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L o s · a ñ o s · d e l ·s o b o r n o s t

La obra cinematográfica del realizador ruso Andrei Tarkovski, realizada en su mayor parte durante los años de recrudecimiento político de la administración soviética, contiene y redimensiona los presupuestos básicos para una rehabilitación de la mirada que eran apuntados por el cine un par de décadas atrás. Aunque temporalmente alejada del hecho bárbaro de la aniquilación producida por el gobierno nazi, la obra de Tarkovski no es ajena a las trabas y cortapisas burocráticas que más de una vez cierran las puertas a cualquier producción que pueda parecer ideológicamente perniciosa a ojos del régimen.

En Tarkovski hay un fuerte sentimiento nacional, ruso que motiva que todas sus imágenes estén impregnadas de una idea de cultura rusa que vertebra casi toda la literatura del siglo XIX. Pero, más allá del inequívoco contenido del que hace gala su cine, hay en Tarkovski una querencia por plasmar su discurso como un espacio de libertad por derecho propio; un manifiesto que proponga las bases a seguir para poder experimentar esa sensación, para volver a recuperar la musicalidad de unas palabras que ya no guardan el significado de antaño. Hundiendo su discurso en las grandes obras de Dostoievski, Gógol o Chaadáyev, Tarkovski se plantea resucitar, aunque sea de modo fantasmático, la idea de cultura europea -el aire de familia que circunda a todos los países- del que, salvando las distancias, se hacia eco la filosofía alemana y que fue barrido por las circunstancias. El cineasta ruso apela, en buena medida, a lo que Piotr Yákovlevich Chaadáyev manifestó en su Carta filosófica.

En 1823 Piotr Yákovlevich tuvo que partir de San Petersburgo con el doble objetivo de, por un lado, reparar su maltrecho estado de salud con un clima mucho más propicio como el de Europa occidental y, por otro, superar ese estado de incipiente melancolía, de hastío cultural en el que se había visto envuelto. El peregrinar europeo de Chaadáyev tuvo como fruto la consolidación total de su particular filosofía de la cultura y la puesta de manifiesto de que en torno a los países que fue visitando durante su largo viaje existía un aire de familia reconocible, esto es, la idea de una cultura de Europa. Rafael Llano apunta como noción básica para entender la filosofía de la cultura de Chaadáyev y la idiosincrasia tarkovskiana el concepto de sobornost, el cual podría ser traducido como "conciliaridad" y que, entre sus posibles interpretaciones "significa también la estructura interna de cada individuo que, siendo independiente y libre, no se ve enfrentado a la libertad de los otros cuando ejerce la suya – la libertad individual está llamada a vivir en armonía con la sociedad y con el cosmos – […] Es también un estado de la sociedad que hace que la libertad esté en armonía con el entendimiento". [1]

La querencia por el sobornost se convierte en el motivo principal de la última producción tarkovskiana. Situado en el exilio ante la imposibilidad de hacer frente con su arte al férreo control de producción cinematográfica estatal, Tarkovski revive el viaje de su homólogo ruso por tierras europeas -Italia, Suecia y, finalmente, Francia- y plantea una serie de producciones que tratan de ofrecer, ante la falsa apariencia de la libertad de donde proviene, un dibujo de la estructura interna del individuo, que apunta a un rumbo concreto para poder obtener la tan ansiada conciliaridad.


Es interesante prestar atención al dibujo de la estructura interna del individuo tarkovskiano en tanto se hallan presentes los factores enunciados como parte del compromiso ético que proponía el cine en su año cero. Así, una característica de los personajes tarkovskianos es su llamativa inocencia, que los convierte en hombres-niño idealistas. Sin ir más lejos, en Stalker (íd, 1979) está presente la idea del sujeto tarkovskiano enunciada bajo la forma de la hija paralítica de El guía. La hija, bajo su inocencia atesora una virtud que, por contraposición, la aleja del trío protagonista, esto es, su pre-moralidad, la ventaja de una edad en la que la inocencia prepondera sobre el vicio, y donde el materialismo de una sociedad globalizadora – otro de los blancos de Tarkovski – no ha podido influir. Si la aventura de los tres hombres fracasaba y sumía en un desamparo moral a su protagonista, su director, de una forma ciertamente comprensiva enfocaba la resolución del problema de la pobreza de espíritu en la fuerza de la inocencia de quien no se ha visto corrompido bajo el influjo de la sociedad y, por ende, mantiene un sistema de valores, aunque rudimentario totalmente intacto.

Del mismo modo que Gelsomina, la niña paralítica exhibe una inocencia -pre- moral que choca frontalmente con un mundo donde domina la crueldad y la fuerza bruta, y que su director, en un viaje a su arcadia particular, evidencia mediante una pronunciada crisis de fe en los valores más humanos que impide a los tres hombres que protagonizan el relato consumar sus deseos, temerosos de que su conciencia no esté a la altura de lo que requiere la situación.

Ese idealismo del que hacen gala los personajes de sus films, es refrendado por el propio Tarkovski cuando, al principio de su primer film en el exilio, Nostalghia (íd, 1983) busca, por boca de su personaje principal, una forma de tender puentes con la cultura europea, lo que éste manifiesta como "eliminar todas las fronteras y encontrarnos todos en la cultura"; buscar esa conciliaridad de la cultura que revele de forma tangible el aire de familia que hace reconocible una idea de Europa, y para lo que su director apela a la necesidad de una fuerza de voluntad, fuerza que niegue el gesto trágico del protagonista de Alemania…y alcance ese estado de la sociedad que hace que la libertad esté en armonía con el entendimiento.

La fuerza de voluntad en Tarkovski se presenta como una capacidad de asunción del sacrificio por una idea, de ser capaz de llevar a cabo un compromiso -y aquí reside la actitud ética de su director- de corte espiritual en el que se discrimine lo accesorio para acceder a otro nivel y poder así, experimentar en condiciones esa experiencia real de libertad.

El idealismo de los personajes tiene habitualmente una raíz literaria -pone un ojo en el Idiota dostoievskiano- y muestra una querencia por mostrarlos como desamparados, moradores de ambientes degradados [1] y caracterizados como unos lunáticos no demasiado alejados del esquema presentado por Fellini. Tanto Domenico como Alexander [2] son personajes que, desde el materialismo de una racionalidad instrumental, son vistos como locos cuyas decisiones morales no buscan lograr ese ansiado espacio de libertad -contraponen la ilusión-alucinación a un mundo materialista hipertecnificado- y que reconoce como banal cruzar, portando una vela encendida, de un lado a otro la piscina seca de una terma [3]; y como locura, quemar una casa en cumplimiento de la promesa que había sostenido como sacrificio [4].

En cierto modo, es posible entender las decisiones tan extremas a las que a veces son abocados sus personajes protagonistas, si se ponen en relación a lo que las precede, es decir, al horizonte aniquilador que se pretende dejar atrás, la bárbara masacre industrializada que ha acabado con todo y que obliga a re-conceptualizar la actualidad; y la dificultad de la empresa de crear un nuevo horizonte que subsuma al anterior y que, por necesidades imperativas, impida que pueda volver a repetir lo que los presupuestos de la Modernidad no tuvieron en cuenta. Desde esta perspectiva, es más fácil entender que, igual que en el cinematógrafo urgía un estilo capaz de integrar, como sustituto de la mirada del hombre, lo inefable en su discurso, también en el compromiso moral de los autores que lo llevaban a cabo urgía una teoría de los valores que pudiera dar cobijo a nuevos supuestos post-barbarie. Tal vez, la escena que mejor resuma, aunque desde una ingenuidad idealista, la cosmovisión tarkovskiana sea aquella en la que los presupuestos del sobornost se materializan físicamente en una imagen de gran belleza; en la búsqueda de Andrei por unir su patria -su cine, su obra- con Europa; la plasmación visual del encuentro entre la dacha familiar rusa insertada dentro de una magnífica catedral italiana.

 

[1] LLANO, Rafael. Andrei Tarkovski. Vida y obra, IVAC, Valencia, 2003. pp. 506-07
[2] Enajenados protagonistas de Nostalghia y Sacrificio (Offret, 1986), respectivamente.
[3] Escena crucial de Nostalghia que plasma con eficacia el compromiso ético y espiritual de su autor.
[4] Escena final de Sacrificio en la que, Alexander, después de haber hecho la promesa a Dios de sacrificar todo lo material que haya presente en su vida si el cataclismo nuclear que amenaza con estallar cesa, quema su hogar y dentro de él todas las posesiones que se presentaban innecesarias a ojos de lo espiritual.

Bibliografía seleccionada

DELEUZE, Gilles. La imagen-tiempo. Estudios sobre cine, Paidós, Barcelona, 1987.
FONT, Domènec. Paisajes de la Modernidad. Cine europeo 1960-1980, Paidós, Barcelona, 2002.
LLANO, Rafael. Andrei Tarkovski. Vida y obra (vol. II), IVAC, Valencia, 2003.
QUINTANA, Àngel. Fábulas de lo visible. El cine como creador de realidades, El acantilado, Barcelona, 2003.
QUINTANA, Àngel. Roberto Rossellini, Cátedra, Madrid, 1995.
SÁNCHEZ-BIOSCA, Vicente. Cine de historia, cine de memoria. La representación y sus límites, Cátedra, Madrid, 2006.