e · l a · m i r a d a · p e r d i d a

En su película-ensayo Histoire(s) du cinema (íd, 1988-95), el cineasta suizo Jean-Luc Godard propone al final del primer episodio titulado Tout les histoires (Todas las historias) un juego de planos que mezcla en uno sólo, dos miradas, dos imágenes. La primera de ellas, la de Edmund, el protagonista de Alemania…tapándose los ojos, antes de lanzarse al vacío; la segunda, la de Gelsomina (Giulietta Massina), personaje principal de La Strada (íd, 1955) de Federico Fellini.

En la película de Fellini, Gelsomina, una chica marginada que siempre ha querido vivir en el mundo de sus sueños, es pervertida y degradada por la fuerte rudeza de Zampanó, un hombre que sobrevive mostrando su fuerza bruta en un espectáculo circense y que siempre ha estado aferrado al principio de realidad. Gelsomina es el símbolo de esa eterna inocencia que pretende imponer la ilusión en un mundo donde domina la crueldad y la fuerza bruta. "La Strada puede considerarse como un relato simbólico sobre la necesidad de búsqueda de unas fórmulas que querían trascender, mediante el poder de la mirada, el sentimiento materialista de lo real y fraguar la imposición de lo poético". [1]

A diferencia de Gelsomina, Edmund está incapacitado para encontrar la poesía en un entorno de degradación y no puede hallar ninguna salvación existencial en un mundo donde las heridas han sido tan profundas que ya no se entrevé ninguna salida posible. "Por más que el protagonista se mueva, corra y grite, la situación con la que se encuentra desborda, por todas partes, su capacidad motora, le hace ver y escuchar aquello que derecho no se corresponde con una respuesta o una acción. Más que reaccionar, registra. Más que comprometerse a una acción, se abandona a una visión, perseguido por ella o persiguiéndola a él". [2]

Godard, con su juego de planos como clausura del primer capítulo, muestra lo que se desprende como un compromiso ético propuesto a partir de ese año cero. El gesto trágico del niño completa el giro reflexivo en torno a la idea de las diferentes formas de compromiso del cine frente a la historia. La necesidad de hallar nuevas formas que quieran trascender, entra en dialéctica con la imposibilidad de encontrar esas formas en un entorno tan degradado.

Desde una posición un tanto ingenua, parece señalar Fellini que, ante todo, se requiere una operación de cuestionamiento del estatuto de lo real. A lo largo de su obra, Fellini nunca llegó a establecer una línea divisoria entre la imaginación y la realidad -en el mundo de la imaginación se esconden verdades que son reflejo de la realidad- ya que, en su opinión, el realismo no es ni un recinto ni un panorama de una sola superficie, sino más bien un paisaje que posee varias dimensiones, y la más profunda, la que sólo puede revelar el lenguaje poético, no tiene porqué ser la menos real. A través de la estética felliniana -y de la figura de los lunáticos, personajes habituales de su cine- su autor señala la importancia de -recuperar- la inocencia, como un factor que moverá, capacitará a la mirada-cine para poder desenvolverse en esos espacios de libertad trazados a partir del año cero del cine.

 

[1] QUINTANA, Àngel. Fábulas de lo visible. El cine como creador de realidades, El acantilado, Barcelona, 2003. pág. 169.
[2] DELEUZE, Gilles. La imagen-tiempo. Estudios sobre cine, Paidós, Barcelona, 1987. pág. 13.